La promesa de Eme. Dani Vera

La promesa de Eme - Dani Vera


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donde la chica elaboraba los pasteles e inundaba las calles colindantes con el olor de la vainilla y el chocolate, con la manzana asada o la crema pastelera. Era un espectáculo para los sentidos, y el dar un paseo por los alrededores me relajaba, ya que escuchabas el sonido del mar y el olor de la playa entremezclado con el de los pasteles. Sin duda, era un lugar precioso donde establecerme y acostumbrarme a esta vida. Podría ir a bucear, correr por las mañanas en la playa y había localizado un local de ambiente liberal a las afueras, que parecía que tenía muy buena pinta; no lo había visitado, pero no tardaría en hacerlo.

      ***

      Una vez que todo estaba en orden, comencé con mi rutina para poder abrir al público lo antes posible y recuperar algo del dinero invertido. Lo primero que hice fue pintar la fachada, que me llevó más tiempo del esperado. Después arreglé el sistema eléctrico, que estaba en un estado lamentable, y menos mal que todo lo hice yo, porque me habría gastado una pasta. Cambié el viejo tatami por uno nuevo, que encontré por casualidad en internet a muy buen precio, y entrenaba a diario. Eso era algo que no me saltaba por nada del mundo.

      Me hice asiduo de una cafetería que había cerca de casa. Desayunaba allí a diario mientras leía el periódico local. Quería informarme de todo lo que sucedía para poder integrarme.

      —¿Lo de siempre? —preguntó la chica de la barra, mientras servía el café al cliente de la mesa contigua.

      —Sí, gracias.

      —De nada. En un momento estoy con usted.

      —No tengo prisa. ¿Me puede acercar el periódico?

      —Claro, enseguida se lo traigo. —Se acercó a la barra, lo cogió y regresó a mi mesa—. Es una pena lo de la chica. Tan joven y con tanta vida por delante…

      Miré la portada del diario y vi la foto de una chica en blanco y negro. El titular era muy sensacionalista: «Quinta víctima del asesino anónimo». Seguí leyendo la noticia y me apenó pensar en esas cinco mujeres y sus familias. Sus muertes eran crueles, macabras, con violación incluida. En ese momento, la camarera trajo mi pedido y continué leyendo la noticia con interés.

      Tomé el café y un trozo de tarta de manzana que me supo a gloria y, cuando terminé, tras pagar la cuenta, me marché a mi apartamento. Puse música mientras me metía en la ducha. Cuando llevaba allí apenas unos minutos, escuché un golpe que no sabía determinar de dónde provenía. Cerré el grifo y, como no oí nada más, volví a abrirlo y continué. Unos segundos más tarde, los golpes se hicieron un poco más fuertes. Volví a hacer lo mismo, pero nada… silencio. Me enjaboné rápido con la intención de terminar cuanto antes, pero los golpes se volvieron más rudos, fuertes y continuos.

      Sin terminar de enjuagarme, me enrollé una toalla alrededor de la cadera y salí del cuarto de baño, no sin antes resbalar debido al gel de la ducha. Cabreado, fui al salón para averiguar de dónde cojones venían. Apagué la música y agudicé el oído, hasta que los golpes volvieron con más fuerza, además de escuchar los gritos de una persona. Cuando me di cuenta, provenían de la puerta de entrada del apartamento. Corrí hacia allí y abrí sin preguntar.

      —¡Menos mal que se digna a abrir! ¡Llevo más de media hora aporreando la puerta y llamando al timbre! —me chilló una chica. Estaba perplejo, ya que no sabía quién carajo era. Pensé que sería una equivocación. ¿Media hora? ¡Ja!

      —Disculpe, señorita. Creo que se ha confundido —contesté, colmándome de paciencia.

      —¿Vive aquí? —Me miró con cara de espanto.

      —¡Sí, claro! —respondí de inmediato.

      —Entonces, no me he equivocado. ¡Soy la vecina de abajo y ahora mismo tengo una emergencia! —explicó de manera atropellada. Apenas entendía que ocurría.

      —¿La puedo ayu…

      —¡Tengo el cuarto de baño inundado! —exclamó casi gritando y moviendo las manos sin dejar que terminase la frase—. ¡Debe solucionarlo ahora mismo!

      —¿Y por qué tendría que solucionarlo yo? —Cada vez entendía menos.

      —¡Porque usted es el causante de tal desastre! —exclamó como si fuese la cosa más lógica del mundo. ¿Qué yo era el causante de que tuviese el cuarto de baño inundado? ¡Y una mierda!

      —Mire, señorita, déjeme que me ponga algo de ropa, y la acompaño para ver qué podemos hacer. ¿De acuerdo? —Me miró de arriba abajo, recorriendo con su mirada cada centímetro de mi piel, calentándola por el camino. Debía pararlo. Elevé una ceja y me recreé en sus bonitos ojos, que estaban perdidos en mi tatuaje. Cuando se dio cuenta, se sonrojó.

      —Por supuesto, pero, por favor, dese prisa. No tengo todo el día para solucionar este problema.

      —Tardo dos minutos.

      —De acuerdo, lo espero abajo.

      Se giró y se marchó por las escaleras. Pensé que debía llamar al casero para que solucionase el problema. Me vestí con una camiseta y un viejo pantalón de chándal y bajé hasta su casa para ver qué ocurría. Cuando llamé al timbre, escuché los ladridos de un perrito, junto a la voz de mi vecina mandándolo callar. No me había fijado hasta entonces en su cuerpo; era pequeña, con una larga melena morena y su piel bronceada por el sol. Sus espectaculares curvas llamaron de inmediato mi atención. Me quedé embobado mirándola, casi sin prestar atención.

      —¿Va a entrar o se va a quedar ahí mirando como un pasmarote? —preguntó la chica, de la cual no sabía ni su nombre.

      —Disculpe, por supuesto.

      Seguí a mi vecina a través de su apartamento hasta el cuarto de baño. Al darse la vuelta me fijé que tenía un culo espectacular, redondo y respingón. ¡Madre mía, qué trasero! Me obligué a alejar esos pensamientos de mi cabeza y concentrarme en el apartamento de ella. A pesar de tener la misma distribución que el mío, este parecía un hogar. Tenía detalles que le daban calidez. En las paredes del pequeño pasillo colgaban cuadros con imágenes del mar, de la playa, amaneceres, llenos de luces y de colores vivos. Al pasar por el salón parecía una estancia caótica, aun así, todo estaba donde debía. Miré a mi alrededor y a ella; de inmediato, supe que todo eso la representaba a la perfección. En el sofá de dos plazas, un niño pequeño con el pelo moreno y muy rizado jugaba con un coche de juguete, emitiendo sonidos que se asemejaban a un motor.

      —¿Quién eres? —preguntó el renacuajo, que debía tener la misma edad de Mara.

      —El vecino de arriba.

      —¿Y qué haces aquí?

      —Ayudar a tu madre.

      —¿Y cómo sabes que es mi madre? —Vale, me había pillado. No lo sabía y había sacado conclusiones precipitadas.

      —¡Nando! ¡Calla y deja al señor, que va a ayudarme! —gritó la chica. Después me miró—. Disculpe a mi hijo. Es un cotilla. ¡Toby! ¡Calla!

      Vale, era su hijo. Valiente casa de locos. Reí y continué el camino tras ella. El perro continuaba ladrando y siguiendo todos mis movimientos; la chica lo mandaba callar una y otra vez, sin obtener resultado alguno, mientras el niño emitía sonidos cada vez más alto.

      Al llegar al cuarto de baño, todo era un desastre. El agua rezumaba por las paredes y el techo; el suelo estaba anegado. Aquello parecía una piscina. No sabía qué hacer.

      —Lo único que se me ocurre es cerrar la llave de paso general y llamar al casero. No sé si habrá alguna tubería rota.

      —¿No ha cerrado ya la llave de paso? —me preguntó, incrédula.

      —No. Primero quería saber qué es lo que ocurría —respondí.

      —¡Esto es un desastre! ¡Cierre la llave ya! ¡Se me va a caer el techo encima! —exclamó, asustada.

      —¡No se le va a caer el techo! —clamé, desesperado.

      —¡Esto


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