Clínica con la muerte. Mariam Alizade

Clínica con la muerte - Mariam Alizade


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ya sea en la fantasía. El deseo vehemente de ejercer la muerte se expresa a través de sus deseos inconcientes o concientes de dar muerte a otros o a sí mismo. La naturaleza violenta humana se manifiesta de diversas formas. Muerte física y muerte psíquica se entrelazan. Freud (1915a, p. 684) enuncia al respecto impactantes frases como: “Somos los descendientes de una incontable sucesión de asesinos” o “La sed de matar está en nuestra sangre”.

      La pulsión de vida (Eros) triunfa decididamente cuando el sujeto opera intrapsíquicamente el movimiento de trasformación del narcisismo (Alizade, 1987, véase cap. V) que da acceso a un cierto montante de sabiduría y a un estar en positivo en la vida tomando en consideración al semejante. La alteridad cobra relevancia en el marco de una ética. La existencia se inserta en la primacía del principio de la relatividad y la pulsión de destrucción logra ser domesticada (Freud, 1937). A esta trasformación del narcisismo habré de dedicarle un lugar de importancia.

      Como en un rompecabezas, los capítulos se irán ordenando desde un caos inicial. Un cierto comando inconciente dictará las secuencias de escritura dando forma final al libro. Al lector le está encomendada la tarea de hojear el índice y elegir de acuerdo con sus intereses y su inserción científica qué líneas habrá de leer, cuáles le podrán servir en el manejo de sus pacientes, ya provenga del territorio de la medicina, de la enfermería, de la asistencia social, de la psicología, del psicoanálisis, etc., y cuáles le podrán servir quizás en el sendero de reflexión acerca de su propia vida.

PRIMERA PARTE Uno morirá

      1.

       Los idearios de la muerte

      I. Introducción

      En este primer capítulo se enriquece el psicoanálisis con aportes de otras disciplinas que destacan la complejidad fenoménica que rodea al suceso “muerte”.

      La antropología de la muerte pone sobre el tapete el entramado entre vertientes intrapsíquicas y socioculturales. En sus avatares constitutivos se entrecruzan la filogenia y la ontogenia.

      Los idearios de la muerte comprenden las ideas y los afectos que determinado contexto sociocultural engendra respecto de ella. La manera de considerar a la muerte depende enormemente de los aspectos sociales del superyó determinado por las creencias sociales y “la opinión pública” (Freud, 1914).

      En estas páginas se tomarán en cuenta el pasaje entre la vida y la muerte, la manipulación del cadáver, los ritos funerarios y la categoría de ex viviente.

      La tipología de las muertes muestra cuánto depende el hombre de su entorno tanto para vivir como para morir. Cuesta pensar, inmersos en el trajín de una vida de Occidente de fines del siglo XX, que morir pudiera haber constituido alguna vez una experiencia de máxima trascendencia, manejada en gran medida voluntariamente, con un mínimo de angustia y un máximo de cortesía en un ámbito de natural familiaridad.

      La demarcación entre vida y muerte no es siempre demasiado precisa. Los que se van influyen sobre los que quedan y los que quedan dialogan imaginariamente con los que ya han partido. Se constituyen territorios psíquicos intermedios donde vivos y muertos interactúan y se comunican. Las religiones y las creencias primitivas facilitan esta circulación. Los rituales del luto y el proceso de duelo están impregnados de un intercambio necesario con el muerto como presencia psíquica con quien deben llevarse a cabo determinadas ceremonias en el mundo externo y en el mundo interno. El muerto está activo y “vive” desde su lugar de muerto.

      La inmortalidad, privilegio de los dioses, es considerada un máximo bien desde una fantasía que inventa un lugar sin sufrimiento alguno. Es interesante al respecto consignar lo que en nuestro medio ha investigado Cordeu (1983) en sus trabajos de campo con los ishir y chamacocos, quien concluye que la condición edénica resaltada por Mircea Eliade como la “nostalgia del paraíso” no es en el fondo tal pues –a la manera del retorno de lo reprimido–, en los mitos paradisíacos, “la inmovilidad primordial es semejante en todo a la de la muerte”. La muerte vuelve a aparecer allí donde la creíamos destituida para siempre. La vida edénica, libre, plena, donde no hay pesares ni esfuerzos, resulta una vida no-humana, aburrida y carente de interés, ya que no favorece el despliegue de las fuerzas vitales. En la vida terrena, con sus obstáculos y luchas, la muerte emerge como “una experiencia extrema fundante de sentido” y adquiere valor en su contrapunto existencial con la vida.

      Muerte y vida constituyen un par dialéctico en interacción permanente; cada uno de estos términos obtiene su riqueza semántica en su vinculación con el otro.

      La historia da pruebas de la circulación entre vivos y muertos. En la lengua medieval, la palabra “iglesia” comprendía “la nave, el campanario y el cementerio”. Estos lugares se fueron convirtiendo en lugares públicos. El cementerio era también un lugar de asilo que con el tiempo se convirtió en lugar de encuentros y reuniones, como el foro de los romanos. Pegados a los osarios, se instalaban a veces mercachifles y tenderetes. En 1231 el concilio de Ruán prohíbe que se baile en el cementerio o en la iglesia so pena de excomunión. En 1647, un texto expresa el malestar generado por la coexistencia en un mismo lugar de sepulcros y de “las quinientas diversiones que abundan bajo estas galerías [...]. En medio de tanto barullo (escritores públicos, lenceras, libreros y merceras) había que proceder a una inhumación, abrir una tumba y sacar cadáveres que aún no se habían consumido, dándose el caso de que, aun en época de mucho frío, el suelo del cementerio exhalara olores mefíticos” (Aries, p. 30).

      Durante un milenio la gente había tolerado perfectamente lo que Aries denomina “la promiscuidad entre vivos y muertos”. Y lo que es más importante aún es que “el espectáculo de los muertos, cuyos huesos afloraban a la superficie de los cementerios, como la calavera de Hamlet, no despertaba entre los vivos más sobresalto que la idea de su propia muerte. Tan familiares les eran los muertos como familiarizados estaban con su propia muerte”.

      II. Antropología de la muerte

      a. El primitivo y la muerte

      He de distinguir el hombre primitivo, por un lado, y el pensamiento primitivo, por el otro, perteneciente este al hombre de antaño y muchas veces presente en el hombre moderno como restos inconscientes vinculados con afectos e ideas arcaicas.

      Lévy-Bruhl (1922) se ha ocupado de recabar información sobre la mentalidad primitiva. Al leer su obra, uno debe intentar penetrar en formas de pensamiento que nos resultan bizarras en tanto se alejan de los procesos de pensamiento habituales del hombre civilizado y se manejan por un pensamiento mágico que es indiferente a las causas mediatas y que aplica un juicio de máxima certeza fundado en un imaginario bizarro. Indígenas de distintas partes del planeta experimentan a la muerte de la misma manera: no se muere de muerte natural, uno es siempre muerto por una potencia mística invisible. Coexisten para ellos el mundo de la percepción sensible (visible) y el mundo de los espíritus (invisible). El cuerpo se presta como receptáculo para dar entrada o salida a un espíritu en una suerte de circulación sin fronteras. Al soñar, uno se trasforma en un recién muerto y el espíritu visita a los ancestros y dialoga con el otro mundo. Por eso Lévy-Bruhl es taxativo cuando enuncia que (p. 65) “para comprender la mentalidad primitiva es necesario renunciar de antemano a la idea que nosotros tenemos de la muerte y de los muertos...”. Una persona es declarada a veces muerta antes de morir cuando se considera que su espíritu ya ha partido y es enterrada viva; una persona gravemente enferma, de no morir de inmediato, es abandonada a sí misma pues el estado de pre-muerte inminente e incierta inspira terror. El muerto se convierte en malo y daña, castiga, etcétera.

      ¡Cuán extrañas nos parecen estas formas de pensamiento! Freud (1919) nos enseña que estos mecanismos “superados” en el hombre civilizado no lo están totalmente y retornan adoptando el carácter de lo siniestro en múltiples ocasiones. Impera en esos momentos la omnipotencia de las ideas, el pensamiento mágico, el reinado de lo sobrenatural, el animismo, etc. Los límites entre fantasía y realidad se desdibujan. Los seres civilizados no han desalojado por completo al hombre primitivo con su narcisismo ilimitado y su trato con las fuerzas naturales y sobrenaturales.

      Lo


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