Cartas de un humanista (II). Santo Tomás Moro
querido Peter, que, al tener mucha parte del trabajo ya facilitada, apenas me quedaba nada por hacer. De otra forma, la tarea de pensar y organizar este tema podría haber requerido bastante tiempo y estudio, incluso para un talento no pequeño ni poco preparado. Y si hubiese sido necesario que el tema se escribiera no solo con elegancia sino también con veracidad, eso realmente me habría superado, por más tiempo y esfuerzo que le hubiera consagrado. Ahora, sin embargo, puesto que estoy liberado de esas preocupaciones que tanto esfuerzo provocan, solo resta escribir sencillamente lo que había oído: algo realmente fácil. Con todo, y aunque esta tarea no representaba apenas esfuerzo, al tener que estar ocupado en tantas otras labores, estas apenas me dejaban tiempo libre. Así, mientras que estoy dedicado con frecuencia a asuntos legales defendiendo, escuchando, pronunciando laudos como árbitro o dictando sentencias como juez; mientras que tengo que hacer visitas de cortesía o por trabajo; mientras que estoy casi todo el día ocupado con gente de fuera y el resto con los míos, queda lo demás —nada— para mí, o sea, para las letras.
3. De modo que, cuando vuelvo a casa, tengo que hablar con mi esposa, charlar con mis hijos y resolver asuntos con los criados. Todo esto lo considero parte de mis deberes, que es necesario atender, a menos que quieras ser un extraño en tu propia casa; y es muy necesario tratar con todo el agrado que puedas a quienes la naturaleza ha puesto a tu lado, o el azar ha hecho que estén cerca de ti, o a los que tú mismo has elegido, pero de forma que no los estropees con tu afabilidad en el trato o conviertas a los criados en señores por tu excesiva indulgencia. Entre estas cosas que comento transcurren los días, los meses, los años.
4. ¿Cuándo escribir, entonces? Y no he dicho nada del sueño ni de la comida, que para muchos lleva casi tanto tiempo como el propio sueño, el cual consume prácticamente la mitad de nuestra vida. Pues yo solo consigo tener el tiempo que le robo al sueño y a la comida[7], que, aunque es bien poco —y de ahí mi lentitud— he conseguido en ese escaso espacio terminar la Utopía y enviártela, querido Peter, para que la leas y me hagas ver si hay algo que se me haya escapado. Pues, aunque en esto tengo bastante confianza en mí mismo —ojalá que tuviera el juicio y el conocimiento a la altura de la memoria, de la que no ando escaso[8]—, no me fío del todo como para estar seguro de que no he olvidado nada.
5. Pues mi pupilo John Clement[9] —que, como sabes, estaba también presente en la conversación y quien no quiero que pierda ninguna que pueda reportarle algún provecho— me ha puesto en una gran duda; él es esa planta que ha comenzado a verdear[10] en el conocimiento de las letras latinas y griegas, que espero que una vez llegue a ser frondosa. Así, por lo que recuerdo, Hythlodeo había contado que el puente Amauroto[11], por donde se cruza el río Anhidro[12], tenía quinientos pasos de longitud, pero mi John dice que hay que restar doscientos, puesto que la anchura del río no tiene allí más de trescientos pasos[13]. Te ruego que hagas memoria sobre este punto. Pues si coincides con él, yo estaré de acuerdo y consideraré que ha sido una equivocación mía; pero si no lo recuerdas, mantendré, como hice, lo que me parece recordar, ya que lo que más me preocupa es que no haya ninguna cosa errónea en el libro, y si hay algo dudoso, mejor decir algo falso y no una mentira[14]: prefiero ser honesto antes que ingenioso.
6. De todos modos, sería fácil poner remedio a este mal si le preguntaras al propio Rafael, ya sea en persona o por carta; es necesario que lo hagas también por otro inconveniente que nos ha salido al paso, no sé si más bien por mi culpa, por la tuya o por la de Rafael mismo: el caso es que no se nos ha ocurrido preguntar —ni a él decir— en qué parte del nuevo mundo se encuentra Utopía. Estaría dispuesto a pagar una buena cantidad de dinero para remediar este descuido: porque me avergüenza no saber en qué mar está la isla de la que tanto he escrito y porque hay algunos entre nosotros, y en particular un piadoso varón teólogo de profesión[15] a quien consume el deseo de ir a Utopía, no por el vano placer de explorar cosas nuevas sino para fomentar y propagar nuestra religión, ya felizmente implantada allí. Para hacerlo correctamente, ha decidido arreglar las cosas para ser enviado allá por el Papa e incluso ser nombrado obispo de los utopienses: no siente escrúpulo alguno de hacer esta petición del episcopado para sí mismo, puesto que lo considera una santa ambición que no se debe a una búsqueda de honores o provecho, sino que nace de un piadoso celo.
7. Por tanto te ruego, querido Peter, que te pongas en contacto con Hythlodeo, si buenamente puedes en persona —y si no está ahí, por carta— y te asegures de que no hay en mi libro nada falso o que omita la verdad. Y no sé si no sería mejor enseñarle el libro, pues no hay nadie más a propósito para corregir algún error que haya en él, aunque no podrá hacerlo si no lee con cuidado lo que he escrito. Además, de ese modo será posible que descubras si acoge con gusto o lleva mal que haya escrito yo esta obra. Pues si él ha pensado hacer su propia narración, quizá no quiera que la haga yo, y ciertamente no desearía arrebatar la flor y gracia de una historia novedosa al dar a conocer yo la república de los utopienses.
8. Con todo, para ser sincero, ni siquiera he decidido aún si voy a publicar esto o no. Pues, en efecto, tan variados son los gustos de los mortales, tan enfadadizos los temperamentos de algunos, tan ingratas sus disposiciones, tan absurdos sus juicios, que parece que se entienden mejor con quienes, alegres y bulliciosos, se dejan llevar por sus inclinaciones naturales que con quienes se aplican con verdaderos esfuerzos a publicar algo que pueda ser útil o placentero a gente despreciativa e ingrata. Saben poco de letras; muchos las desprecian. El bárbaro rechaza como trabajoso lo que no es completamente bárbaro. Los pedantes desprecian como trivial lo que no está plagado de palabras desusadas. A algunos solo les agrada lo antiguo, a muchos únicamente lo que ellos escriben. Uno es tan sombrío que no admite un chiste, aquel otro tan insulso que no soporta una broma. Algunos son tan chatos que rehúyen la sátira como el perro rabioso el agua. Hasta tal punto son volubles algunos que aprueban una cosa cuando están sentados y otra distinta cuando están en pie[16].
9. Estos se sientan en las tabernas y entre copa y copa hacen juicios sobre el talento de los escritores, y los condenan llenos de autoridad, por más que lo hacen a capricho, pellizcando en sus obras como si de un pelo se tratara, mientras que ellos permanecen seguros, y como suele decirse, fuera de tiro[17]. La verdad es que esos buenos hombres están tan afeitados y rapados[18] que no tienen un pelo por donde se les pueda coger.
10. Hay además algunos tan ingratos que, aunque les agrade mucho una obra, sin embargo no aprecian a su autor en absoluto. No se diferencian mucho de los convidados rudos que una vez que han sido espléndidamente agasajados con un opíparo banquete, abandonan finalmente la casa sin dar siquiera las gracias a quienes los han invitado. ¡Ponte tú a preparar ahora un banquete a tus expensas para gente de paladar tan delicado, de gusto tan variado, de espíritu tan poco olvidadizo y agradecido![19].
11. Sin embargo, querido Peter, trata lo que te dije con Hythlodeo. Después, podré pensar de nuevo sobre todo este proyecto. Aunque se llevará a cabo si él da su aprobación —por más que como he acabado la redacción del libro, creo que ahora es tarde para eso—, en todo lo demás seguiré el consejo de mis amigos, y sobre todo el tuyo. Que estés bien, queridísimo Peter Giles, junto con tu excelente esposa[20]; que tu afecto hacía mí sea como el de siempre, pues mi cariño hacia ti es mayor cada día.
[1] Como se indicaba en la introducción general, excepto cuando se indique lo contrario, se opta por no castellanizar los nombres propios que aparecen en el texto de las cartas que aquí se traducen, sobre todo si con ello se ofrece una denominación de los personajes menos familiar. En el caso del destinatario de esta carta (Pieter Gillis), la forma inglesa es realmente la más conocida.
[2] Sobre los problemas que plantea esta cronología, cf. Surtz & Hexter (1993: ad loc.), Logan et al. (2006: xx-xxii).
[3] Se hace referencia a tres partes y momentos fundamentales de la práctica de la retórica clásica, recogida por muchos escritores posteriores: la inuentio, la dispositio y la elocutio.
[4] sc. Rafael