Clínica con la muerte. Mariam Alizade
está ligado a la conciencia». La memoria inconciente del afecto queda establecida. El afecto, para exteriorizarse y «comprenderse», requiere de una mediación: imagen o palabra. En el inconciente planean «afectos puros», «afectos aislados, culturas puras de afecto cuya función específica de representación, la representatividad que les es propia, se exacerba por el hecho mismo del aislamiento, de la desinserción (C. David, 1985). Se crea en la escuela francesa la categoría de representante del afecto. El afecto, desde esta óptica, es el portador de un saber latente, inconciente. Lo inefable, lo no figurable, pero al mismo tiempo lo activo desde un registro otro, se incluyen desde esta perspectiva teórica. Las representaciones de cosa y de palabra sirven de soporte para desarrollos posteriores.
Pero, ¿y la muerte? ¿Cómo intervienen estas acciones en lo que concierne a los afectos que despierta? Lo intolerable de su representación conciente y la desmesura de los afectos displacenteros que evoca dan cuenta de combinatorias. En primer lugar, la muerte emerge como un nombre cuyas letras generan significantes. Los significados que irán germinando en el cultivo de estas combinatorias se enlazan con múltiples afectos que van desde el espanto máximo, las vivencias de lo siniestro y de la despersonalización hasta la aquiescencia de la muerte, el sentimiento de heroísmo o, simplemente, la dignidad y serenidad.
Precisemos más: Freud, en sus trabajos de metapsicología, utiliza dos términos para referirse a la representación: representante de la pulsión y representante-representativo. Como bien lo indican Laplanche y Pontalis (1968), unas veces ambos términos son empleados como sinónimos, otras veces el representante de la pulsión adquiere un sentido más amplio incluyendo también al afecto. Se puede conjeturar desde esta diversificación conceptual que la pulsión de muerte (no la muerte misma sino la energía que tiende hacia ella) busca una expresión psíquica, y que la encuentra en el dominio del afecto y de una representatividad de un orden diferente de la representación convencional.
A. Green (1984, citado en C. David) ha escrito: «Se dice: existe la representación y no hay que olvidar el afecto que la acompaña. Pero ¿qué nos asegura tanto que el afecto tenga el rol de acompañante? ¿Y por qué no pensar por el contrario que la naturaleza profunda del afecto consiste en acontecimiento psíquico ligado a un movimiento en espera de una forma?». Desarrolla a continuación su teoría sobre un representante-afecto emanado de la inducción afectiva de un otro mediador que aporta el potencial representacional.
Puede ser de utilidad incorporar la rica distinción de los tres registros (imaginario, simbólico y real) aportada por Lacan al campo del psicoanálisis. Ciertas representaciones de la muerte habrán de seguir las vertientes de conformación del orden imaginario (mudez, silencio, flores cortadas, etc.); otras, las leyes de organización del orden simbólico, sustentadas en la idea de castración. Remiten a corte, límite, fin, ley inapelable de «tener que morir». En lo referente a lo real, más allá de la realidad tangible de la muerte expresada por el cadáver, por un dedo separado del cuerpo, etc., asoma lo irrepresentable, lo imposible, lo inaprehensible.
Cuando la representación de la muerte adquiere carácter traumático, el sujeto expuesto a un dolor psíquico intenso destroza espacios internos representacionales y se sumerge en el campo de lo irrepresentable. El dolor hace agujero y el sujeto rompe series de pensamiento. Retomaré este punto desde la vertiente clínica al considerar los mecanismos de defensa extremos. El individuo clama por «anestesia» frente a la intolerabilidad del dolor. A veces en el grito de dolor físico se esconde este otro dolor «sin palabras» ante la muerte. El dolor hace de afecto.
La muerte de cada sujeto será siempre su muerte posible.
VI. La sacralidad de la muerte
El cuerpo muerto ha sido alcanzado por un acto trascendente. Le ha sucedido algo del orden de lo misterioso e inquietante. Ritos previos y ritos posteriores al momento final marcan la importancia del suceso. Lo más alto, lo más poderoso imaginado por mente humana se hace presente. Es una hora de Dios, de ángeles, de espíritus, de santidad o de maleficio. A la quietud del cadáver se contrapone la agitación de las almas de los sobrevivientes frente al espectáculo abrupto de la ruptura, del corte definitivo.
La religión interviene en forma manifiesta o marginal, latente. Es muy difícil sustraerse de la apelación a un orden superior, a la magia suprema de unos seres míticos, ultraterrenos, supranaturales, lejanos, eternos... Inconcebible un mundo sin sacralidad, sin rituales ordenadores plenos de sentido. Cuando se lo piensa sin dios, abandonado a sí mismo, surgido de la nada, de un azaroso big-bang, lo real de lo que no se puede ni comprender ni aprehender amenaza con hacer brotar un manantial de angustia del corazón del hombre.
Las ideas acerca de dioses y demonios, de premios y castigos más allá de la vida alivian la existencia. Conforme un espacio psíquico ordenado, que explica hasta lo inexplicable y que organiza los caóticos vislumbres de una creación desconocida.
VII. La festividad de la muerte
«No hay ninguna fiesta, aunque esta por definición sea triste, que no incluya al menos un principio de exceso y francachela; basta evocar los banquetes funerarios en el campo. Ayer y hoy, la fiesta se caracteriza por la danza, el canto, la agitación, el exceso de comida y de bebida. Hay que darse el gusto, hasta agotarse, hasta caer enfermo. Es la ley misma de la fiesta»
Roger Caillois (1939, p. 110).
La fiesta es una «apelación a lo sagrado» (Caillois, 1939). Son numerosos los ejemplos en distintas culturas en las cuales se festeja la muerte. Con ella irrumpe el exceso, la violencia, la trasgresión, el desborde.
En la palabra «fiesta» subsumo los elementos de transgresión y desborde así como un cierto afecto de alegría que contrabalancea el rigor doliente de la situación.
La categoría de lo frenético constituye una suerte de eco o de respuesta del hombre vivo frente a la violencia disruptiva de la muerte. A la violencia de la muerte se responde con la violencia de la vida. Al exceso puesto en acto en de muerte se contrapone el exceso maníaco festivo.
El baile del angelito en la Argentina es un ejemplo de fiesta a consecuencia de la muerte de un niño. Los entierros con música (jazz en el de L. Armstrong) también acercan la fiesta a la muerte. En las islas Sandwich, al conocerse la muerte del rey el pueblo se lanza a cometer todos los actos considerados criminales en tiempos de rutina: incendia, saquea, mata y obliga a las mujeres a prostituirse públicamente. Al exceso desorganizativo de la muerte se contrapone el exceso transgresivo de lo festivo. Lo frenético de la fiesta hace eco al frenesí impactante del paso vivo-muerto, a la sorpresa de la aparición brusca del cadáver.
El tiempo se suspende, el mundo se recrea, se vuelve a jugar al caos primigenio. El cese de la fiesta señala el retorno al orden.
Los opuestos se tocan: vida y muerte, como caras de una misma moneda.
Quiero detenerme a considerar al elemento festivo intrapsíquicamente en los tiempos de hacer la muerte con alguien. Hacer una fiesta de la propia muerte es un acto mítico que sirve como representación narcisista trófica. En vez de temerla, avanzar hacia ella con tranquila sonrisa exorcizando a los fantasmas agresivos de despedazamiento corporal y de aniquilamiento. Es retornar a la «muerte amaestrada» (véase p. 24) y constatar la propia elaboración de la muerte.
Kubler-Ross (1984) ha escrito que la muerte es un nuevo amanecer. Al recorrer las cortas páginas del libro pareciera que morir es una delicia y uno no quisiera por nada perder el acceso a ese maravilloso acontecer. La autora presenta a la muerte como un acto de trasformación, de creación hacia una forma nueva. Desde esta óptica, «se muere y no se muere cuando se muere». Cierta continuidad queda garantizada por esa otra forma prometida que espera después de la muerte: detritus de vida, descomposición para recomponer nueva materia, reencarnación, etcétera.
A la oportunidad de haber nacido, de haber «hecho la vida», se suma ahora la muerte como otra oportunidad (J. Ruggieri, 1980, comunicación personal). Al describirla como oportunidad queda ubicada en un sitial lúdico, como un acontecer trófico, como destino final a toda orquesta. He aquí resonancias