La promesa de Eme. Dani Vera
Las siguientes dos semanas pasaron volando en una rutina que me autoimpuse. Necesitaba dejar atrás la apatía y, para ello, me levantaba al amanecer, corría por El Retiro durante una hora, acudía al gimnasio, consultaba las páginas para buscar trabajo, actualizaba currículo, compraba el diario por si ofrecían algún puesto que no saliese en internet … Todo bastante emocionante.
Los sábados eran otro cantar. No tenía ni tiempo ni ganas de ligar, por lo que localicé varios clubs interesantes donde dar rienda suelta a los instintos más primarios y satisfacer mis necesidades. No precisaba saber el nombre de la chica para follármela como un animal; tan solo sesiones donde la lujuria y el hedonismo estaban presente en cada rincón. Piel, sudor y sexo eran los únicos requisitos para disfrutar de una buena noche; varias personas buscando el propio placer, los besos descontrolados, las caricias furtivas, la excitación al ver los cuerpos desnudos de dos mujeres mientras gozan; sus pechos bamboleándose delante de mí, probar el sabor de su esencia… Delicioso.
Poco a poco me fui acostumbrando a esas rutinas. Desayunaba todos los días en la misma cafetería mientras leía el diario o trasteaba con el móvil y charlaba con la hija del dueño. Entablé cierta amistad con ellos. Eran muy amables.
Ese día acudí con un poco de prisa, ya que tenía que hacer un trabajo para la empresa de Rebeca, mi mejor amiga. Ella vivía en Málaga junto a su marido Edward y su hija Mara. Era un trabajo sencillo. Un cónsul que acudía a la capital española para una reunión y debía ejercer de guardaespaldas; no me gustaba, pero que hacía que pudiese pagar algunas facturas al mes.
—Buenos días, Luis.
—Buenos días, Eme. ¿Lo de siempre? —preguntó mientras me sentaba frente a él en la barra.
—No, ponme solo un café, por favor. Hoy voy con un poco de prisa.
—¿Curro?
—Sí. Solo por hoy, un trabajo sencillo. O al menos, eso espero —contesté con una sonrisa de medio lado, mientras Gema, su hija, me servía el café—. Gracias.
—De nada. Toma, el periódico —me dijo, mientras me ofrecía la publicación.
—Por cierto, Gema, tu tío Agustín llega para la próxima semana. Por fin se ha jubilado —comentó Luis a su hija.
—¿Sí? Ya era hora. Ese hombre cualquier día iba a morir de un infarto. ¿Qué ha hecho con la academia? —le preguntó a su padre con una gran sonrisa de satisfacción en la cara.
—Quiere traspasarla. Así le sacará algo para su jubilación —le respondió Luis, mientras hacía un café.
—Me parece muy buena idea —respondió su hija—. Agustín es el hermano de mi madre. Un policía retirado que montó una academia para preparar a los futuros agentes de la ley. En un principio, era un local pequeño, pero dado el éxito que tenía, tuvo que ampliar el negocio. Es bastante rentable, aunque hace un par de años sufrió un infarto. Está recuperado, aunque ya es hora de que se jubile, disfrute y descanse —me explicó Gema.
Me terminé el café y salí de allí tras despedirme. Tenía que ir a casa, ducharme y cambiarme de ropa para afrontar el día. Antes pasé por la tintorería para recoger el traje de chaqueta negro y la camisa blanca que utilizaba como uniforme. Esperaba que fuese un día tranquilo. Cuando estuve listo, enfundé mi arma en el cinturón y me marché al aeropuerto, donde comenzaba mi servicio.
Mientras los jefes hacían su trabajo, nosotros, que ya nos habíamos encargado de hacer la ruta y asegurar el perímetro, nos reuníamos en una sala preparada para poder estar pendientes de todo. Por suerte, el día pasó sin incidentes y el cónsul estuvo reunido la mayor parte del día, por lo que charlé con el resto de los guardaespaldas de los distintos cónsules. Cuando lo dejé de nuevo en el aeropuerto, regresé a mi casa. Un trabajo que resultó fácil y sin complicaciones.
Al sentarme en el sofá, con una copa en la mano, recordé la conversación de Luis con su hija y comenzó a fraguarse una idea en mi cabeza. ¿Una academia? Quizá no fuese tan descabellada. Aquí no encontraba trabajo, y los pocos que hacía no eran tan satisfactorios como pretendía. Tampoco quería jugarme la vida a cada paso como cuando estaba en el ejército, pero un poco de acción… Y, ¿dirigir una academia tendría la suficiente fuerza como para mantener ese estado de adrenalina que necesitaba en mis venas? No lo sabía, pero tenía que hacer algo. Agotado por el rumbo de mis pensamientos, me acosté.
***
Los días pasaban con una monotonía tan aburrida que era casi desesperante. Llevaba un mes asentado en Madrid y seguía sin conseguir trabajo, uno que fuese estable. Y para colmo, si quería que la capulla de mi polla se levantase, necesitaba tener a dos o más chicas desnudas y dispuestas para mí. Cada vez me costaba más trabajo tener una puta erección y eso me preocupaba mucho. Incluso, en alguna que otra ocasión había tenido que acudir a las dichosas pastillitas para conseguir algo. Tenía la sensación de que me estaba volviendo loco o que envejecía a una velocidad bestial. No quería admitirlo, pero estaba jodido. Tanto que ni tan siquiera había intentado ligar con la hija de Luis. En otro tiempo, lo hubiese hecho solo por divertirme un rato y eso que la chica me miraba con deseo; en varias ocasiones, incluso, me invitó al café o intentó quedar conmigo para tomar unas copas, cosa que rechacé sin tan siquiera pestañear.
Al entrar en la cafetería, vi a Luis junto a un hombre canoso y corpulento, sentados alrededor de una las mesas más alejadas. Al verme, me hizo una seña con la mano para que me acercara.
—Eme, ven, siéntate con nosotros. Toma un café. Te presento a mi cuñado Agustín. —Levantó la mano para llamar la atención de Gema—. ¿Quieres un trozo de tarta de manzana? Está recién hecha.
—Encantado, Agustín. Nunca me negaré a un trozo de tarta, y menos, de manzana. ¡Me encantan! —exclamé un poco más entusiasmado de lo que quise aparentar en un principio.
—La ha hecho mi Gema, le encanta hacer pasteles —me aclaró casi en un susurro—. ¡Niña, trae un trozo de la tarta para el yanqui! —gritó, mientras miraba a su hija que estaba preparando un café.
Me reí por el cariñoso apelativo con el que me llamaba Luis. Era un hombre muy divertido que se pasaba la mayor parte del tiempo en el bar. Su hija ejercía de camarera y su mujer era la cocinera. Y lo hacía de maravilla. Muchos días almorzaba allí y terminaba por llevarme un tupper con la cena.
Gema llegó con el desayuno, me saludó con una sonrisa y volvió a la barra para continuar atendiendo a los clientes. Saboreé un trozo del delicioso pastel, mientras Luis charlaba con su cuñado.
—Sigo preocupado por ese asunto. Ya son tres chicas asesinadas y trae en jaque a la policía. Mis chicos hacen todo lo que pueden, pero cada vez que están cerca de una pista, el muy hijo de puta se escabulle. Es un cabrón muy escurridizo —explicaba Agustín. Eso me llamó la atención. Hasta hace unos instantes había desconectado de la conversación para centrarme en el suculento desayuno.
—La verdad es que es una pena. ¡Esas chicas tan jóvenes y con tanta vida por delante! —dijo Luis, afligido.
—Cierto, pero te puedo asegurar que la policía hace todo lo que está en sus manos. Menos mal que aún no ha transcendido a la prensa. Lo único que hace es avivar el miedo.
—Espero que pillen a ese cabrón. Y cambiando de tema, ¿has encontrado a alguien para el tema de la academia? —preguntó Luis.
—No. Me he entrevistado con varias personas interesadas, pero no llegan a dar el perfil. Quiero traspasársela a alguien que continúe con mi misma filosofía y no lo deje como un simple gimnasio donde se impartan clases de artes marciales. Además, la nave necesitaría una reforma para el próximo proyecto. Quiero que la persona que se haga cargo, lo prosiga. Sabes que esto no es una simple academia.
—Lo sé. Espero que encuentres a alguien.
Durante toda la conversación permanecí callado. No sabía de qué iba el tema, aunque pronto cambiaron, desviando su atención hacia mí.