Clínica con la muerte. Mariam Alizade

Clínica con la muerte - Mariam Alizade


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al miedo y a la pusilanimidad. Cervantes pone en boca del famoso Quijote la expresión «qué vida para mi muerte y qué premio a mis servicios» (vol. 2, p. 210) al referirse a una muerte gloriosa gracias a las hazañas en vida. No hay melancolía sino orgullo de enfrentar el fin con esplendor.

      Dos valores opuestos se inscriben sobre el «pensar la muerte»: uno, de máximo coraje en tanto se enfrenta el miedo y se mira de frente lo perecedero de la existencia y la castración universal de la especie. Otro, de máxima cobardía en tanto constituiría una defensa frente a un miedo más grande aún que el de morir: el miedo a la vida. Resulta claro que la relación vivencial del hombre con la muerte genera un complejo campo de representaciones y de afectos. La muerte presenta dos facetas siguiendo la dualidad pulsional: una positiva, constructiva; otra negativa, destructiva. Desde la primera faceta se constituye en una compañía psíquica que ayuda a sortear los obstáculos de la vida y a tolerar las frustraciones. Conduce en muchos casos a la sabiduría. Desde la segunda faceta, es vehículo de destrucción. En este punto se abre el tema de la fascinación por la muerte presente en múltiples experiencias (deportes riesgosos, traumatofilia, actos fallidos que rozan la muerte, etcétera). El hombre primitivo que yace en nuestro interior presa de mecanismos no superados (Freud, 1919) revive en la magia y en la omnipotencia del pensamiento vivencias de daño, de castigo, de violencia, de amenazas espantosas, de cuerpo despedazado. El hombre narcisista, en cambio, pregona desde el inconciente que «nunca morirá». Con furia y dolor narcisista enfrenta las señales del paso del tiempo que desmienten y ponen en jaque desde el principio de realidad la fantasía del inconciente. Los sistemas de creencias y el fértil mundo de las religiones intentan confirmar una cierta inmortalidad procurando alivio y seguridad interior.

      II. Las marcas de ser mortal

      Toda vida implica necesariamente toparse con las «marcas de ser mortal». Por tales entiendo situaciones que aproximan vertiginosamente al sujeto la idea de su finitud a través de experiencias o vivencias directas que lo ponen en contacto con su estado viviente de ser perecedero. Las marcas que quiero privilegiar son las «carnales» o somáticas. Pero están también las marcas de la muerte que emergen en la vida erótica y en los sucesos que obligan al psiquismo a enfrentarse con las pérdidas: duelos, ausencias. Estas marcas graban en el psiquismo improntas de «ser mortal». No se trata de un saber intelectual o de un vivenciar la muerte mediante el cadáver ajeno o la mirada sobre hipotéticos muertos en los filmes, en los diarios, en la muerte de objetos o en los aconteceres de muerte de la naturaleza. La «marca de ser mortal» siempre se ejecuta sobre la propia carne. Un lugar, una función del cuerpo son señalados con la muerte. Es más, mueren. Numerosos ejemplos salen al paso. Marcan una localización de pérdida, una suerte de antesala de la pérdida general que acaecerá con la muerte total. Estas marcas pueden asimismo denominarse «muertes parciales». A veces son temporarias, otras definitivas. Así, una fractura puede restablecer la función del miembro ad integrum o dejar una lesión permanente. En ambos casos, el individuo atraviesa una experiencia de ruptura con la imago de un cuerpo entero y sano, no importa cuán niño, joven o viejo sea. La vulnerabilidad corporal se manifiesta. Se sigue adelante, se niega, se apela a los mecanismos defensivos más variados, pero la marca está o estuvo y el psiquismo recibió efluvios de un saber que hiere y a la vez enseña, un saber que teje el delicado hilo de la sabiduría, por un lado, pero que obliga dolorosamente a atravesar los senderos psíquicos de la castración.

      Enfermedades, accidentes imprevistos, disfunciones, envejecimiento anudan una trama de marcas que escriben sobre la carne un discurso difícil de asimilar. Los momentos de recepción de la «marca de ser mortal» acaecen en toda vida, tarde o temprano. Ahora presente, la muerte toca el cuerpo e imprime su signo de cercanía. La vivencia es de amenaza. Se despiertan fantasías primarias (depresivas, paranoides), penosas por un lado y enriquecedoras por el otro. El yo recibe un cimbronazo que lo enfrenta a su condición perecedera. Esto puede dar lugar a la elaboración y resignificación de la historia vivida. Se redimensiona el pasado y se relativiza la existencia. Las distintas marcas forman episodios de «aprehenderse mortal» que pueden ampliar la cosmovisión al introducir un quantum más de principio de realidad y, por ende, de principio de relatividad (véase cap. 5, sección II). Insisto: no se trata de un saber intelectual sino de un saber corporizado, hecho carne, saber de un cuerpo propio que será despojo, de un tiempo finito. Estas marcas pueden llegar a imprimir una nueva dinámica a la cotidianidad de un sujeto al facilitar la trasformación narcisista y una cierta mayor lucidez frente al misterio de la existencia. Crece la osadía con la conciencia de la posible llegada inesperada del fin de la vida. El mero hecho de estar vivo es fuente de bienestar y alguien emprenderá actos psíquicos nuevos, jamás imaginados. Como si la cualidad de lo perecedero se hubiese incorporado al yo en forma positiva. En la clínica no hay que apresurarse siempre en considerar negativo un hecho corporal que ataque la integridad material. Trabajar con la idea de una integración psicosomática e incluso psicosomático-social permite evaluar los accidentes sobre el cuerpo con una visión que relativiza su efecto dañino. E. Pichon-Rivière solía destacar que el psicótico en un medio familiar era, por un lado, el más vulnerable situacionalmente; también era el más sano en tanto denunciaba la enfermedad familiar imperante. Con el cuerpo sucede lo mismo. Las «muertes parciales», cuando no revisten un carácter destructivo importante, pueden actuar como catalizadores enzimáticos psíquicos que aceleran o propician la cristalización de determinado cambio psíquico para mejor provecho de la vida y, aun cuando suene paradojal, para experimentarla con mayor alegría.

      Cuando el cuerpo erógeno es atravesado por vivencias de mortandad, advienen las experiencias de despersonalización en la vida amorosa. El goce pone en juego la pulsión de muerte: tiene lugar la regresión hacia el sueño, el viaje hacia la entrega donde uno se pierde, la fusión de erotismos en los orgasmos (Alizade, 1992a). Se ha llamado al orgasmo «pequeña muerte». La experiencia es de triunfo sobre la muerte, de muerte y resurrección, de placentero desafío y victoria. La vida sexual puede tanto constituir una fuente protectora frente a ansiedades de muerte como ser vehículo de angustia al poner en evidencia el carácter perecedero de la carne.

      III. La vejez como pre-muerte (una marca de ser mortal fisiológica)

      «Alta edad mentíais, carretera de brasas y no de cenizas…»,

      Saint John-Perse (Crónica, 1961).

      El rechazo por la vejez no solamente se explica por causas estéticas que ponen a determinada persona fuera del circuito de deseo de lo joven; las señales de vejez apuntan en dirección a un cuerpo profundamente repelente, temido, causa de espanto. Trátase del cuerpo-cadáver. En lo viejo asoman los indicios tempranos de la futura descomposición, en una suerte de preaviso de la podredumbre futura del cuerpo. La muerte de la célula, la muerte de la tersura de la piel, la muerte de la firmeza muscular, la muerte de la agilidad, la muerte de la agudeza de los sentidos (en especial, la vista y el oído), la menopausia, metaforizan «pequeñas muertes» irreversibles que anuncian, desde el deterioro del cuerpo vivo, el advenimiento inexorable del cuerpo muerto. En la juventud puede proyectarse imaginariamente la inmortalidad, en la vejez no puede dejar de «concretarse» la marca sobre la carne de la certeza de la mortalidad. Gabriela Mistral lo pone así en poesía: «en mis sienes jaspea la ceniza precoz de la muerte».

      La desesperación por mantenerse joven que se observa con tanta frecuencia en nuestra civilización occidental obedece al furioso rechazo narcisista (dolor mediante) a aceptar sobre sí las marcas de la castración que escriben sobre una arruga o sobre la elasticidad de la carne la ley de la castración. El espejo deja asomar el incipiente perfil de la degradación corporal. La «opinión pública» desde el superyó (Freud, 1914) observa con susto y rechazo a ese cuerpo que empieza a denominarse «viejo». La representación intolerable evocada remite siempre a una exigencia de trabajo de elaboración. La madurez biológica es un buen tiempo para el advenimiento de la madurez psíquica.

      La vejez se dirige alternativamente hacia el campo de lo abyecto y hacia el de la sabiduría. Es un tiempo fértil, rico en la aventura de la vida, que indica el final y permite poner en juego una cosmovisión nueva.

      Saber vivencialmente acerca de las limitadas posibilidades de gozar de la


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