Reportaje al pie de la horca. Julius Fucík

Reportaje al pie de la horca - Julius Fucík


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Los obreros van y vienen del trabajo; los niños van y vienen de la escuela, en los comercios se vende, en las casas se cocina. Acaso, en este momento, mi madre se acuerde de mí. Quizá ya los camaradas sepan de mi detención y tomen medidas de seguridad.

      Y si yo hablara… No, no teman, no lo haré, confíen en mi. Después de todo, mi fin ya no puede estar lejano. Esto ahora es sólo un sueño, una pesadilla febril: los golpes llueven, los esbirros me refrescan con agua. Y nuevos golpes. Y otra vez: “¡habla! ¡habla! ¡habla!” y aún no consigo morir. Mamá, papá: ¿por qué me han hecho tan fuerte?

      Las cinco de la tarde. Todo el mundo está ya fatigado. Los golpes ahora sólo caen de tanto en tanto; esto ya es sólo por inercia. Y de súbito oigo desde lejos, desde muy lejos, una voz suave, dulce, tierna como una caricia:

      Más tarde me hallo sentado ante una mesa que aparece y desaparece de mi vista. Alguien me da de beber. Alguien me ofrece un cigarrillo que no puedo sostener y alguien intenta ponerme los zapatos y dice que es imposible. Después, medio que me cargan escaleras abajo, hasta un automóvil. Arrancamos. Durante el viaje me encañonan de nuevo con las pistolas: es como para reír. Pasamos junto a un tranvía adornado con flores blancas. Un tranvía de bodas. Pero quizá sólo sea una pesadilla o acaso la fiebre o tal vez la agonía o la propia muerte. Siempre pensé que la agonía era una cosa difícil; pero esto no tiene nada de difícil: es algo vago y sin forma, ligero como la pluma. Basta un soplo para que todo termine.

      ¿Todo? No, todavía no. Porque de nuevo estoy de pie. Verdaderamente, estoy de pie; yo solo, sin el apoyo de nadie. Ante mí se alza una pared de un amarillo sucio, salpicada de… ¿de qué? Parece sangre… Sí, es sangre. Levanto un dedo e intento extenderla…Lo consigo…Sí, está fresca. Es mi sangre…

      Por detrás, alguien me golpea en la cabeza y me ordena levantar las manos y hacer genuflexiones. A la tercera caigo…

      Un alto SS se inclina sobre mí y me da de patadas para que me levante. Es inútil. Alguien ne lava otra vez y de nuevo estoy sentado. Una mujer me da una medicina y me pregunta dónde me duele. Y entonces parece como si todo el dolor se concentrase en mi corazón.

      —Tú no tienes corazón —me dice el alto SS.

      —Sí, lo tengo —le respondo. Y de golpe me siento orgulloso porque he sido lo suficientemente fuerte para salir en defensa de mi corazón.

      Después, todo desaparece ante mis ojos: el muro, la mujer con el medicamento, el alto SS…

      Ante mí se abre la puerta de una celda. Un SS gordo me arrastra a su interior, arranca los girones de mi camisa, me tiende sobre el jergón, palpa mi cuerpo hinchado y ordena que me apliquen compresas.

      —Mira —le dice al otro moviendo la cabeza—, mira lo que saben hacer.

      Y una vez más desde lejos, desde muy lejos, oigo una voz suave y dulce, tierna como una caricia:

      —No aguantará hasta mañana.

      Dentro de cinco minutos, el reloj marcará las diez. Es una hermosa y cálida noche de primavera, la del 25 de abril de 1942.

      2 Derecho Rojo, órgano del Partido Comunista de Checoslovaquia

      3 “Manos en alto”. En alemán en el original.

      4 “En marcha”. En alemán en el original.

      5 “Ya tiene lo suyo”. En alemán en el original.

      Capítulo II

      La agonía

      Cuando la luz del sol

      y la claridad de las estrellas

      se extinguen para nosotros,

      se extinguen para nosotros…

      Dos hombres con las manos juntas, en actitud de orar, caminan en círculo, con paso lento y pesado, en torno a una blanca cripta, cantando con voz monótona y discordante una triste salmodia.

      …es dulce para las almas

      subir al cielo, subir al cielo…

      Alguien ha muerto. ¿Quién? intento volver la cabeza. Quizá logre ver el féretro con el difunto y los dos cirios que como dos índices se levantan a su cabecera.

      …donde la noche ya no existe,

      donde eterna es la luz del día…

      He logrado levantar la vista. No veo a nadie. Aquí no hay nadie: sólo ellos dos y yo. ¿Para quién cantan esos salmos?

      Esa estrella siempre fulgurante

      es Jesús, es Jesús…

      Es un entierro. Sí, seguramente es un entierro. ¿Y a quién entierran? ¿Quién está aquí? Sólo ellos dos y yo. ¡Y yo! Quizás sea mi propio funeral. ¡Pero escuchen: esto es un mal entendido! Yo no estoy muerto. Yo vivo. Ya ven que los miro y que hablo con ustedes. ¡Deténganse! ¡No me entierren aún!

      Cuando alguien nos da el adiós

      por última vez, por última vez…

      No me oyen. ¿Están sordos? ¿O no hablo lo suficientemente alto…? ¿O estoy muerto de verdad y a ellos les es imposible oír mi voz sin cuerpo? ¿Será, acaso, mi cuerpo, tendido sobre la barriga, espectador de mi propio entierro? ¡Qué cómico!

      …dirige su mirada piadosa

      al cielo, al cielo…

      Lo recuerdo: alguien me recogió con dificultad, me vistió y me dejó en la camilla. Pasos metálicos resonaron en la galería y después… Eso es todo. Ya no sé más. Ya no recuerdo más.

      …donde la claridad eterna

      se alberga…

      Pero todo esto es absurdo. Yo vivo. Siento un dolor lejano y tengo sed. Los muertos no tienen sed. Concentro todas mis fuerzas para mover la mano y una voz extraña y rara brota de mi garganta:

      —¡Agua!

      ¡Por fin! Los dos hombres dejan de andar en círculo. Ahora se acercan a mí, se inclinan y uno de ellos aproxima a mis labios un jarro de agua.

      —También debes comer algo, muchacho. Desde hace dos días no haces más que beber y beber…

      —¿Qué me dice? ¿Ya hace dos días? ¿Y qué día es hoy?

      —Lunes. Lunes. Y el viernes me detuvieron ¡Qué pesada siento la cabeza! ¡Y cuanto refresca el agua! ¡Dormir! ¡Déjenme dormir! Una gota de agua agita la superficie transparente de la fuente. Es el manantial de un prado entre montañas, cerca de la casa del guardabosque, al pie del monte Roklan. Y una lluvia fina e ininterrumpida susurra sobre los pinos… ¡Qué dulce es dormir!…

      …Y cuando de nuevo me despierto ya es martes por la noche y un perro se halla ante mí. Un perro lobo. Me mira con sus hermosos y perspicaces ojos y pregunta:

      —¿Dónde vivías?

      ¡Oh, no! No es el perro. Esa voz pertenece a otro ser. Sí, aquí hay alguien más. Veo unas botas altas y otro par de botas altas, y un pantalón militar; pero más arriba ya no veo nada. Y cuando quiero mirar, siento vértigo. Qué importa. Déjenme dormir…

      Miércoles…

      Los dos hombres que cantaban los salmos se encuentran sentados a la mesa, comiendo en escudillas de barro. Ya los distingo. Uno es más joven que el otro y no parecen monjes. Ni la cripta es ya una cripta; es una celda como cualquiera otra. Los tabloncillos del suelo se extienden ante mis ojos para desembocar en una puerta pesada y negra…

      Rechina una llave en la


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