Manuel Rojas. María José Barros
en este artículo, donde lo que me importa no es el vanguardismo literario, sino que el imaginario de lo abierto, el cual explica por qué el narrador focalizado en Aniceto no ha podido fijarse en las figuras quietas en el interior de sus precarias piezas, pues estas solo le interesan en los espacios exteriores del trabajo y el movimiento: “Yo no los conozco: solo los conozco en las calles y en los caminos, en las cárceles, en los puertos, la cordillera, la pampa, la vida y el trabajo, el aire libre, menos en los calabozos, en donde no hay trabajos ni aire” (La oscura 326). A el hijo de ladrón no le interesa la vida morosa, cíclica y en cierto modo estática del conventillo tal como la describe José Santos Gutiérrez: “El vecino Manuel ha dejado de hacer humitas y ha vuelto a hacer cocinas de hojalata. / Esto dista mucho de alegrarme. Tal vez me desespere un tanto. Es inverosímil creer que en los días transcurridos se haya modificado su carácter” (325). Solo los seres en movimiento, que deambulan, luchan y trabajan, son un tema de conocimiento para el narrador.
El manicomio
Después de arreglárselas, en Valparaíso, con el pícaro Chambeco y con el joven Narciso pidiendo comida para la olla del pobre, creada para alimentar a los trabajadores cesantes que han venido del norte luego del cierre de las salitreras, Aniceto regresa a Santiago, donde es involucrado por un médico y un compañero anarquista en la misión de ayudar a escapar del manicomio a un hermano de este último, Miguel, que mató sin querer a un policía y que se hizo pasar por loco para escapar de la prisión. Para ello el joven argentino ocupa un puesto como aseador.
El manicomio es representado con los rasgos de pobreza del conventillo —es viejo y sucio; sus paredes de adobe se están desarmando—, pero no me detendré en este aspecto, sino en otros dos que me interesa destacar: la observación desde fuera que Aniceto hace del edificio y su denominación, mientras se encuentra trabajando en él, de Imbunche, pues ellos me permiten profundizar en la inserción de la tetralogía en el imaginario de lo abierto.
Así, recordemos, por una parte la obra que podría proponerse como la inicial de este imaginario, Don Guillermo, en la cual El Chivato encarcela en una cueva a los incautos y los imbuncha, y por otra parte, consideremos otra novela de la serie, Martín Rivas, cuya escena inicial está enfocada en la observación que hace el joven nortino del exterior de la casa de la familia Encina a la cual quiere entrar. A ello podemos agregar que también en el relato de Lastarria la historia se inicia con una escena humorística en la que el narrador se pregunta insistentemente sobre el modo en que el protagonista inglés entró en el bar El Águila, otra suerte de cueva40.
Así el sanatorio es descrito inicialmente tal como lo ve Aniceto desde afuera, como una gran cárcel, cerrado y como de terror: “Y allí estaba, en la calle Olivos, cerca de la puerta de entrada de la Casa de Orates: el edificio era pesado, de adobes o de ladrillos, pesado de aspecto, pesado de impresión; parecía un edificio visto en una pesadilla, cerrado, muros altos, sin esperanza ni perspectiva” (La oscura 167). A continuación se lo compara con otros espacios a los que Foucault ha catalogado como heterotópicos41: “el cementerio, la comisaría, la morgue, la cárcel, el hospital”, pero mientras de algunos de ellos “se puede salir”, “no se puede salir, absolutamente no se puede salir, del cementerio, de la morgue ni de la casa de Orates” (167).
Vemos aquí el manicomio, en el imaginario de lo abierto, considerado como una cárcel, donde lo que interesa no es el modo de entrar sino la manera de salir, pues no se trata de conquistar el lugar del poder, sino que de salir de la opresión. Así todo el tiempo que Aniceto pasa en el sanatorio solo piensa en encontrar un modo de escapar y al final lo encuentra, solo que el imitador de loco ha sucumbido y no desecha la oportunidad. Coherentemente con lo que les ocurre a los prisioneros del Chivato, un pinche de cocina llama a Aniceto, “por su extraño mameluco” (189), el Imbunche, es decir “el sirviente de un brujo de Vichuquén o de Chiloé, con la cabeza para atrás y una pierna doblada” (192). Pero en verdad el que se ha convertido en un imbunche es el joven que se niega a salir, el ex anarquista Miguel.
Los espacios abiertos
Son las instancias del viaje y del movimiento y los espacios abiertos, los determinantes en la novela de la intemperie, aquellos en que se va conformando el hacerse del personaje, proveniente de una familia de nómades. Y es que el protagonista de Rojas es de esos “seres que crecen y se hacen como los pájaros, de a vuelos cortos o de a vuelos largos” (Mejor 537).
De este modo, es en la desembocadura del Aconcagua donde por primera vez el joven encuentra a un amigo, el vagabundo con lentes y dos tortugas, que le regala unas alpargatas. Luego, en las calles de Valparaíso, habrá otro momento climático, cuando Aniceto, luego de participar en un motín, come un pedazo de pescado, el cual recordará más adelante como un epítome de la libertad, a pesar de que justo después de comerlo es detenido: “su recuerdo me traía una sensación de libertad, de una libertad pobre y hambrienta, intranquila, además, pero mucho mejor, en todo caso, que una prisión con orden” (Hijo 226). Luego, en la caleta El Membrillo encontrará una forma de sobrevivir gracias a la solidaridad de El Filósofo. Por último, partirá a pintar casas en un balneario, en lo que será un final abierto: “Cuando se nos juntó [Cristián] reanudamos la marcha” (289).
En esta misma línea, si bien Aniceto, casi al terminar La oscura vida radiante, tiene un trabajo como linotipista, no puede quedarse mucho tiempo:
—¡Cómo! —exclamó el hombre, y las lentes de sus anteojos parecieron reverberar—. ¿Ya se va a ir?
—Sí, me voy.
—Pero solo ha estado aquí dos o tres meses.
—Es bastante.
—¡Pero aquí hay hombres que no se mueven desde hace varios años!
—Lo sé, pero no los envidio.
—¿Vagabundo, eh? (386).
Como se ha dicho un poco antes: “Caminar, vagar, es bueno, sobre todo cuando se hace algo” (358). Es esta la ley de valores de la tetralogía.
Y es así como Mejor que el vino se inicia con una escena nuevamente proustiana:
Aniceto ignora cómo principian los días para los demás seres e ignora también cómo principian para él. Sabe apenas cómo terminan. Y al hablar del principio de los días no nos referimos al hecho sideral, inexistente para el que duerme, sino al día como acontecimiento civil y a la forma en que se hace presente en la conciencia del que al emerger del sueño se encuentra con un nuevo y vacío espacio de tiempo (395).42
Solo que aquí está invertida la lógica del francés, pues no se trata del espacio del que se duerme sino de “como entra el hombre en el día y como el día en el hombre” (396), pero sobre todo porque en ella el durmiente no está en una casa o en un hotel, sino porque se encuentra en un espacio trashumante, donde todo se mueve, un barco, para seguir adelante: “La gente no descansa, a pesar de que mucha gente está ya hecha, y si no descansa la gente tampoco descansa el mundo” (401).
Sol y viento, mar y cielo son, dice Cedomil Goic, “la suma simbólica de la libertad” (157), que aparece de manera recurrente en Hijo de ladrón, en oposición a situaciones de encierro y limitación: “De pronto terminó el muro y apareció el mar” (109). Como en el cuadrado de bordes entrecortados del final de Los detectives salvajes de Bolaño, la ventana que Aniceto quiere pintar puede entenderse como una imagen de la novela de la intemperie y de lo abierto, que trabaja contra la tradición de la casa y del origen, de lo enclaustrado y de la búsqueda del poder, y que carece de un cierre, ya que “[t]odo está por hacerse, incluso el hombre, y alguien tiene que hacerlo, aunque sea de a poco y a tropezones” (Mejor 401).
Bibliografía
Álvarez, Ignacio. Novela y nación en el siglo XX chileno. Santiago: Ediciones Universidad Alberto Hurtado: 2009.
Agamben, Giorgio. Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-textos, 2010.
Areco, Macarena. Cartografía de la narrativa chilena reciente. Santiago: Ceibo, 2015.
___. Acuarios y fantasmas. Imaginarios de espacio y de sujeto en la narrativa argentina, chilena y mexicana reciente. Santiago: Ceibo, 2017.