Manuel Rojas. María José Barros

Manuel Rojas - María José Barros


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posibilidad.

      Los contralugares de la nación

      Una vez destruida la casa burguesa o desactivada por su imposibilidad, la cárcel, los conventillos, las pensiones, el manicomio, los prostíbulos serán los escenarios fundamentales de la tetralogía, contralugares de la mansión burguesa sinecdóquica de la nación, sin olvidar los ámbitos de trabajo y los múltiples y a veces inconmensurables espacios abiertos, como la desembocadura del Aconcagua, las calles y cerros de Valparaíso, la caleta El Membrillo, los parques y plazas, donde se encuentra con hombres a quienes admirar o despreciar y con los amigos.

      La cárcel

      La cárcel es un espacio al que se vuelve de manera insistente en la tetralogía, como una suerte de desenlace irremediable de los primeros años de Aniceto: son las cuotas que debe pagar por su filiación. En Hijo de ladrón se relatan dos encarcelamientos principales. En el primero, es detenido con su madre y un empleado de Investigaciones le toma las huellas dactilares, las cuales son distintas a las de su padre (43), lo que es un primer indicio de la posibilidad de salir del determinismo. Imbuida todavía del ambiente mágico de la infancia, la prisión es el lugar en donde se cuentan las interminables historias heroicas de los míticos ladrones a las que ya me he referido. Esta primera estadía en la cárcel es interpretada por el narrador como “la primera cuota” (56). A la segunda, cuando es detenido a propósito de un motín en Valparaíso en el que le arroja una piedra a un carabinero, tras lo cual es condenado por un supuesto robo a una joyería del que ni se ha enterado, también la enumera como una cuota, la cuarta (167), la última, pero ahora la descripción de la cárcel no es mágica, sino naturalista. En ella Aniceto pasa por varios tipos de calabozo: en el primero un borracho se ha dormido luego de defecar y el olor es insoportable (141)36; luego es llevado a un lugar de oscuridad absoluta donde no ve nada y termina pidiendo, al borde de lo que hoy podríamos llamar un ataque de pánico, que le dejen salir, gracias a lo cual pasa la noche en el patio; posteriormente es llevado a la Sección de Detenidos, “un lugar casi agradable, amplio lleno de luz” (176), en donde distingue cuatro tipos de hombres: los ladrones, los solitarios, los indefinidos y los jóvenes bárbaros, que no se han criado en un hogar y los cuales le provocan miedo. Más tarde, este conocimiento le permitirá, por ejemplo, identificar a Cristián como perteneciente a este último tipo.

      El de la cárcel es, entonces, un aprendizaje, primero sobre un mundo de leyenda en la infancia que no tiene lugar en el presente de Aniceto y luego sobre “tipos sociales” marginales. El joven hijo de ladrón no tiene lugar ni en uno ni en otro lado y debe encontrar un camino de salida más allá del naturalismo y de la visión genealógica burguesa.

      Por último, Aniceto es llevado a un calabozo muy frío, donde no tiene ni una frazada y se enferma de pulmonía: “Por fin un día, luego de dormir varias noches en el suelo, sin tener siquiera un diario con que taparme, orinándome de frío, sentí que llegaba el momento: amanecí con dolor de cabeza y en la tarde empecé a estremecerme como un azogado; ramalazos de frío me recorrían la espalda. Resistí hasta caer al suelo, ya sin sentido” (194).

      Una vez cumplida su condena, en la puerta de la cárcel no sabe qué hacer; es más, según dice, de existir la posibilidad, se habría devuelto:

      en vez de irme a grandes pasos, corriendo si era posible, me quedaba fuera de la puerta, como contrariado de salir en libertad […]. La verdad […] es que de buena gana habría vuelto a entrar; no existía en aquella ciudad llena de gente y de poderosos comercios, un lugar, uno solo, hacia el cual dirigir mis pasos […]. En la cárcel, en cambio, el cabo González me habría llevado a la enfermería y traídome una taza de ese caldo en que flotan gruesas gotas de grasa o un plato de porotos con fideos […] y allí me habría quedado, en cama, una semana o un mes, hasta que mis piernas estuviesen firmes y mi pulmón no doliera ni sangrara al toser con violencia. Pero no podía volver: las camas eran pocas […]; necesitaban esa cama; estaba más o menos bien y la libertad terminaría mi curación. Estás libre, arréglatelas como puedas (Hijo 105).

      Las cárceles son lugares de aprendizaje, donde se conocen las historias del mundo mítico y del mundo social Pero también son lugares de enfermedad, donde el sujeto se desarticula y se quiebra, hasta no ser capaz de hallar un camino ni un sentido. Ese es el momento en que Aniceto se encuentra con Cristián Ardiles y Alfonso Echeverría, el Filósofo, quien lo acomoda en un nuevo espacio, el conventillo, y donde aparece lo abierto, expresado en el mar, como un modo de subsistencia y un camino. La primera vez que Aniceto está junto al mar, este le parece “todo él […] un gran camino” (117).

      El conventillo

      Como hemos dicho, cuando el joven sale de la cárcel en Valparaíso se encuentra con Cristián y el Filósofo quienes lo acogen, le comparten su modo de subsistencia —recoger trozos de metal en la caleta El Membrillo— y lo invitan a dormir en su conventillo. En cuanto a este, más que la extrema pobreza del lugar, que se encuentra en los márgenes de Valparaíso, lo más llamativo son los muros manchados con escupos: “Las murallas, a la altura en que suelen quedar los catres, se veían llenas de esputos secos de diversos colores, predominando, sin embargo, el verde, color de la esperanza” (Hijo 239). El conventillo así ensuciado, en que los desechos orgánicos reemplazan a la pintura, aparece como el doble grotesco de la casa burguesa: un espacio de desprotección, despreciado y despreciable, casi invivible. Incluso el narrador se permite ironizar con la falta de perspectivas de sus habitantes al destacar el color verde. Poco antes ha ironizado también con el nombre del restaurant al que van a comer los tres amigos, llamado “El Porvenir”.

      Más adelante, otras piezas a las que Aniceto es convidado, como por ejemplo la de Juan, el actor, llena de piojos, donde el joven argentino “empezó a ser penetrado desde las narices a los pies por la sensación de estar metido en un tarro basurero: los huesos, el papel o los trapos despedían un terrible hedor” (Sombras 351), continúan construyendo la representación del conventillo como contraversión grotesca de la casa nacional37.

      En La oscura vida radiante el narrador se detiene en estas contrafiguras de la mansión burguesa: “El conventillo de la calle Dardinac era uno de los cien o doscientos […]. La pieza de José Santos y Aniceto estaba al final del zaguán […] el zaguán se formaba, al poniente, por el muro de la pieza […]” (327). El pasaje es largo y detallado, metódico; el narrador no olvida disposiciones ni medidas, pero carece del tamiz de la conciencia fluctuante de Aniceto, fundamental en la tetralogía. Se afirma, además, su diferencia con los trabajos de José Santos Gutiérrez (ficcionalización de José Santos González Vera), quien “escribió, ya sobre los conventillos, sobre uno de ellos, aquel en donde vivió durante un largo tiempo y del cual guardaba numerosos recuerdos” (326). Ante esto el protagonista de Rojas reflexiona:

      Es curioso, pensó Aniceto: este hombre parece haber estado días enteros, inmóvil, en el conventillo, observando y oyendo a sus vecinos; los conoce al dedillo, sus nombres y el de sus familiares, mujeres e hijos, y hasta el de sus perros y gatos; y yo apenas recuerdo una que otra cara y nombre, el de la señora Esperanza y su marido, el maestro Jacinto, en Valparaíso, ¿y quien más? en verdad, no sé quién más. ¿A qué se debe el que este hombre haya conocido y recuerde a todos sus vecinos y yo solamente a dos? Tal vez se debe a que he vivido en los conventillos nada más que pasajeramente, no he permanecido; llegaba a dormir a altas horas de la noche y me iba temprano en la mañana, no regresaba a almorzar: nadie, ni una madre ni una hermana me esperaba para ello (La oscura 326).

      Cito en extenso porque esta reflexión es muy importante, no solo por su similitud con un momento de El tiempo recobrado en que el narrador, Marcel, lee el diario de los Goncourt y se lamenta por su incapacidad de fijarse en ese mundo que él también conoció38. Se trata de una escena fundacional para el escritor del siglo XX, alejándose del realismo y cercano a la vanguardia, que de su incapacidad saca su fuerza: “La culpa es mía: nunca he podido pensar como pudiera hacerlo un metro, línea tras línea, centímetro a centímetro, hasta llegar a ciento mil” (21). La inhabilidad también afecta el modo de recordar: “y mi memoria no es mucho mejor: salta de un hecho a otro y toma a veces los que aparecen primero, volviendo sobre sus pasos sólo cuando los otros, más perezosos o más densos, empiezan a surgir a su vez desde el fondo de la vida pasada” (21). Es este célebre inicio de Hijo de ladrón otra


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