La promesa de Eme. Dani Vera

La promesa de Eme - Dani Vera


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en ellos y eso que siempre se los había visto con ropa. Pero tengo mucha imaginación.

      Las chicas tenían tanto aguante como yo; la pelirroja parecía contorsionista del Circo del Sol, por lo que pasamos una noche gloriosa. Digna de repetir y de tener grandes erecciones solo con el recuerdo.

      Cuando salí del local estaba amaneciendo. Me fui a casa, tenía que descansar. Con suerte podría hacerlo, al menos, un par de horas. Me quedaba mucho trabajo aún por hacer en la nave; la reforma se complicaba por momentos. Tocaba aislar las paredes para que no entrase humedad y poder pintarlas.

      Lo primero que hice al llegar fue darme una ducha, ya que necesitaba quitarme el olor a sexo. Al meterme en la cama, me quedé dormido del tirón, no sin antes poner el despertador, porque con lo cansado que estaba era capaz de no despertarme. Escuchaba los ladridos de Toby en la lejanía, pero estaba tan agotado que no era capaz de levantarme. ¡Qué cojones le pasaba ahora al animal!

      ¡Y ahora el timbre! ¡Joder! ¡Estoy durmiendo! Me di la vuelta y seguí a lo mío. Pero no había manera. Un timbre, dos, un golpe en la puerta, otro más… El sonido del móvil, los insistentes ladridos del jodido perro… ¡Joder! ¡Agggghhhh! «¡No hay quien duerma!».

      Me levanté de mala leche. Miré el reloj y apenas había dormido media hora. Tenía una llamada perdida de un número desconocido. Fui hasta la puerta y, al abrirla, me encontré con Rocío. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto, balbuceaba y no se le entendía lo que decía.

      —Shhhh. Tranquila, así no comprendo lo que me dices. —Intenté calmarla. La abracé, cerré la puerta de casa y dejé que se desahogara—. ¿Le ha ocurrido algo a Nando?

      Fue lo primero que se me pasó por la cabeza; ella lo negó con un movimiento de cabeza. Continué acariciando su cabello, esperando el momento que se viera preparada para explicarme el porqué de su estado. La senté en el sofá de casa y fui a la cocina para preparar una tila. Cuando lo tuve todo listo, lo llevé al salón y me senté a su lado. Cogió la taza con las dos manos, calentándolas con el calor que desprendía. Se aferraba al recipiente como si de ello dependiese su vida. Le dio un sorbo y poco a poco, conforme bebía, su respiración se fue tranquilizando.

      —Es mi padre. Ha sufrido un infarto —sentenció, aún con la voz tomada y entrecortada por el llanto.

      —¿Es grave? —pregunté con precaución.

      —Lo están interviniendo en este momento. Me gustaría ir al hospital, pero la señora Rosa, que es quien suele quedarse con Nando, no puede. Me preguntaba…

      —¿Si puedo quedarme con él? —pregunté. Asentí.

      —Te lo agradezco mucho. Ahora mismo está en el cole. Se lo pediría a mis amigas, pero todas trabajan hoy —aclaró, mientras subía los hombros.

      —No te preocupes. Yo me encargo de él. Tú solo céntrate en tu padre —le dije de manera suave. Deseaba tranquilizarla.

      —Nando almuerza todos los días en el comedor. Lo recojo a las cinco de la tarde. Suelo llevarlo a jugar al parque, le doy la merienda, regresamos a casa, hacemos los deberes…

      —¡Para, para! —le dije con las palmas de las manos hacia arriba—. Apúntalo todo. No creo que recuerde ni la mitad de lo que me has dicho.

      Rocío esbozó una pequeña sonrisa, aunque no era como las que ella acostumbraba a tener, esas que le iluminaban el rostro. No era mucho, pero sí algo. Una vez que terminó de tomarse la tila, la acerqué al hospital en la moto, ya que no estaba en condiciones para conducir. Además, aquí todo estaba relativamente cerca.

      Me fui al gimnasio a trabajar un poco. Inauguraba en un par de semanas y todo debía estar listo. Estaba preparando también una pequeña recepción de inauguración. Vendría Rebeca con su marido y la niña. Tenía ganas de verlos, aunque hablábamos casi todos los días. Agustín me había ayudado con los contactos que él tenía dentro de la policía, del ejército y de los legionarios, ya que había un cuartel muy cerca. Teníamos los contratos firmados y vendrían altos cargos para supervisar las instalaciones; que todo se hiciese según los protocolos. Estaba entusiasmado con la idea.

      Le dediqué más horas de lo que en un principio estipulaba a la dichosa pared que tenía humedad. Debía rascarla, aplicar el producto, lijar determinadas zonas y pintarla una vez que se hubiese secado. Esa era la estancia más espaciosa y luminosa de todas, por lo que la emplearía para las máquinas de entrenamientos; sería la más visitada por la gente de a pie, personas que vendrían un par de veces a la semana para entrenar, tonificar o coger musculatura. El resto, incluida la sala de tiro, eran áreas exclusivas para los entrenamientos del nuevo proyecto.

      Cuando me quise dar cuenta era la hora de recoger a Nando. Como una exhalación, cerré todo, cogí la moto y me fui al cole. Al llegar, todavía no habían abierto las puertas. Aparqué, dejé el casco en el portaequipaje y me fui a esperar al lado de un grupo de mujeres. Si ellas estaban allí, sería por algo. Mi mente divagó sobre los hijos y cómo te cambian la vida. Los niños te condicionan y coartan la libertad. Disfrutaba de una independencia que no tendría si fuese padre. Me gustaba mi vida tal y como era. Tenía un trabajo estimulante, un apartamento donde regresar, una vecina, estaba conociendo gente nueva y podía ir al club siempre que quisiera follar. Sin darme cuenta, la puerta se abrió y los niños comenzaron a salir. Nando llegó hasta mí y tiró de mi camiseta para llamar la atención.

      —Hola. ¿Dónde está mamá?

      —Mamá está con tu abuelo. Se encontraba mal y lo han llevado al hospital para que lo curen y lo cuiden—. El niño cabeceó de manera suave.

      —¿Por qué hablas raro? —No pude evitarlo y estallé en una carcajada. Madre mía, el niño era cómo su madre.

      —No hablo raro. Es que no soy español y, aunque domino bien el idioma, el acento no me lo puedo quitar. —Nando volvió a asentir.

      —¿Por qué las madres te miran de esa forma?

      —¿De qué forma? —No entendía lo que me quería decir.

      —Como si fueses el último pastel de manzana de toda la pastelería.

      ¡Joder con el niño! Este era peor que Mara. ¡Y eso era mucho decir! Durante un rato, estuve riéndome a carcajadas. ¿Qué cojones le iba a explicar al niño? La mejor táctica era cambiar de tema, jugar al despiste.

      —Hablando de pasteles, ¿te apetece que vayamos a tomar uno?

      —¡Sí! —exclamó, entusiasmado. Parecía que la técnica había resultado.

      Nos dirigimos a una cafetería cercana donde servían trozos de tartas caseras. Ya había estado en alguna otra ocasión y estaban deliciosas. Hicimos el pedido y nos sentamos en la terraza.

      —Tu mamá me ha dicho que después de jugar en el parque toca hacer los deberes. —Rocío me comentó que siempre se hacía el remolón y le costaba empezar.

      —Bueno, mamá siempre me deja jugar un ratito antes.

      —Eso no es lo que me ha dicho. —Intenté ponerme serio.

      —¿No cuela? —Aquí no pude más y estallé en una gran carcajada. Este crío era la hostia.

      —No. No cuela colega. Termina de tomarte la tarta de manzana y el batido de chocolate y nos vamos un rato a jugar a los columpios —le propuse.

      —Y en vez de jugar a los columpios, ¿por qué no jugamos al fútbol? —me preguntó con un brillo especial en los ojos.

      —Mucho me temo que yo no sé jugar al fútbol europeo. Recuerda que soy americano. —Pude notar un poco de decepción en sus ojos y no me gustó. No se debería decepcionar así a un niño.

      —No pasa nada —contestó, resignado.

      —¿No juegas al fútbol con tu papá? —le pregunté con mucho tacto. Nada más preguntarlo, me arrepentí. No sabía nada de la vida de Rocío, podía ser separada o divorciada, incluso viuda, y yo aquí,


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