Clínica con la muerte. Mariam Alizade
con adecuados rituales no necesariamente religiosos. En todo caso, son muertes dignas y singulares para ese sujeto y nadie más.
La consideración de los fenómenos del inconciente amplía el abanico conceptual de las maneras de morir. El psicoanálisis presenta así su contribución a la investigación de los fenómenos psíquicos a la hora de morir.
En cuanto a la muerte ajena, siempre constituyó un espejo donde uno miraba la muerte del otro y en ese espejo aprehendía vivencialmente en forma parcial que también era mortal aun en los casos de negación extrema. Lo perecedero (hombre, animal, árbol, casa, etc.) de la materia viviente e incluso de lo inanimado pone “ante los ojos” la realidad de la polaridad vivo-muerto.
La muerte ajena es muerte propia proyectada y provoca curiosidad. A veces una parte del propio cuerpo que muere (amputación, anestesia parcial, etc.) también es catalogada del lado de la muerte ajena.
En el imaginario se puede jugar fácilmente la fantasía de inmortalidad. Las religiones apuntalan el psiquismo y aportan aliviadoras respuestas. Aun así, al acercarse a morir el cuerpo, el sujeto al final se entrega pero no sin cierto escozor ante tanto desconocido acechante, tanta aventura de desintegración, de trasmigración, de viaje al más allá todavía por vivir. La muerte se convierte en el tiempo de otra vida, en el inicio de una temporada diferente donde se espera persistir en el “ser” y en el “estar” no importa cuáles sean las condiciones imperantes.
Al psicoanálisis le interesa prioritariamente esclarecer los efectos que la representación de la muerte ejerce en la vida.
Sobre todo en lo que respecta a las vicisitudes del narcisismo y a la perversidad humana (véase cap. 5). La “locura razonante” de los hombres en pugna por poseer bienes terrenales en desmesura como si fueran eternos o como si esta posesión calmase las ansiedades de muerte da cuenta de numerosos estragos sociales.
La omnipotencia narcisista interviene en las patologías del racismo y de los nacionalismos destructivos. En la cresta del furor narcisista, mato al enemigo por poder. El individuo experimenta la omnipotencia en el aparente dominio de la muerte.
La muerte en sí es un momento mítico (Aulagnier, 1979). Nadie sabe a ciencia cierta de antemano cómo habrá de atravesar la última jugada. El cuerpo entero somete a veces al psiquismo a estados de confusión o de dolor que impregnan los últimos instantes tornando imposible toda buena despedida. Otras veces, el psiquismo desobedece, por así decir, al dolor y al deterioro y el sujeto extrema los actos de la partida.
Al pie del lecho del muriente caen todas las tipologías de la muerte y en esa experiencia única, definitiva, se plasma un mosaico de conductas, emociones y palabras singulares.
2.
Uno morirá
«La muerte, siguiendo un orden admirable, crea el espacio vital para los que nacen. Muerte, amor y vida están ligados y tienen un lugar bien determinado en el tiempo y en la gran corriente del reino viviente sobre lo tierra, del cual nosotros somos gotas».
W. Fliess (1906)
I. Introducción
En el anterior capítulo consideré «las muertes» según los tiempos y las ideologías, lo cual permitió observar el amplio margen en que la muerte se inserta y las innumerables fantasmagorías que la acompañan.
Morir es un acontecimiento cierto futuro que incide manifiesta o subrepticiamente en los aconteceres del presente. En nuestro fin del siglo XX es difícil observar su sabia aceptación y al «orden admirable» descrito por Fliess se contrapone un mundo en admirable desorden y confusión donde proliferan muertes provocadas y violencias ultrajantes.
En un trabajo anterior dije (Alizade, 1988): «Morir está reservado al otro, al extraño. “Uno morirá” no es nunca uno mismo, o, en el mejor de los casos, es uno inmensamente diferido en el tiempo. “Uno morirá” es la muerte en la crónica de los diarios, el conocido de alguien, algún ser querido en cuyo sufrimiento ante la pérdida quedamos marcados en profundo duelo». Es por lo tanto una muerte ajena que remite tangencialmente a la muerte propia. Paralelamente, el yo recrea su inmortalidad desde sus raíces inconcientes.
La idea de dejar de existir es rechazada, negada, y la muerte se convierte en un acto no propio, mentiroso, temido. Cuando su representación emerge, la fuerza vivencial lleva a extremar mecanismos defensivos, y aun cuando la apariencia sea de indiferencia, la idea de «ser mortal» ejerce importantes efectos. Es así frecuente observar en la vida cotidiana a hombres y mujeres en la edad media de la vida buscando febrilmente la unión con seres mucho más jóvenes, hipotéticos garantes de salud y juventud, en un movimiento de huida de la intolerable realidad de la muerte. En los signos de envejecimiento que se rechazan asoma el espanto ante el irremediable sendero hacia la tumba.
Al respecto dice Tolstoi en La muerte de Iván Illitch: «El hecho en sí del fallecimiento de una persona muy conocida despertaba en todos, como siempre, un sentimiento de alegría, pues resulta que “ha muerto otro y no yo”».
En nuestro medio occidental predomina una «voluntad de ignorancia» (G. Raimbault, 1975) que deja ver sus efectos en la sociedad mientras un cierto saber sobre la muerte circula silencioso. Nuestra cultura preconiza los valores narcisistas (prestigio, poder, entre otros), y morir, dentro de ese contexto exitista y pujante, es, burlonamente hablando, una desprolijidad.
Es «con el otro allí muerto» con quien «hago la muerte», o con el otro a mi lado amenazado. Hay un otro necesario vivo o muerto con quien bordear una experiencia que aproxima a lo imposible, a lo irrepresentable. Gracias a la circulación de seres muertos, a la mirada en «lo cadáver», algo se vivencia de la certera aniquilación. Se roza lo impensable y uno aprehende que también uno morirá.
Escribe Heidegger (1926, p. 260), desde la filosofía: «El “ser ahí” (Dasein) puede conseguir una experiencia de la muerte sobre todo dado que es esencialmente “ser con” los otros». El otro, ya cadáver, posibilita una imaginería de intercambio entre vivos y muertos.
Si bien «nadie puede tomarle a otro su morir» (Heidegger, 1926, p. 262), cada uno se escuda con un saber superficial sobre la universalidad de la muerte del saber profundo, vivencial. El ambiguo saber no vivencial acerca de la cotidianidad de la muerte ayuda a encubrirla. Cuando se trasforma en cierta, adopta la forma de una amenaza que se hace carne.
Retomo la palabra de Heidegger (1926, p. 176): «Día a día y hora a hora “mueren” desconocidos. “La muerte” hace frente como sabido accidente que tiene lugar dentro del mundo. En cuanto tal, permanece en el “no sorprender” característico de lo que hace frente cotidianamente» […] «El encubridor esquivarse ante la muerte domina la cotidianidad tan encarnizadamente que en el ser “uno con otro” se dedican los “allegados” a hablarle y convencerle justamente al “moribundo” de que escapará a la muerte y de que pronto volverá a la tranquila cotidianidad...».
Una topología espacial permite circunscribir el ámbito en que la muerte tendrá lugar. Surge la cuestión de dónde se hace la muerte. Mientras el muriente hace su propia muerte, los que lo acompañan hacen la muerte ajena. No sólo se lleva a cabo en el espacio concreto de los cuerpos (cuerpo-cadáver por un lado, cuerpos en llanto por el otro), y en el lugar geográfico donde alguien muere, sino también en el mundo interno de los que quedan vivos, en el circuito íntimo de sus representaciones y afectos que se entrelazan entre sí y que envuelven al cadáver. Se genera un espacio vivo-muerto intrapsíquico donde circula la comunicación entre la muerte cierta y la muerte demorada. Toda muerte (súbita o lenta, conciente o inconciente) reclama su espacio necesario. La muerte como broche de la vida da testimonio acerca del alma del sujeto que la vive. Vivir la muerte es un arte especial que solicita un montante de creatividad. Las muertes eróticas se entremezclan con las muertes tanáticas. Si bien la muerte sumerge al hombre en la universalidad de un suceso inevitable, su inserción como sujeto hablante le otorga un amplio margen desde donde hacer con su muerte un poema o un acto cobarde. Respetar los límites del otro forma parte de la tarea de