Clínica con la muerte. Mariam Alizade

Clínica con la muerte - Mariam Alizade


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de Fedón cuando dice «Siempre oí que es necesario morir con alegría» puede parecer excesiva. Sin embargo, comporta un dejo de verdad. A partir de ella se pueden distinguir las muertes alegres o vitales de las muertes melancólicas o mórbidas.

      Aunque suene extraño, se puede enunciar la «grandeza de morir» o el «amor del destino» cualquiera este sea que pregona Nietszche.

      En la misma línea podemos incluir la dimensión del silencio en el sentido (véase cap. 8) de un imperativo ético frente a lo desconocido.

      La dimensión de vacío se asoma al ser al reconocer lo contingente de su estadía en la tierra. Pero no se trata del vacío que nihiliza, sino del Vacío con mayúsculas que «abre el espacio del ser» (Laporte, 1975). En un cuento de J. P. Sartre titulado «El muro», un condenado a muerte reflexiona frente a sus verdugos: «Estos dos tipos adornados con sus látigos y sus botas eran también hombres que iban a morir. Un poco más tarde que yo, pero no mucho más». Lucidez implacable, aparente privilegio de los que de una u otra manera reconocen su marca de mortales y, si el tiempo aún es generoso, se sirven de este impactante reconocimiento para incrementar la alegría de vivir.

      Escribe A. Kojève (1987), refiriéndose a la idea de la muerte en Hegel: «La Muerte es lo que engendra al Hombre en la Naturaleza y es la muerte la que lo hace progresar hasta su destino final, el del Sabio plenamente autoconciente y, por tanto, conciente de su propia finitud. De tal manera, el Hombre no llega a la Sabiduría o a la plenitud de la autoconciencia mientras, como el vulgo, finja ignorar la Negatividad; que es el fondo mismo de su existencia humana, y que se manifiesta en él y a él no sólo como lucha y trabajo, sino también como muerte o finitud absoluta. El vulgo trata la muerte como algo de lo cual se dice: “no es nada o no es cierto”; y volviéndose rápidamente se apresura a pasar a lo cotidiano. Pero si el filósofo quiere alcanzar la Sabiduría, debe “mirar lo Negativo de frente y permanecer cerca de él”; y es en la contemplación discursiva de la Negatividad que se revela por la Muerte donde se manifiesta la “potencia” del Sabio autoconciente que encarna el Espíritu» (p. 63).

      Si dedico este breve apartado al lado filosófico de la muerte, es porque considero que adquiere desde esa disciplina una jerarquía que muestra la importancia de “mirar la muerte” y sus benéficos efectos. Propongo reflexionar sobre las posibles consecuencias en nuestra cultura de la rígida renegación con que se la aborda. Es probable que la incapacidad de tolerar la propia muerte y su negación extrema hagan su camino en la destructividad humana. En el otro que muere (de hambre, de frío, de bala) yo ratifico mi inmortalidad en mi poder de dar muerte. Es el otro quien muere, a quien mato, en quien proyecto la sentencia de muerte natural intolerable de aceptar para mí mismo.

      V. La representación de la muerte

      La cuestión de la «representación de la muerte» es un tema complejo. Freud fue taxativo: «…la muerte es un concepto abstracto de contenido negativo para el cual no nos es posible encontrar nada correlativo en lo inconciente» (1923). Nadie «vive su muerte» e imprime una huella mnémica de ese acontecer. La muerte, al no poder constituirse en experiencia, queda excluida del universo representacional. Por sustitución metafórica, la idea de la muerte remitiría siempre a la representación de la castración. Esto se encuentra en concordancia con la definición de representación introducida por Lalande (citado en el Diccionario del Psicoanálisis): «lo que uno se representa, lo que forma el contenido concreto de un acto de pensamiento y especialmente la reproducción de una percepción anterior». No hay percepción de la muerte propia por definición de la muerte misma en tanto suceso que aniquila por siempre el aparato psíquico.

      «La muerte propia era, seguramente, para el hombre primordial, tan inimaginable e inverosímil como todavía hoy para cualquiera de nosotros» (Freud, 1915b).

      La diferencia es un organizador psíquico. Señalo las principales diferencias: hombre/mujer, ausencia/presencia, vivo/ muerto. Cada uno de estos pares excluye al otro. Son términos absolutos, precisos. En lo referente a los sexos es frecuente observar desplazamientos entre uno y otro de estos términos, ya sea en el rechazo al propio sexo, en la asunción de una bisexualidad real o imaginaria, en la lucha por la apropiación del otro sexo, en las patologías del travestismo, etcétera.

      La polaridad vivo/muerto no admite alternancias. Se puede «jugar a la muerte», desafiarla, buscarla, pero, una vez que adviene, no hay retorno. En la muerte se patentiza una moneda imposible de intercambiar. Implica un corte definitivo. Es exactamente lo que desafían las teorías de la reencarnación. La continuidad que establecen es incesante y la muerte constituye simplemente un cambio de estado, un «descarne» que promete un nuevo «reencarne». El hombre pasa a ser mujer; el muerto, vivo; la mujer, hombre; el vivo, muerto, etc., en un engendramiento circular infinito. Estos sistemas representacionales son altamente aliviadores frente a las ansiedades de muerte.

      La muerte propia no tiene representación.

      En psicoanálisis se ha confundido «representación» con «experiencia». Nadie tiene experiencia de su propia muerte en forma directa, sí en cambio representaciones del objeto «muerte» que se inscriben en los sistemas mnémicos. De la misma manera en que se tienen representaciones de lugares que no se conocen, de estados que no se han vivenciado, de sucesos que no han acaecido y de la muerte del otro, del extraño o del ser querido. Ante la muerte de un amado, «el hombre primitivo ya no podía desmentir la muerte, pues por sí mismo ya la había experimentado parcialmente en su dolor, pero no quería reconocerlo porque no podía pensarse a sí mismo muerto» (Freud, 1915a). Sin embargo, «experimentaba entonces en sí mismo que se puede morir, pues cada uno de estos seres queridos era una porción de su propio yo, pero por otro lado, en cada una de estas personas queridas también había algo de alteridad. En estas líneas, Freud ya esboza la idea de una cierta forma peculiar que el sujeto tiene para experimentar-representar su muerte. Experiencia parcial y representación «parcial» así como representación anticipada de un futuro inevitable.

      De este modo se entiende la aparente contradicción de Freud, quien por un lado sostenía que no existe posibilidad alguna de representarse la muerte propia, pero por otro lado hacía alusión a representaciones de la muerte al escribir por ejemplo (1909): «la mudez se hizo en este sueño representación de la muerte», o: «El silencio ha de ser entendido como representación de la muerte». Para Freud, palidez, mudez, silencio, flores cortadas son algunas de las representaciones que remiten a muerte.

      G. Raimbault (1975) destaca otras representaciones en su escucha de niños próximos a morir: soledad, despedazamiento, vacío, temor a no despertar, pérdida del movimiento, de los sentidos, del mundo, del pensamiento, etcétera.

      La muerte constituye una representación «especial» junto a otras representaciones, tales como la castración o el vientre de la madre (Le Guen, 1992). Lo irrepresentable asoma en estas privilegiadas representaciones que tienden a un absoluto que se ejerce desde la imaginación, que no deriva de experiencia pero sí de percepción sobre el otro. Representaciones nacidas no de lo directamente vivido sino bajo la forma de la anticipación imaginaria de un acontecer futuro.

      Se puede, pues, enunciar que no hay representaciones de la muerte pero sí, en cambio, representaciones acerca de la muerte.

      Quiero considerar ahora otra cuestión: la representatividad del afecto. Sabido es que la pulsión está representada por representaciones y por afectos, y que los destinos de los afectos son los más importantes. M. Fain (1985) ha observado las repercusiones de un traumatismo ocasionado por una pérdida de memoria. Mostró cómo una preocupación afectiva inconciente motiva una serie de desplazamientos y trasformaciones de la representación con miras a resolver el conflicto psíquico. El afecto y la representación están íntimamente entrelazados aun cuando se manifiesten desde diversas instancias psíquicas y a veces sólo una de esas dos vertientes de la pulsión pueda ser objetivada.

      Freud (1923) enuncia que «a diferencia de las representaciones no existe, en lo que respecta al afecto, pasaje obligado a través del preconciente». Green (1984, citado por C. David) considera que esta aseveración es rica en consecuencias. Dice: «Si el afecto puede cortocircuitear el preconciente, puede entonces plantearse


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