La promesa de Eme. Dani Vera
imagen más cuidada. Llamé a la puerta sin que nadie me respondiera. Volví a tocar con los nudillos sin resultado alguno. Esa era la puerta por donde entraba los clientes; atrás había otra más pequeña por donde solía entrar mi padre y el resto de los monitores que daba acceso directo a las oficinas. Di la vuelta a la nave y me adentré en el pequeño callejón. Siempre me había producido un escalofrío. Era estrecho y de noche no estaba iluminado, lo que le confería un aspecto tétrico. Al tocar con los nudillos, la puerta se desplazó un poco, pero me dio un poco de vergüenza entrar sin pedir permiso, por lo que volví a llamar. Tras un rato de indecisión, me adentré en la pequeña recepción.
—¿Hay alguien? —pregunté al aire. Todo estaba apagado, por lo que la única iluminación era la que entraba por los pequeños ventanales superiores. Me vino a la mente la imagen de las películas de miedo, cuando la protagonista estaba sola en la casa y hablaba como yo lo había hecho, mientras el asesino estaba en la planta inferior.
De repente, escuché el sonido de la música de AC/DC con Highway to hell y, de manera inconsciente, me dirigí hacia allí mientras tarareaba la letra. La música provenía de la sala del ring de boxeo. Al entrar, lo primero que vi fue un chico sin camiseta, con una espalda ancha y musculosa; estaba sudoroso mientras entrenaba con uno de los sacos. Sus movimientos eran ágiles. Había estado el tiempo suficiente en el gimnasio con mi padre para saber que era muy bueno con el saco. No pude articular palabra; estaba hipnotizada con sus brazos. ¿Dije que estaba musculoso? Todo él exudaba masculinidad. La boca se me quedó seca y otras partes que creía muertas revivieron de repente, así, sin avisar. Intenté carraspear para advertir de mi presencia, pero entre la boca acartonada y la música atronadora de AC/DC, no conseguí demasiado. Así que adelanté unos pasos y me adentré un poco más en la sala. Me daba la impresión de ser una ladrona, de estar haciendo algo malo.
De repente, como si lo hubiese invocado, ese adonis, ese dios griego que provocaba que mi imaginación se disparase, se dio la vuelta, dejándome sin respiración. ¡Por el santísimo cristo del abdominal! Si de espaldas estaba bueno… No podía apartar mi vista de aquella tableta de chocolate. Sin quererlo, mis ojos bajaron a la cinturilla de sus pantalones, caídos de la forma más sexi y que descubría lo que era el principio de un tatuaje que soñaba con lamerlo…
—Rocío, ¿qué haces aquí? —me preguntó una voz conocida.
Cuando mis ojos subieron hasta su cara, me di cuenta de que el chico que había cogido el negocio de papá no era otro que Eme, mi vecino. Me hubiera percatado antes si no estuviese entretenida en otras partes de su anatomía, que no vi el día que estuvimos recogiendo agua en mi apartamento, a pesar de que en un principio me recibió con tan solo una toalla enrollada en su cintura. Pero estaba tan agobiada que no le presté la suficiente atención.
—Eh… ¡Vaya, no sabía que fueras el nuevo dueño! Quería dar clases de defensa personal y pensé que este sería el mejor lugar para hacerlo —logré explicar para no quedar como una idiota. Aunque Eme me miraba con una expresión divertida en la cara.
—Claro. No me importará, aunque no está abierto al público. Todavía me queda trabajo por hacer y el vestuario femenino está entre las prioridades. Si no te importa que el local esté en obras, por mí no hay ningún problema. ¿Cuándo quieres empezar? —me dijo, acercándose de manera peligrosa. Estaba claro que, cuando estuvo en casa, no me fijé bien en él. Y en ese instante no me perdía detalle.
—Cuanto antes mejor. Anoche robaron en mi local a una hora en la que acostumbro a estar dentro del estudio. Me da miedo que se repita y me pille allí —admití un poco avergonzada. No me gustaba sentirme débil.
—Está bien. Dime qué horario te viene bien y entrenamos a esa hora. ¿Sueles hacer ejercicio de manera habitual? —me preguntó, recorriendo mi cuerpo con una mirada hambrienta y nada disimulada que provocó que me calentara el alma y la entrepierna.
—¿Piensas que porque tengo unos kilos de más no puedo estar en forma? —pregunté de manera desairada. Sabía que no lo había dicho por eso, pero necesitaba poner un poco de distancia. Además, ver su cara de perplejidad no tenía precio. Me estaba divirtiendo.
—No, por favor. Discúlpame si he dado pie a que se malinterprete. Es tan simple como saber por dónde debemos empezar el entrenamiento —dijo de manera atropellada con las manos arriba y las palmas hacia afuera en son de paz. Carraspeó y se puso serio.
—No pasa nada. Es que estoy acostumbrada a ese tipo de comentarios. Y no me hacen daño, que conste; es más, me los paso por el co… digo… que me los paso por el forro de los pantalones —dije de la manera más adusta posible, intentando aguantar la carcajada que tenía en la garganta.
—Las personas que hacen ese tipo de cánones de belleza son gilipollas. La mujer es bonita porque es mujer, así de simple, independientemente de su talla —alegó sin más. La que carraspeé fui yo, para salir de ese estado de ensoñación en el que estaba entrando. ¡Por favor! Babeaba como una quinceañera. Estaba claro que los entrenamientos iban a ser muy duros.
—¿Te parece bien tres días a la semana por la mañana? Así puedo venir después de dejar a Nando en el cole y antes de abrir la tienda —apunté. Por mí, vendría todos los días, pero mi economía no me lo iba a permitir. Además, si quería verlo más a menudo, siempre podía ir a pedirle café o azúcar o que me echara un polvo… ¡Otra vez desvarío!
—Me parece perfecto. ¿Lunes, miércoles y viernes? —preguntó. Asentí con un movimiento de cabeza. Iba a decir algo más, pero su teléfono sonó en ese momento.
—¡Dime, Rebeca! —contestó con demasiada alegría para mi desgracia.
¿Sería alguna novia? Con lo bueno que estaba no me extrañaría. Le hice una señal con la mano y me marché; continuaba hablando y riendo por teléfono. Debía recoger a Nando del cole y reunirme con mis amigas. No me daba tiempo a comer nada, pero ya tomaría algo en la cafetería. Nando había almorzado en el cole, pero a mí, con todo el jaleo, no me dio tiempo.
Al entrar, mis amigas, Vane, Cristi y Clara, ya habían llegado. Se reían de algo con Pepe, el camarero. Ninguna de las cuatro teníamos una figura esbelta, ni éramos altas; más bien, cuando la naturaleza repartió la belleza, nosotras estábamos juntas de cachondeo en algún lugar tomando unos mojitos. En cambio, nunca nos faltó un ligue. Ellas sabían sacarse partido; yo, ni eso. Y me daba igual. Lo que sí teníamos era una amistad incondicional desde niñas.
Cuando crucé la cafetería con Nando de la mano, todas miraron en mi dirección como si las hubiese invocado. El local contaba con una zona habilitada para niños, por eso nos gustaba quedar allí.
—Cielo, corre hacia las colchonetas. Te voy a pedir la merienda. ¿Quieres un batido de chocolate tamaño extragrande? —le pregunté a Nando, inclinándome para quedar a su altura.
—¡¡Sí!! ¡¡Y un trozo de tarta de manzana!! ¿Puede ser? —preguntó casi en una súplica.
—Claro, ahora mismo te lo pido. Pero esta noche debes comerte toda la verdura. ¿Trato hecho? —le dije poniendo la mano para chocarla con la de él.
—Trato hecho —exclamó, alegre, mientras chocaba los cinco conmigo para cerrar el acuerdo.
Suspiré mientras lo vi alejarse hacia la zona infantil y me acerqué a la mesa donde estaban mis amigas. Después de saludarnos, pedir la merienda al niño y algo para mí, comenzamos a hablar todas de manera atropellada, como siempre ocurría cuando nos reuníamos.
—¿Qué te ha dicho la policía? —preguntó Clara.
—¿Te han robado mucho? Mira que te digo veces que no dejes el dinero del día en la tienda. ¿Cuándo nos vas a hacer caso? —Esa era Vane, tan maternal como siempre. Era la amiga que siempre te daba consejos de madre.
—¿Había algún poli buenorro? —preguntó Cristi. Siempre intentaba emparejarme con alguien, aunque la realidad era que todas estábamos solas por un motivo u otro.
Cristi no se había casado, pero acababa de salir de una