Reportaje al pie de la horca. Julius Fucík
del fondo de la letrina.
No sé cuánto tiempo estuve, ni cuánto tardé en volver. De nuevo empiezo a perder el conocimiento. Me busco el pulso. Nada siento. El corazón se me viene a la garganta y luego cae de golpe. Yo caigo con él. Caigo durante un largo rato. En el trayecto percibo todavía la voz de Karel:
—Padre, padre, escucha. El pobrecito se está muriendo.
Por la mañana llegó el médico.
Pero todo eso lo supe mucho más tarde.
Vino, me auscultó y movió la cabeza. Luego volvió a la enfermería, rompió el certificado de defunción que había extendido con mi nombre el día antes y dijo, en un elogio de especialista:
—¡Qué naturaleza de caballo!
6 Cárcel de la policía alemana en Pankrác. En alemán en el original.
Capítulo III
Celda 267
Siete pasos de la puerta a la ventana, siete pasos de la ventana a la puerta.
Ya lo conozco.
¡Cuántas veces he recorrido este trecho sobre el piso de pino en mi celda de Pankrác! Y quizá sea ésta la misma donde antaño sufrí prisión por haber visto con claridad las consecuencias que tendría para el pueblo la funesta política de la burguesía checa. Ahora clavan a mi pueblo en la cruz, por todos lados se pasean los guardias alemanes, en algún lugar, las ciegas Parcas de la política tejen nuevamente el hilo de la traición. ¿Cuántos siglos necesita el hombre para, al fin, abrir los ojos? ¿Por cuántos millares de celdas ha pasado la humanidad en su camino hacia adelante? ¿Y cuántas le quedan aún por recorrer? ¡Oh, Niño Jesús de Neruda: el final del camino de la salvación humana está lejos todavía! Pero no duermas más, no duermas más.
Siete pasos hacia adelante, siete pasos hacia atrás. En una de las paredes, el camastro y, en la otra, una triste repisa con escudillas de barro. Sí, ya lo conozco. Ahora, aquí, todo está algo mecanizado: la calefacción es central, la cubeta ha sido sustituida por un retrete mecánico. Pero son los hombres, especialmente los hombres, quienes están mecanizados. Como autómatas. Aprieta un botón, es decir, haz un ruido con la llave en la cerradura de la puerta o abre la mirilla y los presos, hagan lo que hagan, darán un salto y se colocarán en hilera, en posición de atención. Abre la puerta y el responsable de la celda gritará sin tomar aliento:
–Achtung! Celecvozibnzechcikbelegtmittrajmanalesinordnung.7
He aquí, pues, la 267. Es nuestra celda. Pero en esta celda no todo funciona con tanta precisión. Sólo saltan dos presos. Mientras tanto yo sigo acostado en el jergón, al pie de la ventana, sobre el vientre. Y así una semana, catorce días, un mes, seis semanas. Y vuelvo a nacer. Ya muevo la cabeza, levanto una mano, me incorporo sobre los codos y hasta he intentado volverme de espaldas… En realidad, esto se escribe con más rapidez de lo que se vive.
También la celda sufre cambios. En sustitución del tres han colgado el número dos. Ha desaparecido Karel, el más joven de los dos hombres que me habían enterrado cantando tristes salmos, quedando, tras él, tan sólo el recuerdo de un buen corazón. En realidad, mi recuerdo es borroso y sólo abarca los dos últimos días de su estancia entre nosotros, cuando pacientemente relataba sus anécdotas de nuevo y yo volvia a dormirme durante la narración.
Se llama Karel Malic, es mecánico y trabajó en el ascensor de una mina de hierro de las cercanías de Hudlice, de donde sacó explosivo para los luchadores clandestinos de la resistencia. Fue detenido hace casi dos años. Ahora será juzgado, quizás, en Berlín, con un grupo grande de presos. ¡Cualquiera sabe cómo terminará el proceso! Tiene mujer y dos hijos. Los quiere, los quiere mucho, pero… “era mi deber, ¿sabes? No podía hacer otra cosa”.
Permanece sentado largos ratos junto a mí y trataba de hacerme comer. No puedo. El sábado —¿es que ya hace ocho días que estoy aquí?— recurre a un método violento: anuncia al Polizeimeister8 que no he comido nada desde que estoy aquí.
El Polizeimeister, siempre solícito, con uniforme de SS y sin cuyo permiso el médico checo no tiene derecho ni a recetar una aspirina, me trae personalmente una sopa de régimen y observa mientras tomo hasta la última gota. Karel está muy contento del éxito logrado con su intervención y al día siguiente él mismo me obliga a tragar la taza de sopa del domingo.
Pero de aquí no pasa. Mis encías destrozadas no pueden masticar, ni las papas cocidas del guiso del domingo y mi garganta, cerrada, se niega a dar paso a cualquier otro bocado de comida algo más sólido.
—Ni guiso, ni guiso quiere —se lamenta Karel moviendo tristemente la cabeza. Y después, con glotonería, empieza a comerse mi ración, cediendo honradamente la mitad al “padre”.
¡Ay! Ustedes, los que no han vivido en el año 1942 en la cárcel de Pankrác, no pueden llegar a saber lo que es, lo que supone un guiso. Regularmente, incluso en los peores tiempos, cuando el estómago rugía de hambre y en las duchas se veían esqueletos cubiertos de piel humana, cuando un camarada robaba a otro, por lo menos con la mirada, los bocados de su ración, cuando hasta un asqueroso puré de legumbres secas revueltas con extracto de tomate nos parecía un delicioso y deseado manjar, incluso en los peores tiempos, dos veces por semana —el jueves y el domingo— los presos de servicio vaciaban en las escudillas un cucharón de papas, regándolas con una cucharada de salsa y algunos filamentos de carne. Era maravillosamente apetitoso. Sí, era más que apetitoso: era un recuerdo material de la vida humana, algo de la vida misma, algo de normal en la cruel anormalidad de la cárcel de la Gestapo, algo de lo que se hablaba suave y voluptuosamente. ¡Ah! quien puede comprender el valor supremo que alcanza una cucharada de buena salsa, condimentada por el terror y el miedo, bajo el debilitamiento y la agonía continuos.
Han pasado dos meses, y esto me ha permitido comprender el gran asombro de Karel. Había rechazado hasta el guiso. Y ninguna otra cosa pudo persuadirle más eficazmente de mi próxima muerte.
La noche siguiente, a las dos, despertaron a Karel. En cinco minutos tenía que estar listo para el transporte, como si se fuera a ausentar sólo por unos momentos, como si no tuviese quizá frente a sí el camino que conduce hasta el mismo fin de la vida, un camino que le llevaría a una nueva cárcel, a un nuevo campo de concentración, al patíbulo o a quién sabe dónde. Se arrodilló ante mi jergón y apretando entre sus manos mi cabeza me besó. Del corredor nos llegó el ronco grito de un esbirro con uniforme, probándonos que los sentimientos no tienen albergue en la cárcel de Pankrác.
Karel cruzó la puerta corriendo. La cerradura sonó secamente…
Y quedamos sólo dos en la celda.
¿Nos veremos de nuevo, muchacho? ¿Cuándo será la próxima despedida? ¿Cuál de los dos que quedamos saldrá primero? ¿Y hacia dónde? ¿Y quién lo llamará? ¿Un guardián con uniforme de SS o la muerte, que no tiene uniforme?
Lo que ahora escribo es sólo el eco de los pensamientos que me acompañaron después de esta primera despedida. Un año ha pasado desde entonces y los pensamientos que acompañaron al camarada en su partida se han venido repitiendo a menudo y con más o menos insistencia. El número dos, colgado en la puerta de la celda, se cambió por el número tres, y otra vez en un dos, y de nuevo en tres, dos, tres, dos. Nuevos compañeros de celda llegaron y se fueron. Únicamente dos de los que pasaron por la celda 267 permanecieron fielmente juntos.
El “padre” y yo.
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El “padre…” es el maestro Josef Pesek, de sesenta años de edad, dirigente del comité de maestros, detenido ochenta y cinco días antes que yo, ya que mientras elaboraba un proyecto tendiente a reformar las escuelas libres checas, tramaba un complot contra el Reich alemán.
El “padre” es…
Pero ¿cómo expresarlo? ¡Es dificilísimo! Dos, una celda y un año. Durante ese tiempo han