Cuando el cuerpo habla. Teresa Díaz Varela
del hemisferio izquierdo es prácticamente opresiva. Se valoran excesivamente las capacidades racionales, analíticas, conscientes, relativas a la matemática, y se dejan a un lado las ventajas de actuar con el lado derecho del cerebro, solamente porque se considera que esta sección no es capaz de producir actos coherentes, sino aquellos que se remontan a los instintos y al placer humano. Con esta tendencia, además de reforzar la polaridad y provocar que los hombres vivan en una patológica dimensión unilateral, se va en contra de la naturaleza, que valora y necesita mucho las facultades del hemisferio derecho.
Esto puede observarse claramente en situaciones de peligro, en las cuales el cuerpo pone a disposición toda una artillería de autodefensa y protección que es automática y para la que no hay una decisión consciente y premeditada de uso. Cuando se debe actuar rápidamente, con urgencia, la persona adquiere visión de conjunto y deja de observar sólo el suceso de riesgo. Si se trata de un accidente, por ejemplo, piensa en llamar a un médico, cortar el tránsito de la calle, pedir una ambulancia y solicitar la llegada de la policía. Si bien se comunica a través del habla, formula reclamos coherentes y parece ser un sujeto inteligente al hacer lo que lógicamente se debe llevar a cabo en esos momentos, lo cierto es que el cerebro puso en marcha su hemisferio derecho para darle visión de conjunto, dejar de pensar en las víctimas o el modo en el que sucedió el accidente, y lo estimula para iniciar acciones de reparación y supervivencia.
La polaridad existe y se trata de un concepto dialéctico, una parte no puede vivir sin la otra, pues ambas constituyen opuestos que se complementan y parecen una sola entidad. Cuando la estructura bipolar se manifiesta como exclusión con respecto a términos contradictorios, surgen las enfermedades. En condiciones normales, el individuo debería atender simultáneamente a los dos polos gracias a los conceptos de equilibrio, ritmo y tiempo que se verán en el siguiente capítulo.
La curación integral
El bienestar como punto de llegada
Para comprender de manera psicosomática las enfermedades, es preciso tener en cuenta las nociones de malestar y bienestar.
El malestar no posee una explicación complicada luego de conocer la definición de síntoma y de enfermedad. “Estar mal” es sufrir estas experiencias que, en realidad, son una sola. Nos sentimos mal la mayor parte de nuestras vidas porque llegar a sentirse bien es un verdadero trabajo que, lamentablemente, muchas veces no podemos realizar por falta de tiempo y, cuando sí lo tenemos, suele suceder que no sabemos cómo iniciar el camino.
El bienestar alude a una concepción holística de la curación, entendida como reconciliación de los contrarios y fin de la polaridad, por un lado, y por el otro, como metamorfosis de la enfermedad. Con respecto a la primera condición de reunión, ya desde la teoría de los hemisferios cerebrales se puede observar que la predominancia constante de uno de los lóbulos es perjudicial y suele resultar patológica, puesto que los seres humanos requieren de las funciones de los dos lados de manera simultánea y complementaria. La superación de la polaridad remite a la unificación, al trabajo coordinado y en igualdad de condiciones de los dos lados cerebrales. Si el izquierdo es la conciencia y el derecho el inconsciente, el ensamble de ambos implicaría una reconciliación con los contenidos reprimidos, el alivio de la angustia y de la inquietud, con el fin de llegar a una condición psíquica más plena. Claro que esto es muy difícil de conseguir, y nunca se sabe hasta qué punto se han obtenido resultados —nadie puede establecer cuándo se agota la información de su inconsciente—, pero lo que se necesita, en principio, es estimular la parte del cerebro que fomenta lo instintivo, la intuición y la visión de conjunto. Estar en el camino de abandono de la polaridad es un extraordinario suceso, aunque ningún peregrino sabe si alguna vez llegará a su lugar prometido. La disponibilidad de ambos lóbulos es la senda hacia el esclarecimiento y la buscada iluminación mental que permite hallar más respuestas que las que pueden encontrarse a simple vista.
La segunda condición del bienestar es la curación de la enfermedad como metamorfosis, como transformación de sus cualidades principales. Tradicionalmente, se piensa que a la enfermedad hay que erradicarla, así como destruir sus síntomas y procurar su desaparición, pero esta concepción de curación es incorrecta. A las patologías no se las combate y, en última instancia, la lucha por sentirse bien siempre es con uno mismo, no con el síntoma.
Desde la premisa que no hay que tomar estos indicios como enemigos, sino como guías, se deduce la necesidad de asumir tales signos de displacer como parte de la experiencia formadora y renovadora del ser humano. En consecuencia, la enfermedad se debe transformar, procesar al interior de la mente, para que sus buenos resultados repercutan en el cuerpo; esto es el concepto de “trasmutación patológica”. El malestar no es eliminado, se convierte en bienestar. Sentirse bien es el punto de llegada al que todo tratamiento holístico de los síntomas —que abarque tanto al cuerpo como a la mente— posee. Enfermarse es adquirir experiencia, y quien desee curarse debe aprender a leer sus signos de dolor, inquietud, angustia, etc., y descifrar el mensaje que el cuerpo brinda, pero que está escrito por la conciencia.
El síntoma no se excluye del ser, sino que se asimila con una nueva forma: la del conocimiento de uno mismo, la inclusión de aquel rasgo no placentero que se transforma y nos hace más sabios en lo que respecta a nuestra personalidad y nuestro organismo. Curarse es expandir la conciencia y asumir aquello que habíamos desechado, pero que regresó con una apariencia sintomática, demandando su reingreso y atención. Implica aceptar que ese conflicto que durante tanto tiempo quisimos opacar, olvidar o eludir no soporta una dilación más. No existe sanación que no incluya también aprendizaje; además, como la que está enferma es la conciencia —la cual se manifiesta a través del soma—, no es posible seccionar partes de ella, sino que hay que admitir las porciones que han quedado en la oscuridad, pero que continúan ejerciendo su influencia. De eso se trata curarse.
Retorno a la unidad
En el apartado anterior se mencionó que una de las condiciones para curarse verdaderamente era la de conciliar la polaridad. Esta necesidad se halla estrechamente relacionada con el retorno que se propondrá en las líneas siguientes.
La idea de unidad —a la que este regreso simbólico hace referencia— trasciende cualquier posibilidad de oposición, de existencia de contrarios: es el todo como entidad pura, indivisible y eterna. La unidad es, por definición, un ámbito de características negativas que, paradójicamente, son altamente positivas. El todo, tal como es entendido en esta concepción, no tiene límites, tiempo, espacio ni condicionamientos. Es tan amplio como se imagine y mucho más; su plenitud se desarrolla en una atemporalidad que lo hace eterno, inamovible y constante. Visto desde esta perspectiva, la ausencia de cambio puede ser pensada como algo que no necesariamente resulta favorable, puesto que para una mejor vida se recomiendan las transformaciones, las variaciones de la actitud y los reinicios. Sin ir más lejos, en la segunda parte de este libro se aconseja frecuentemente la metamorfosis de la psiquis y del comportamiento para llegar al bienestar.
Quien se sustenta demasiado en su hemisferio izquierdo, indudablemente requiere de una transformación para reconciliarse con su parte instintiva, pero a partir de esa modificación la tendencia a la plenitud involucra el objetivo de que en determinado estadio de la conciencia el ser humano ya no requiera de ningún cambio para sentirse mejor. Que no perciba carencias en su interior, que se sienta completo y a gusto con su vida y con su entorno. En ese momento habrá llegado a su propia unidad. Por supuesto, la noción del todo es un esquema teórico que sirve como estructura de horizonte, pero que no podremos concretar fielmente en nosotros mismos. Como ha sido dicho, lo que vale es comenzar el camino, porque el trayecto se encuentra lleno de experiencias por vivir que aumentarán la sabiduría y estimularán la sensación de estar pleno y en armonía.
Además, el problema que subyace al concepto del todo es que, desde nuestra polaridad, la entidad única se nos aparece como fin o, más específicamente, como “nada”. La unidad sin tiempo, sin lugar y sin cambios es asimilada con la muerte, y el ser humano constantemente hace hincapié en sus carencias para salir a buscar lo que le falta en el mundo exterior. La unidad es el ser en estado puro, donde no existe el Yo ni el otro, donde todo es uno y no hay una noción del afuera. No se debe buscar en el exterior, porque tal exterior no existe. Todo se halla