Leyendas del baloncesto vasco. Unai Morán

Leyendas del baloncesto vasco - Unai Morán


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obtuvo seis años antes la Medalla de Oro de la Real Orden del Mérito Deportivo otorgada por el Consejo Superior de Deportes (CSD).

      Internacional

      175 partidos con España y 6 con la selección europea.

      Emiliano convirtió su habitual 10

      en el dorsal más admirado.

      CAMINANTE, NO HAY CAMINO

      Hubo un tiempo en el que no hacía falta medir dos metros para encontrar abierto el Olimpo del baloncesto. En la era del blanco y negro, a la canasta se jugaba en la calle y de manera casi amateur. Las zapatillas no valían por su marca, las camisetas eran poco más que trapos con tirantes y los balones, de goma y color naranja, se botaban sobre hormigón o asfalto en el mejor de los casos. Sin embargo, y eso no ha variado, tampoco entonces valía cualquiera para encestar. Solo los más avezados conseguían pasar la pelota por el aro y así fue como comenzó a destacar un joven bilbaíno de adopción en los patios del colegio Escolapios.

      A Emiliano Rodríguez era el fútbol lo que realmente le apasionaba de joven. Disfrutaba con los partidos de Iriondo, Venancio, Zarra, Panizo y Gainza en el viejo San Mamés, así que se inscribió en el equipo de la escuela para tratar de emular a sus ídolos. Afirman quienes le vieron jugar que apuntaba buenas maneras en el centro de la defensa, pero nunca llegaría a tener la oportunidad de jugar en el Athletic. Había nacido en un pequeño pueblo de León, donde su padre trabajaba como jefe de estación para el ferrocarril de La Robla, y no fue hasta los ocho meses cuando se trasladó junto a su familia hasta la capital vizcaína, tras un ascenso laboral de su progenitor. Demasiado tarde, por entonces, para poder vestir de rojiblanco. Y sin esa ilusión, el balompié perdía todo su sentido para él. ¿Por qué no probar, entonces, en otros deportes?

      El alero (14) despuntó pronto con el Águilas.

      La progresión de Emiliano fue espectacular. A su velocidad y envergadura sumó una facilidad para las penetraciones a canasta que le permitía dejar el balón muy cerca del aro. Después pulió su técnica individual, su dominio de la pelota, su lanzamiento exterior y, sobre todo, la mecánica de este último, dando forma a un tiro en suspensión apenas visto hasta entonces y que le convirtió casi en indefendible por parte de los rivales. Lo mismo remataba un contragolpe en bandeja que anotaba en estático desde cinco o seis metros. En el marco de un baloncesto que comenzaba a identificar las distintas posiciones dentro del campo, el bilbaíno se convirtió en el referente de las cualidades que debía reunir un buen alero. Tenía talento para triunfar, así que no es de extrañar que despertara pronto el interés de los principales equipos.

      El plan estaba perfilado. La promesa bilbaína abandonó el Águilas en 1958 para perfeccionar su juego durante dos temporadas en el Aismalíbar de Montcada, al frente del cual estaba Kucharski. El equipo catalán era uno de los punteros en la máxima categoría y figuraba en el camino de Emiliano como el paso previo a su salto al Real Madrid. Bajo las directrices de un cuerpo técnico profesional, el alero adquirió fundamentos que antes ni siquiera había imaginado y se fogueó con los mejores jugadores del país, enfrentándose incluso a los «amigos» que había dejado atrás en su club de origen. Estaba preparado. Ferrándiz lo esperaba en la capital de España, aunque antes hubo que atar una serie de flecos, ya que el jugador estaba a punto de terminar su carrera como ingeniero técnico y se disponía a formar una familia. Al fin y al cabo, el baloncesto siempre fue para él «un medio y nunca un fin en sí mismo».

      Hubo determinados «expertos», según el propio protagonista, que llegaron incluso a vaticinar el fracaso deportivo de Emiliano debido a que no superponía el baloncesto sobre otras cuestiones de su vida, como la familia o los estudios. Entendían que su carrera había tocado techo, pero se equivocaban. No en vano, el alero desembarcó en el Real Madrid para formar parte de un equipo sin rival en la competición doméstica y que comenzaba a sentar las bases de la que iba a ser la mejor plantilla de Europa en los años siguientes. Allí compartió vestuario con ilustres de la canasta de la talla de Lolo Sainz, Luyk, Brabender o incluso otro vasco de adopción como Moncho Monsalve. Un grupo de leyenda que supo enganchar a los aficionados con un juego alegre y basado en cierta improvisación, lejos aún del rigor defensivo y táctico que imperaría en décadas posteriores.

      Sin competencia

      Pese a su juventud, Emiliano no tardó en hacerse indiscutible sobre la pista del frontón Jai Alai, cancha de aquel histórico Real Madrid a comienzos de los años 60. Fue solo el inicio de una gran trayectoria en la que acumuló estadísticas sin par y numerosas distinciones personales, además de títulos por doquier. Hasta su llegada a la capital, solo contaba en su palmarés con los ascensos del Águilas y un subcampeonato de Copa con el Aismalíbar. A las órdenes de Ferrándiz, en cambio, se aprovechó de la escasa competencia de aquel baloncesto en vías de desarrollo para conformar la vitrina más ostentosa que jamás ha cosechado un jugador nacido o formado en Euskadi. De blanco, el alero disputó un total de 13 temporadas, en las que ganó nada menos que 12 Ligas, 9 Copas y 4 Copas de Europa, siendo estas últimas las que realmente lo encumbraron. En la final a doble vuelta de 1964 le hizo 59 puntos al Spartak de Brno, un año después le endosó 24 al CSKA de Moscú y la temporada siguiente le encestó 29 al Olimpia de Milán, siempre como máximo anotador.

      Reconvertido en líder indiscutible del equipo más laureado de Europa, Emiliano fue,


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