La promesa de Eme. Dani Vera

La promesa de Eme - Dani Vera


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no sea tan impaciente! Voy a llamar de inmediato a mi casero. Mientras, la ayudaré a arreglar este desastre, ¿de acuerdo? ¿Tiene por ahí alguna fregona de más?

      —Por supuesto… Disculpe mi tono, pero estoy muy nerviosa con todo este desastre. Por cierto, me llamo Rocío —se presentó. Alargó la mano para ofrecérmela en un saludo formal.

      —No se preocupe. Es normal. Yo soy Eme. Ahora, si no le importa, voy a mi apartamento para cerrar la llave de paso y la ayudo con todo. —Le ofrecí la mía. Al cogerle la mano noté su suavidad y me fijé en sus dedos manchados de pintura.

      —Perdone que tenga las manos así. Estaba en mi estudio, pintando, cuando ha ocurrido esto —me aclaró, mientras se limpiaba las manos en el pantalón corto que llevaba.

      Mis ojos se fueron de manera irremediable a sus muslos, rellenos pero firmes, donde podía agarrarme. Me quedé sin saber qué más decirle, y además, mi entrepierna estaba empezando a despertar… Era mejor no decir nada, así que negué con la cabeza y salí del cuarto de baño seguido del perrito que no paraba de ladrar. Fui a mi casa, cerré la llave y hablé con el casero. En media hora, me enviaba a un fontanero para que reparase lo que fuese que estuviese dañado y volví a casa de la chica para ayudarla a recoger aquel desastre.

      —He llamado a mi casero, en media hora vendrá alguien para repararlo —le comenté, una vez abrió la puerta de la casa.

      —Perfecto. Gracias. Es que estoy un poco desesperada; dentro de un rato tengo que duchar a Nando y con esto así es imposible —explicó, encogiéndose de hombros. En ese momento me pareció un gesto adorable.

      Durante un buen rato nos dedicamos a recoger agua del suelo; parecía que, al cerrarla, ya no salía. No obstante, observé cómo el techo estaba mojado muy cerca de la lámpara y eso me dio miedo; podría producirse un cortocircuito eléctrico en cualquier momento. Agua y electricidad no eran buena combinación.

      Cuando fui a darme la vuelta para comentárselo resbalé y caí al suelo de la manera más absurda. No me lastimé más allá de mi orgullo, pero cuando miré a Rocío intentaba aguantarse la risa. Me fijé bien en ella. Era una mujer muy guapa y en ese momento tenía un brillo especial en unos ojos chispeantes del color de la miel. Llevaba una camisa suelta blanca, aunque manchada con colores la mayor parte de ella, al igual que sus dedos.

      —¡Ya podrías ayudarme! —exclamé, divertido, olvidando los formalismos que utilizábamos hasta entonces.

      —No me digas que un hombretón como tú necesita la ayuda de una chica para levantarte del suelo —dijo, estallando en carcajadas.

      —No digo que me ayudes a levantarme, pero podrías poner toallas para no resbalarnos —expliqué, y aunque quise ponerme serio, no lo conseguí y también estallé en carcajadas.

      —¡Sí, claro! ¡Y después tener una tonelada de ropa sucia acumulada! ¡Para algo están las fregonas! —espetó, riendo. En ese momento, llamaron al timbre. Ella fue a abrir la puerta mientras yo me incorporaba del suelo.

      —Ya ha llegado el fontanero —me anunció Rocío, mientras entraba en el cuarto de baño con un hombre cargado con una caja de herramientas.

      —Voy a cambiarme de ropa y enseguida vuelvo.

      —De acuerdo. No me moveré de aquí —me dijo, a la vez que me guiñaba un ojo.

      Fui a casa, me puse ropa seca y volví a la suya de inmediato. Había algo en ella que me atrapaba. No sabría determinar qué era; me hacía sonreír. Eso me gustaba mucho, me sentía cómodo con ella.

      Tras varias horas en las que nos dedicamos a secarlo todo, no pudimos terminar, ya que el fontanero debía volver al día siguiente. También tenían que venir albañiles para abrir el suelo de mi apartamento y ver dónde estaba la avería. Todo era más complicado de lo que parecía. Cuando nos dimos cuenta era la hora de cenar.

      —¿Te apetece cenar con nosotros? Voy a pedir una pizza porque no tengo cuerpo para ponerme a cocinar ahora mismo.

      —Me encantaría.

      El niño empezó a dar saltos de alegría en el sofá, pensando en la pizza.

      —¿Quieres una cerveza? —me preguntó una vez que hicimos el pedido.

      —Eso no se pregunta —respondí, guiñándole un ojo.

      Rocío fue hacia el frigorífico y sacó un par de botellines.

      —¿Quieres vaso?

      —No, aquí mismo está perfecto, gracias.

      Tras cenar y acostar al niño, nos quedamos sentados en el salón tomando una cerveza. Rocío puso un poco de música suave y los acordes de Perfect, de Ed Sheeran, flotaron en la estancia, junto con los ladridos del perro, que se estaba convirtiendo en una mosca cojonera. Rocío lo cogió en brazos y lo puso en su regazo, y con las caricias, se calmó.

      —Gracias por ayudarme. Me vi un poco agobiada.

      —No tienes por qué pedir disculpas. Aunque todo ha sido una locura, al final la velada no ha estado mal —le contesté. No sabía cómo actuar con ella y me había quedado un poco cortado, avergonzado. ¡Joder! ¡Yo, el rey de los polvos rápidos! Aunque… había un niño pequeño en la habitación de al lado y eso me impedía avanzar con la madre. ¡Eso era! ¡Seguro!

      —La verdad es que me he divertido…

      —Bueno, me marcho a casa. Mañana tengo que madrugar y mucho trabajo por delante —le dije, mientras me levantaba del sofá y refregaba las manos en los vaqueros. No sabía muy bien cómo actuar. Mis noches siempre terminaban con un: «¡Nena, me lo he pasado genial! ¡Ya te llamaré!».

      Cuando llegué a mi apartamento, tenía una erección de campeonato al recordar la figura redondeada de Rocío, sus carnosas curvas, sus ojos vivos y unos labios rojos que incitaban al pecado… Pero liarme con mi vecina era muy mala idea. Una cosa era follar con una chica y tener algo de una noche, y otra muy distinta con alguien a la que voy a ver todos los días y que sabía dónde vivía. ¡Definitivamente no! ¡De ninguna de las maneras! Al día siguiente me acercaría al club para quitarme las ganas.

      Capítulo tres

      «Son a los que usted puede llamar a las 4 am los que realmente importan».

      Marlene Dietrich

      ROCÍO

      Tuve una mañana de locos. La policía llamó para decirme que habían robado en mi tienda. Menos mal que no estaba, porque a la hora en que robaron, la mayoría de los días, acostumbraba a estar en la trastienda pintando o moldeando en arcilla. Cuando llegué y vi todo alborotado y roto me entraron ganas de llorar por la impotencia. ¿Qué hubiese pasado en el caso de estar allí durante el atraco? Era una pregunta que me hacía una y otra vez.

      Hablé con Clara, mi amiga desde pequeña, que junto a Vane y Cristi formábamos nuestro grupo. Quedé con ellas en una cafetería a la que solíamos ir después de recoger a Nando del cole. Me llevé casi toda la mañana en la comisaría de policía interponiendo la denuncia. Aún tenía el miedo en el cuerpo. Tras charlar unos minutos con mi padre y mentirle de forma descarada para tranquilizarlo, decidí seguir sus consejos e ir a hablar con el nuevo dueño de su gimnasio para dar clases de defensa personal. Entre los robos en los pequeños negocios de la localidad y el asesino que traía de cabeza a la policía, comenzaba a sentir una inseguridad que me volvía loca.

      Por ello, nada más salir de la comisaría cogí mi pequeño coche y me dirigí hacia el polígono industrial donde se ubicaba el gimnasio. Sabía que todavía no estaba abierto al público, pero mi progenitor me aseguró que el encargado iba todas las mañanas para arreglarlo y que estaba haciendo un buen trabajo. Se me hacía raro que mi padre no estuviese por allí. Ese negocio fue su vida y tenía muy buenos recuerdos del lugar. A pesar de la insistencia de mi padre, nunca di clases de defensa personal. Acudía al gimnasio y prefería otras actividades. Era hora de


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