Reportaje al pie de la horca. Julius Fucík

Reportaje al pie de la horca - Julius Fucík


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Hasta la vista.

      —¿Otra taza de té, jefe?

      —No, no, señora Jelínek. Aquí somos demasiados.

      —Por lo menos tome una tacita. Se lo ruego.

      Del té, recién servido, se alza una nubecilla de vapor.

      Alguien llama a la puerta. ¿Ahora, de noche? ¿Quién podrá ser?

      Los visitantes muestran su impaciencia. Golpes en la puerta.

      —¡Abran! ¡La policía!

      Rápido, a las ventanas. ¡Huyan! Tengo pistolas, les cubriré la retirada.

      ¡Demasiado tarde! Debajo de las ventanas se hallan los hombres de la Gestapo, apuntándonos con sus pistolas. Después de forzar la puerta y de cruzar el corredor, los agentes de la policía secreta se abalanzan atropelladamente en la cocina y luego en la habitación. Uno, dos, tres, nueve hombres. No me ven porque estoy a sus espaldas, detrás de la puerta que han abierto. Podría tirar con relativa facilidad, pero sus nueve pistolas encañonan a dos mujeres y a tres hombres indefensos. Si disparo, mis compañeros caerán antes que yo. Y si yo me pegara un tiro se iniciaría un tiroteo del cual ellos serían las víctimas. Si no tiro, los encerrarán seis meses, quizás un año, y la revolución los libertará. Mirek y yo somos los únicos sin salvación posible. Nos torturarán. A mí no me sacarán nada, pero ¿qué hará Mirek? Él, que combatió en España; él, que permaneció dos años en un campo de concentración en Francia para volver desde allí ilegalmente a Praga en plena guerra; no, estoy seguro que no traicionará. Tengo dos segundos para reflexionar. ¿O quizá tres?

      Si tiro nada salvaré. Tan sólo me libraré de las torturas, pero sacrificaré inútilmente la vida de cuatro camaradas. ¿Es así? Sí.

      Decidido.

      Salgo de mi escondite.

      —¡Ah! Uno más.

      El primer golpe en el rostro. Bastante fuerte como para dejarme sin sentido.

      Segundo, tercer golpe.

      Tal y como me lo había imaginado.

      El piso, donde antes reinaba un orden ejemplar, se convierte en un montón de muebles destrozados y de vajilla rota.

      Más puñetazos y patadas.

      Me introducen en un auto, siempre encañonado por las pistolas. Durante el viaje comienza el interrogatorio.

      —¿Quién eres?

      —El profesor Horák.

      —¡Mientes!

      Me encojo de hombros.

      —Estate quieto o disparo.

      —Dispare.

      En lugar de una bala, un puñetazo.

      Pasamos junto a un tranvía. Me da la impresión de estar coronado de flores blancas. ¿Cómo? ¿Un tranvía de bodas a estas horas, en plena noche? Será la fiebre que comienza.

      El Palacio Petschek. Nunca creí entrar vivo en él. Al galope hasta el cuarto piso. ¡Ah! La famosa sección II-AI, de investigación anticomunista. Me parece que hasta siento curiosidad.

      El comisario alto y flaco que dirigía el pelotón de asalto coloca su pistola en el bolsillo y me lleva con él a su despacho. Me enciende un cigarrillo.

      —¿Quién eres?

      —El profesor Horák.

      —Mientes.

      Su reloj de pulsera marca las once.

      —Regístrenlo.

      Empieza el registro. Me quitan la ropa.

      —Tiene identificación.

      —¿A nombre de quién?

      —Del profesor Horák.

      —Verifíquenlo.

      Telefonean.

      —Como era de esperar. Su nombre no consta en los registros. La identificación es falsa.

      —¿Quién te los dio?

      —La Jefatura de Policía.

      Primer bastonazo. Segundo. Tercero. ¿Debo contarlos? No, muchacho, esta estadística ya no la revelarás nunca.

      —¿Tu nombre? ¡Habla! ¿Tu domicilio? ¡Habla! ¿Qué contactos tenías? ¡Habla! ¿Direcciones? ¡Habla! ¡Habla! ¡Habla! Si no, te mataremos a palos.

      ¿Cuántos golpes puede aguantar un hombre sano?

      La radio anuncia la medianoche. Cierran los cafés y los últimos parroquianos retornan a sus casas. Ante las puertas, los enamorados golpean levemente el suelo con sus pies, incapaces de llegar a despedirse.

      El comisario alto y flaco entra en la sala con una sonrisa de satisfacción.

      —Todo en orden. ¿Qué tal, señor redactor?

      ¿Quién se lo habrá dicho? ¿Los Jelínek? ¿Los Fried? Pero si éstos ni siquiera saben mi nombre.

      —Ya lo ves, lo sabemos todo. ¡Habla! Sé razonable.

      ¡Qué forma de hablar más extraña! Ser razonable equivale a traicionar.

      No soy razonable.

      —¡Átenlo! ¡Y péguenle fuerte!

      Es la una. Los últimos tranvías se retiran. Las calles están desiertas y la radio se despide de sus más fieles oyentes deseándoles buenas noches.

      —¿Quiénes son los miembros del Comité Central? ¿Dónde están las radioemisoras? ¿Dónde están las imprentas? ¡Habla! ¡Habla! ¡Habla!

      Ahora ya puedo contar con más tranquilidad los golpes. El único dolor que siento es el de mis mordidos labios.

      —Quítenle los zapatos.

      Es verdad. Las plantas de los pies no han perdido aún la sensibilidad. Lo siento. Cinco, seis, siete, y ahora parece como si los golpes me penetraran en el cerebro.

      Son las dos. Praga duerme. Y quizás en alguno de sus lechos un niño solloza entre sueños y un hombre acaricia la cadera de su mujer.

      —¡Habla! ¡Habla!

      Paso la lengua sobre mis encías e intento contar los dientes rotos. No puedo. ¿Doce, quince, diecisiete? No. Ése es el número de los comisarios que me “interrogan” ahora. Algunos están visiblemente fatigados.Y la muerte tarda en venir.

      Son las tres. Desde los suburbios llega la madrugada; los verduleros afluyen al mercado; los barrenderos aparecen en las calles.

      Quizá viva todavía lo suficiente para ver el amanecer.

      Traen a mi mujer.

      —¿Lo conoce usted?

      Me trago la sangre para que no la vea… Y es inútil, porque brota de todos los poros de mi rostro y de las yemas de mis dedos.

      —No. No lo conozco.

      Lo dijo sin que sus miradas dejaran traslucir un ápice de su horror. ¡Es de oro! Ha cumplido la promesa de no confesar nunca que me conoce, aun cuando ya es inútil. ¿Quién, entonces, les ha dado mi nombre?

      Se la llevaron. Me despido de ella con la mirada más alegre de que soy capaz. Quizá no fue tan alegre. No lo sé.

      Son las cuatro. ¿Amanece? ¿No amanece? Las ventanas cubiertas no me dan respuesta. Y la muerte todavía no llega. ¿Debo ir a su encuentro? Pero, ¿cómo?

      He golpeado a alguien y caí al suelo.

      Me dan patadas. Me pisotean. Sí, ahora el fin vendrá rápidamente. El comisario vestido de negro me levanta por


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