Manuel Rojas. María José Barros

Manuel Rojas - María José Barros


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      En Tiempo irremediable se describe morosamente el trashumar de un joven nacido en Argentina, pero que debe buscarse la vida en Chile, recorriendo los lodosos caminos de la patria (Lastarria 235), en una lucha continua —“Una angustiante lucha se libra en él, y alguien lo detiene y alguien lo anima, y ese alguien es él en lucha, como siempre, contra sí mismo y en defensa suya” (Mejor 395)— y siempre en marcha, pues pertenece a una estirpe de “seres nómadas, no nómadas esteparios, apacentadores de renos o de asnos, sino nómadas urbanos, errantes de ciudad en ciudad y de república en república” (Hijo 26).

      Se aleja, en este sentido, de la tradición novelística hegemónica de Blest Gana u Orrego Luco, en la cual el eje de representación es la casa, muchas veces alegorizando al país, y cuya peripecia principal la constituyen las formas de entrar en la mansión familiar y de obtener el poder. Esta tradición es continuada de manera diversa en los setenta y ochenta por autores como Donoso o Allende, que narran la caída de la casa patriarcal, su decadencia y su destrucción y está presente también en los dos mil, ya fragmentada y dispersa, en narraciones como las de Alejandro Zambra, entre muchos otros, que transcurren en pequeños pisos urbanos habitados por parejas o familias nucleares, al modo de aquellas burbujas de las que habla Sloterdijk, que se representan como acuarios transparentes al mundo global, y cuyos ocupantes viven enclaustrados en el laberinto de la propia identidad e intimidad29.

      Por el contrario, Tiempo irremediable forma parte de una tradición menos notoria y más escondida que se opone a esta hegemonía representativa, la de la novela de la intemperie, iniciada por José Victorino Lastarria cuyo relato Don Guillermo transcurre principalmente en lugares públicos, bares y hoteles, pero sobre todo en caminos peligrosos que es necesario recorrer en pos de alguna utopía, sea esta conquistar a una joven hermosa o liberar a un hada cautiva que simboliza el valor secuestrado del patriotismo. Los relatos de Roberto Bolaño, con sus personajes errantes que eligen la poesía e incluso a veces la delincuencia contra la vida burguesa, también son parte de esta novela de la intemperie.

      Lo cerrado no es en este imaginario una casa lujosa con muebles traídos de Europa y con mujeres hermosas que alimentan la tertulia con su inteligencia, sino que es la caverna del Chivato, el lugar del pasado y de la esclavitud, donde los libertarios son imbunchados para detener el cambio y mantener el statu quo. Espacio de oscuridad y tiempo estancado que hay que romper, que hay que desencantar para construir una sociedad múltiple con lugar para todos. En esta tradición, Manuel Rojas, a través de su tetralogía en la que va transcurriendo la vida de su alter ego, Aniceto Hevia30, va poniendo sus marcas, construyendo una espacialidad disidente que representa los lugares burgueses como imposibles, se detiene en sus contra-lugares, descritos de manera grotesca, y apuesta por el tiempo remediable y abierto del hacerse permanente.

      La imposible casa burguesa

      Partiendo de la tradición dominante, para luego desmontarla, en el inicio de la tetralogía el lugar más relevante es el hogar de la infancia, provisto por El Gallego y bien gobernado por Rosalía, el cual es descrito como un espacio ordenado, se diría pequeño burgués: “La casa estaba siempre limpia, ya que mi madre era una prodigiosa trabajadora […] y a pesar de ser hijo de ladrón […] viví con mis hermanos una existencia aparentemente igual a la de los hijos de las familias honorables que conocí en los colegios o en las vecindades de las casas en que habitamos en esta o en aquella ciudad” (Hijo 195).

      Pero lo burgués es solo una superficie que esconde la fragilidad de una familia que se sostiene en el oficio marginal de ser ladrón. Quizás por lo mismo, su representación es sublimada, y el padre es figurado como un trabajador ideal: “Era sobrio, tranquilo, económico y muy serio en sus asuntos; de no haber sido ladrón habría podido ser elegido, entre muchos, como el tipo del trabajador con que sueñan los burgueses y los marxistas” (Hijo 30). Incluso más aún, es descrito como un artista: “Odiaba las cerraduras descompuestas o tozudas y una llave torpe o un candado díscolo eran para él lo que para un concertista en guitarra puede ser un clavijero vencido” (31). Sus movimientos no parecen ser de este mundo, pues surge “mágicamente, un ser que más que andar parecía deslizarse y que más que cruzar los umbrales de las puertas parecía pasar a través de ellas” (27). También es un hombre extremadamente elegante, cuya ropa interior de seda causa el asombro de los funcionarios policiales: “El director se hizo llevar los calzoncillos a la oficina; quería verlos” (42). De entre los otros ladrones, Nicolás, el falsificador rubio que ayuda a la madre de Aniceto en una de las detenciones del padre, es como un “arcángel” (29); el español apodado El Camisero es irresistible31 y sobre todo destaca Víctor Rey, quien “no parecía un señor: parecía un príncipe” (46).32

      Artistas, elegantes, ángeles, llenos de gracia, las descripciones de los ladrones de la primera novela de la tetralogía, más cercanas al cuento de hadas que al relato naturalista, bordean lo fantástico. El Gallego y los otros “ratas” forman parte de un mundo legendario, narrativo, literario, al cual Aniceto, personaje del mundo histórico, moderno, no puede acceder. Como figura mítica, el padre no muere, solo desaparece sin dejar rastro, en cambio su hijo, una vez que la madre ha muerto, es golpeado, pasa hambre, deviene animal y homo sacer33, como ocurre por ejemplo en la escena en que sube a un vagón cargado de vacas (24).

      En Mejor que el vino aparece la casa proletaria también como una imposibilidad, según se cuenta en la historia de Enrique Gallardo, un amigo de Aniceto que rescató a una joven de Valparaíso, cautiva de su padre militar como Rapuncel. Años después, cuando los encuentra en Buenos Aires, la descripción es desoladora:

      La casa, pequeña, parece un asilo de niños. Los hay de ocho años y de meses; uno gatea. La mujer fue alguna vez, sin duda, una hermosa muchacha. Quedan rasgos de ello: el color, la piel, el pelo, los ojos. Pero hoy está sumergida en un río de grasa, despeinada, desarreglada, rodeada de párvulos, de pañales sucios, de andaderas, de calcetines de zapatos, de cunas y de bacinicas (Mejor 461).

      Hacia el final temporal de la tetralogía, el Aniceto viudo no ha logrado reconstruir la casa de la infancia, según lo muestra el despectivo comentario de Jimena, la mujer de la cual está enamorado en Mejor que el vino: las cosas “[e]mpezaron a empeorar cuando me propuso matrimonio y me llevó a su casa y conocí a sus hijos. Parecían gitanos […]. Su casa me pareció espantosa, sin visillos, sin cortinas y con muebles como comprados de ocasión” (560). Tiene razón Jaime Concha cuando plantea que “a la invalidez de la familia durante la infancia sigue esta invalidez de lo familiar en la fase de juventud” (227) y exagera solo un poco cuando opina que la tetralogía es “una saga feroz contra la institución familiar, la más feroz existente acaso en toda la literatura chilena” (227-8). A ello agregaría que es posible seguir esta crítica a través de la representación de la casa como imposibilidad, si consideramos que es esta la figura que sintetiza el imaginario conservador del ascenso social y del poder y de la familia burguesa.

      De manera coherente con esta visión, el prostíbulo que administra Flor, la amante de Aniceto en Mejor que el vino, es una especie de casa modelo. Así, contraviniendo el dicho de que para calificar un lugar “desorganizado, bullicioso, se dice: ‘Es como una casa de putas’” (570), el narrador observa que “[s]e trata de una casa seria, organizada, con gente que sabe lo que quiere” (570). Y lo más importante para el imaginario de lo abierto que estamos intentando explicar en la tetralogía, es que a este lugar se ingresa por decisión propia —a diferencia de las novelas que fundan la figuración del prostíbulo en el siglo XX como Juana Lucero de Augusto D’Halmar y Santa de Federico Gamboa34— y no es un lugar de condena, sino que en muchos casos las prostitutas pueden salir y llevar una vida distinta. Es lo que ocurre con Aída, Carmen y Mercedes, que han encontrado parejas y han dejado el oficio. No obstante, le tienen cariño a la casa de Flor y de vez en cuando se reúnen en ella. El protagonista de la tetralogía participa de uno de esos festejos: “Es casi una reunión burguesa y Aniceto se aburre un poco” (614).

      En la historia que sigue el ideal de la casa de la infancia no es ni algo duradero ni posible ni real. Aniceto verá, siendo todavía niño, cómo el hogar se destruye debido a la temprana muerte de la madre y la prisión del padre, y cómo la familia se dispersará. En un poco climático episodio, cuando se desempeña como linotipsta en Buenos Aires y convive con Virginia, la actriz estéril y fría a la que


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