La promesa de Eme. Dani Vera

La promesa de Eme - Dani Vera


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      © Título: La promesa de Eme.

      © Dani Vera.

      Corrección y maquetación: Elisa Mayo • [email protected]

      Diseño de Cubierta: Roma García.

      Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual. El copyright estimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, promueve la libre expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar las leyes del copyright al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso.

      «Un amigo es alguien que lo sabe todo de ti y a pesar de ello te quiere».

      Elbert Hubard

      PRÓLOGO

      Corro a través del campo. Al llegar al lugar indicado, me freno en seco y miro a mi alrededor; lo único que veo es una gran extensión de tierra seca y amarillenta. En ningún momento quito mis ojos de ese desolador paraje; cualquier indicio de que la tierra está revuelta en un determinado punto puede salvarme la vida. Lo observo todo con atención. Reanudo la marcha con cuidado. Hay varios surcos que me dan mala espina. «¡Respira, joder!», me repito una y otra vez. ¡Tranquilízate! Me aferro a mi M-16 como a un salvavidas.

      Hace unas horas que me deshice de mi chaqueta del equipo de combate y me quedé en camiseta. El calor aquí es infernal. Me quito el casco y seco el sudor que corre por mis sienes antes de retomar el camino.

      No veo a mi equipo, pero sé que está en algún lugar cubriendo mis espaldas. Debo llegar al otro lado de la explanada; tengo que ir con cuidado porque ya han estallado demasiadas minas antipersonas en lugares como este. He visto a varios compañeros saltar por los aires, tan jodidos como para tener que amputarles miembros de su cuerpo después. ¡Mierda! No es nada agradable.

      Tiemblo por la imagen que me viene a la memoria. Respiro, hago acopio de todo mi autocontrol y avanzo un par de pasos. Deslizo la punta de mi bota por la arena con temor al notar un saliente un tanto extraño en el suelo. ¡Uf! No es nada. Doy otro paso al frente con cuidado. Tengo mucho miedo. Respiro para intentar controlar los temblores de mi cuerpo.

      Observo el destello que acaba de producirse al frente. Oteo a mi alrededor y la calma que se respira es casi asfixiante. Vuelvo a secar el sudor que sale descontrolado. Cambio el M-16 de mano, expectante por los próximos sucesos. Escucho por el pinga la voz inconfundible de mi capitán reclamando cautela. ¡Cómo si fuese necesario! ¡Joder! Soy el primer interesado en no saltar por los aires.

      Es curioso cómo, en momentos así, el cerebro te juega malas pasadas. El mío rememora imágenes de mi infancia, flashes de recuerdos de la época de mi preadolescencia. Parece que me encuentro de nuevo frente a la sucia ventana, con marcos de madera, donde se quedaban impregnados el vaho y las huellas de mis manos aferradas al cristal. Recuerdo los árboles ensortijados que recibían la curvada carretera mal asfaltada, repleta de baches, y evoco la ilusión por una nueva acogida. Siempre nos repetían que fuésemos educados, que estuviéramos aseados. Los domingos en el orfanato eran días de visitas, días de esperanzas para algún pequeño. Con mi edad, la esperanza se me escapaba como la arena entre los dedos. Esperanzas que te llenaban el corazón cuando veías los faros delanteros del coche de una nueva pareja y que se esfumaba al ver los traseros, llevándose con ellos no solo tus ilusiones, sino también a otro compañero de juegos.

      Sacudo la cabeza para alejar los funestos pensamientos que me desvían del objetivo: llegar con vida al otro lado de este infierno y señalizar las posibles minas antipersonas.

      —¡Es para hoy!

      —No metas prisa, ¡joder! Si crees que lo puedes hacer mejor ya sabes dónde encontrarme —respondo malhumorado a la chirriante voz de mi capitán.

      Intento alejarlo no solo de mi cabeza, sino también de mi oído, por lo que retiro el pinga para no tener que escucharlo de nuevo. Sé que estará cabreado y me echará una buena reprimenda cuando llegue al punto de encuentro; e incluso, es muy posible que me caiga alguna suspensión de empleo y sueldo, pero hoy no tengo el humor para soportar nada más. ¡No sé cómo cojones se me ocurrió aceptar este puto empleo! Por el dinero, Eme, ¡recuérdalo! ¡Joder!

      Avanzo de manera tan pausada que incluso a mí me resulta tedioso. Veo otro trozo de tierra revuelta, otra posibilidad más. Saco del cinturón una banderilla y la señalo. Estudio el contorno, resigo la tierra con mis manos, me levanto, avanzo y bajo mis pies escucho el clic inconfundible que se produce al activar la dichosa mina.

      Me quedo unos segundos con el pie en el detonante. Sé muy bien lo que sucederá si lo levanto. El sudor corre libre por mi cuerpo, las lágrimas se arremolinan en los ojos y los cierro en un vano intento de tranquilizarme. No hay vuelta atrás y, si lo hago, todo habrá terminado. Escucho voces lejanas a través del pinga. No le hago caso. Me concentro en la respiración. ¡Joder! ¡Menuda mierda! Sopeso las posibilidades, pero no encuentro ninguna. Dicen que, en estos casos, tu vida pasa por tu mente como una película, pero yo no veo nada. Solo oscuridad. Decido hacerlo rápido e indoloro. ¡Como si eso fuese posible! Me río con sarcasmo. Me llevo las manos al pelo y lo noto más largo de lo habitual. Necesito un recorte. ¡Como si eso importara ahora! ¡Joder, Eme! ¡Céntrate! Bajo la vista al suelo y, aunque tengo muy claro lo que debo hacer, me resisto. Veo en la distancia que mis compañeros se acercan junto al EOD1. ¡Tendría que haber llegado antes! Espero y levanto la mano para que se paren. No hay marcha atrás. Nos miramos mientras ellos niegan y me reprenden lo que voy a hacer, pero creo que es algo irremediable. Corren hacia mí. Levanto el pie…

      Y acto seguido, el detonante.

      ¡BBOOMMGG!

      Siento cómo mi cuerpo se eleva por los aires, floto y no duele nada. Vuelo alto. De repente, noto como la inercia que me empujaba hacia arriba desparece y caigo. Rápido. Mi cuerpo se estrella contra el suelo, pero no siento nada. De inmediato, todo negro. Floto.

      Veo un cuerpo inerte en el suelo mientras inicio un tranquilo vuelo. ¡Es una sensación extraña! Estoy en paz. Y todo se vuelve luz. Y calma.

      Capítulo uno

      «La felicidad no consiste en desear cosas, sino en ser libre».

      Epicteto

      Seis meses antes

      Llegué al aeropuerto de Madrid con una pequeña maleta donde cabían pocas prendas de vestir, pero cargado de ilusiones. Me llevé todo el viaje pensando en las diferentes opciones que barajaría cuando llegase. Tenía una nueva sensación de euforia instalada en el estómago, las típicas mariposillas producidas por los nervios. Una nueva esperanza se abría camino en mi vida y era algo que me gustaba.

      Estaba acostumbrado a recorrer medio mundo con pocas pertenencias, por lo que no tenía que facturar, y los trámites para salir del aeropuerto fueron rápidos. Cogí un taxi y le di la dirección para que me llevase al pequeño apartamento que había alquilado a través de una agencia. No estaba muy seguro de quedarme allí, pero era una buena opción mientras decidía qué hacer con mi vida y buscaba trabajo. Había quedado con la chica de la agencia esa misma tarde.

      —Buenas tardes, señora Ordoñez. Soy Emerson Ward. —Saludé con un apretón de manos a la señora que me esperaba junto a la puerta del viejo edificio de apartamentos.

      —Buenas tardes, señor Ward, espero que haya tenido un agradable vuelo.

      —Sí, gracias. Ha sido tranquilo. Si no le importa, me gustaría ver el apartamento y poder instalarme. Estoy agotado.

      —Sí, claro, entremos.

      La


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