La promesa de Eme. Dani Vera
momento, me costaba trabajo tragar y estaba tan dura como la suela de un zapato. ¡Joder! Comencé a toser, me faltaba la respiración, y mientras, Nando me miraba con cara de no saber qué hacer.
Intenté relajarme. ¡Joder! ¡Era solo un crío! ¡No sabía qué decía! Tomé un poco de agua antes de volver a hablar. En realidad, me tomé el vaso entero. Deseé desaparecer. Después de unos angustiosos y largos segundos, en los que medité la respuesta para no herir sus sentimientos, comencé a hablar.
—No es cuestión de que quiera o no ser tu padre. Padre o madre no es quien engendra, sino quien cría. ¿Lo entiendes? —Hice una pausa para que fuese asimilando mis palabras—. Tu mamá está haciendo un trabajo fantástico contigo. Te cuida, te lleva al cole, se preocupa por ti, juega contigo… No necesitas nada más para ser feliz. Y si tu papá no quiere verte, él se lo pierde. —Le revolví el pelo y pagué la cuenta para marcharnos a los columpios.
Le cogí de la mano y cruzamos la carretera. Nando iba dándole vueltas a lo que le había dicho, casi podía ver los engranajes de su cabecita.
—Pero mamá no sabe jugar al fútbol como los papás. Veo a los otros niños que juegan con sus padres o los llevan a los partidos y me da envidia.
—¿Le has preguntado a mamá si quiere jugar contigo? Estoy seguro de que estará encantada de hacerlo. Y yo, aunque no sea tú papá, también puedo aprender. Podrías enseñarme. Soy muy bueno con los deportes, ¿sabes?
Nando se quedó pensativo de nuevo, me miró y no dijo nada, solo afirmó. El resto de la tarde pasó en un suspiro. Definitivamente, lo mío no era tener hijos. Estaba agotado entre las sumas y las restas, la lectura, la ducha del chico, la cena… No sabía cómo se las apañaba Rocío. Ella no tenía nadie con quién compartir esos momentos. Y la admiré por ello. Era una mujer muy valiente.
Cuando llegó del hospital, Nando dormía. Le preparé algo ligero para que tuviese algún alimento. Estaba seguro de que no tendría ganas ni cuerpo para cocinar. Cenó mientras me explicaba que a su padre le habían colocado un stent y que debía transcurrir un mínimo de setenta y dos horas para pasarlo a planta.
Durante los siguientes tres días establecimos rutinas donde Rocío se quedaba con su padre, mientras yo lo hacía con Nando. Ese día, al llegar Rocío a casa, al rato, me marché a la mía. Por el camino, me sonó el móvil. Me extrañó mucho cuando miré la pantalla y vi en ella el nombre de Agustín, por lo que descolgué de inmediato.
—Dime, Agustín.
—Estoy en el hospital. Por favor, necesito hablar contigo. ¿Puedes venir a verme?
—Por supuesto.
Me dio el número de la planta y el hospital donde se encontraba. Cogí la moto y me marché de inmediato hacia allí. Cuando entré en la habitación estaba sentado y una enfermera le tomaba la tensión.
—Agustín, ¿qué te ha ocurrido? —pregunté, extrañado.
—Me ha dado un infarto. Ya sabes que no es el primero. Esta vez, la cosa era un poco más grave, por lo que decidieron colocarme un stent. Creí que me moría.
—¡Qué dices! Aún te queda por dar mucha guerra. Pero, dime, ¿necesitas algo? Porque no creo que me llames para ver mi careto —dije para quitar un poco de hierro al asunto. Era la segunda persona que escuchaba en los últimos días a quien le ponían un stent. ¿Lo tenían de oferta? ¿Un dos por uno como en los supermercados?
—Bueno, esto es como un hotel. Te ponen esta pulserita y es un todo incluido. Pero no te llamaba por eso… —Hizo una pausa y tomó un poco de agua de un vasito de plástico que tenía en la mesilla—. Hoy me he acojonado de verdad. Por un momento pensé que no viviría. Ya sé que me vas a decir que son delirios de un viejo, pero me preocupan mi hija y mi nieto. No tienen a nadie más. Están muy solos y si algo me pasara…
—No te va a pasar nada, Agustín —interrumpí. No me gustaban nada los derroteros que tomaba esto—. Todavía te queda mucha guerra que dar.
—Eso espero. Pero la vida da muchas vueltas y no hace falta que te mueras para que desaparezcas de la vida de una persona de la noche a la mañana. —No sabía qué carajo quería decir—. Creo que eres buena persona y un hombre de fiar. Uno que se viste por los pies —¿Por dónde cojones quería que me vistiera? No creo que me pueda poner unos pantalones por la cabeza. Cada vez estaba más perdido. Era un enfermo, por lo que me obligué a atenderlo y prestarle atención—. Solo te pido que, en caso de que a mí me pase cualquier cosa, ayudes en todo lo que puedas a mi hija. Se siente muy sola y mi nietecito es tan pequeño… Estoy tan arrepentido… Prométeme que los cuidarás.
Parecía… desesperado. Era algo importante para él. No conocía a su hija y… ¡Joder! Era una promesa que implicaba mucho compromiso. Cuidar de una mujer y su hijo… ¡Joder, joder, joder! ¡JODER! Tomé una fuerte bocanada de aire, intenté relajarme, pero me fue imposible… Sin darle ninguna explicación, salí de la habitación dispuesto a marcharme. Era una gran responsabilidad. El tipo de compromiso del que yo siempre había huido. Necesitaba pensar.
Salí del hospital y, solo cruzar la puerta de la calle, comencé a coger bocanadas de aire. Parecía un pez fuera del agua. «¡Me cago en la puta!». Cogí la moto, arranqué y me marché. Debía sopesarlo bien. No podía tomar una decisión como esa a la ligera. Pero era alguien indefenso. Un niño pequeño… Como yo cuando… Alejé esos pensamientos. No necesitaba recordarlos de nuevo. No lo podía dejar tirado, ¿no? Eso es de ser muy desalmado. A un chico se le cuida y se le quiere. Si no… «¡Mierda! ¡No puedo dejar de pensar en él! Aunque tiene a su madre. ¿Y si le pasase algo a ella? ¿Con quién se quedaría?».
Empecé a notar una presión molesta en el pecho. Me costaba trabajo respirar y la sensación de ahogo se intensificaba con cada segundo que recordaba a su nieto. No, no era capaz de dejar tirado a un niño. Debía hacer algo.
Pasé horas en las que solo podía pensar en esa personita, que no conocía de nada, pero que me angustiaba que sintiese esa sensación tan devastadora que es la soledad. No, no podía permitirlo. Casi sin darme cuenta, había llegado de nuevo a la habitación del hospital.
—Antes de prometerte nada, me gustaría conocerlos —le dije nada más entrar.
—Eme, ya los conoces —me dijo con voz cansada. Estaba acostado en la cama del hospital y se le veía… triste.
—¿Cómo que ya los conozco? Yo no conozco a tu hija, y menos a tu nieto.
—No es lo que me ha comentado Rocío.
—¿Rocío es tu hija?
Capítulo seis
«Un verdadero amigo es aquel quien se acerca a ti cuando el resto del mundo te abandona».
Walter Winchell
Me sorprendí mucho al enterarme de que Rocío era la hija de Agustín. Ahora sabía el motivo por el que ella acudió a mí, en lugar de cualquier otro gimnasio que tuviese más cerca. En ese momento no lo pensé, pero, claro, tampoco es que razonase mucho cuando la tenía delante.
—Eme, ¿estás aquí? Te has quedado blanco. —Escuché la voz lejana de Agustín.
—Eh… Sí, disculpa. Solo estoy sorprendido —contesté, distraído.
—¿Estás seguro? ¿Quieres un poco de agua?
—No. Estoy bien. Ahora contéstame, Agustín. ¿Por qué quieres que cuide de ellos? Por lo poco que conozco a Rocío es una mujer que se vale por sí misma, fuerte, independiente. Además, según me ha contado ella, tiene muy buenas amigas.
—Mi niña no necesita ningún hombre a su lado, que la proteja o que la cuide. Se basta ella sola para criar a su hijo, llevar adelante su negocio y vivir como quiere. No es esa la protección que te pido.
—¿Entonces? No te entiendo.
—Solo pretendo que la ayudes cuando lo necesite, le