Reportaje al pie de la horca. Julius Fucík

Reportaje al pie de la horca - Julius Fucík


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costumbres, formas de expresión y hasta la entonación de la voz. Trata de reconocer ahora, lo que es mío y lo que pertenece al padre, lo que introdujo él en la celda y lo que introduje yo.

      Noches enteras me estuvo velando y a base de compresas frías alejó la muerte cuando ésta se aproximaba. Sin descanso limpiaba de pus mis heridas y jamás manifestó la menor repugnancia por el hedor que se extendía alrededor de mi jergón. Lavó y zurció los miserables andrajos en que se convirtió mi camisa durante el primer interrogatorio. Y cuando ésta estuvo totalmente inservible me vistió con su propia ropa. Me trajo una margarita y un tallo de hierba que se arriesgó a coger en el patio de la cárcel de Pankrác, durante la media hora de gimnasia. Me seguía con sus ojos cariñosos cuando me conducían a los interrogatorios y me volvía a poner compresas sobre las nuevas heridas con que retomaba. Cuando me llevaban a los interrogatorios nocturnos jamás pegaba los ojos hasta que volvía y me colocaba sobre el jergón, tapándome cuidadosamente con las mantas.

      Tales fueron los comienzos de nuestra vida en común, nunca traicionados durante los días que les siguieron, cuando pude sostenerme sobre mis propias piernas y pagar mis deudas de hijo.

      Pero todo esto, muchacho, no puede describirse de un tirón. La celda 267 tuvo aquel año una vida intensa. Y todo lo que ella vivió lo vivió también el padre a su manera. Y esto tiene que ser dicho. La historia no ha terminado todavía (y eso aporta un tono de esperanza).

      ...................

      La celda 267 tenía una vida intensa. No pasaba una hora sin que se abriera la puerta y recibiera una visita de inspección. Era un control especial que se ejercía sobre un gran criminal comunista, pero también podía ser simple curiosidad. Muy a menudo morían presos que no debían morir, pero muy rara vez se vio que no muriese aquél de cuya muerte todo el mundo estaba convencido. Hasta los guardianes de otros corredores venían a veces, trababan conversación, levantaban silenciosamente mis mantas y saboreaban, con pericia de gente entendida, mis heridas, para después, de acuerdo con su carácter, extenderse en bromas cínicas o tratarme más amistosamente. Uno de ellos, al que pusimos por mote “Polvillo”, acude con más frecuencia que los demás y pregunta, con largas sonrisas, si “el diablo rojo” necesita algo. No, gracias. No necesita nada. Después de algunos días “Polvillo” descubre que “el diablo rojo” necesita algo: ser afeitado. Y trae un barbero.

      Es el primer prisionero, excluyendo a los de mi celda, a quien llego a conocer: el camarada Bocek. La amable atención que “Polvillo” me prodiga constituye un verdadero suplicio. El padre sostiene mi cabeza, mientras el camarada Bocek, arrodillado ante mi colchoneta, trata de abrirse paso, con una gillete sin filo, por entre el tupido bosque de mi barba. Sus manos tiemblan y las lágrimas asoman a sus ojos. Está persuadido de que afeita a un cadáver. Intento consolarle:

      —Afeita, hombre. Hazlo sin miedo. Si he resistido el interrogatorio del Palacio Petschek resistiré seguramente tu hoja de afeitar.

      Sin embargo, no nos sobran las fuerzas y tenemos que descansar los dos: él y yo.

      —Agárrate…

      Y añade en voz baja:

      —… ¡así, así!

      Esta vez no nos detenemos en la oficina de entrada. Me llevan más lejos, por un corredor muy largo, hacia la salida. El corredor está lleno de gente pues hoy es jueves y los familiares vienen a buscar la ropa de los detenidos. Todos miran pasar nuestro triste cortejo. Veo la compasión en sus ojos y eso no me gusta. Llevo la mano hacia la cabeza y cierro el puño. Quizá se den cuenta de que les estoy saludando; quizá sea un gesto infructuoso. Pero no puedo hacer otra cosa. Me siento aún demasiado débil.

      En el patio de la cárcel de Pankrác metieron la camilla en un camión. Dos SS se sentaron al lado del chofer, en la cabina. Otros dos, de pie, se situaron a mi lado, con las manos apoyadas en las fundas abiertas de sus revólveres. Y partimos. No, desde luego, el camino no es precisamente maravilloso: un bache, dos baches, y antes de haber recorrido doscientos metros pierdo el conocimiento. Era una cómica excursión a través de las calles de Praga: un camión de carga de cinco toneladas, habilitado para treinta presos, gastando la gasolina en el traslado de un solo detenido. Y dos SS delante y dos SS detrás, con las manos en los revólveres, vigilaban con mirada de fiera un cadáver para que no se les escapara.

      La comedia se repitió al día siguiente. Esta vez aguanté hasta el Palacio Petschek. El interrogatorio no fue largo. El comisario Friedrich tocó no muy delicadamente mi cuerpo y yo regresé otra vez sin conocimiento.

      Empezaron entonces a transcurrir los días en los que ya no dudé de estar vivo. El dolor, hermano íntimo de la vida, me lo recordaba con harta frecuencia. La propia prisión de Pankrác sabía que, por un descuido cualquiera, estaba vivo. Y llegaron los primeros saludos: a través de los espesos muros, que repetían los golpes de los mensajes, y a través de los ojos de los ordenanzas, encargados de distribuir la sopa.

      Mi mujer era la única que nada sabía de mí. Sola, en una celda situada tres o cuatro más allá de la mía, en el piso inferior, vivía entre la angustia y la esperanza hasta que su vecina, durante la media hora de gimnasia, le susurró al oído que todo había acabado para mí, que había muerto en la celda a consecuencia de las heridas recibidas durante el interrogatorio. Después vagó por el patio, mientras el mundo daba vueltas a su alrededor. Ni siquiera sintió el consuelo de los puñetazos que la guardiana le propinó en el rostro para obligarla a incorporarse a la fila de presas, a la vida regular de la prisión. ¿Qué habrán visto sus buenos y grandes ojos al mirar, sin lágrimas, las blancas paredes de la celda? Al día siguiente corrió otro rumor: que aquello no era cierto, que no había muerto bajo los golpes, sino que, no pudiendo soportar más el dolor y los sufrimientos, me había ahorcado en la celda.

      Entretanto yo seguía tendido sobre el mísero jergón. Cada noche y cada mañana me volvía de costado para poder cantar a mi Gustina sus canciones preferidas. ¿Cómo no iba a oírlas cuando yo ponía en ellas tanto fervor?

      Hoy ya sabe, hoy ya puede oír, aunque se halle a más distancia que entonces. Y hoy día, hasta los guardianes saben —y se han acostumbrado a ello— que la celda 267 canta. Y ya no gritan detrás de la puerta para imponer silencio.

      La celda 267 canta. Si canté toda mi vida, no sé por qué habría de dejar de cantar ahora, precisamente al final, cuando la vida es más intensa. ¿Y el padrecito Pesek? ¡Oh, es un caso excepcional! Canta con el corazón. No tiene ni oído ni memoria musical, ni voz, pero adora el canto con tan bello y abnegado amor y encuentra en él tanta alegría que casi no percibo cuando se desliza de una tonalidad a otra e insiste testarudamente en un do aunque el oído reclame un la. Y así, cantamos cuando la nostalgia trata de invadirnos; cantamos cuando el día es alegre; y con nuestro canto acompañamos al camarada que se marcha y a quien quizá no volveremos a ver nunca más; cantando recibimos las buenas noticias del frente oriental; cantamos en busca de consuelo y cantamos de alegría, tal y como los hombres han cantado siempre y como seguirán cantando mientras existan.

      No hay vida sin canto, como no hay vida sin sol. Por consiguiente, nosotros necesitamos doblemente el canto, ya que el sol no llega hasta aquí. La 267 es una celda orientada hacia el norte. Sólo en los meses de verano, y durante algunos instantes, el sol dibuja, antes de ocultarse, la sombra de los barrotes en la pared. Durante esos instantes, el padre, puesto de pie y apoyado en el camastro, sigue con sus ojos esa fugaz visita del sol… Y ésa es la mirada


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