Leyendas del baloncesto vasco. Unai Morán

Leyendas del baloncesto vasco - Unai Morán


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Ganaron los blancos (98-95) con una gran actuación de Emiliano.

      LUIS MARÍA PRADA

      Nombre

      Luis María Prada De Estal

      Nacimiento

      San Sebastián (21-5-1953)

      Estatura

      2,03 metros

      Posición

      Ala-Pívot

      Trayectoria

      Loyola San Sebastián (formación), Real Madrid (formación), Vallehermoso (1971-1973), Real Madrid (1973-1981), Caja de Ronda (1981-1982), Inmobanco (1982-1983), Canarias (1983-1985) y Collado Villalba (1985-1987).

      Palmarés

      6 Ligas (1974, 1975, 1976, 1977, 1979 y 1980),

      3 Copas (1974, 1975 y 1977),

      3 Copas de Europa (1974, 1978 y 1980),

      3 Copas Intercontinentales (1976, 1977 y 1978) y

      1 Copa Mundial de Clubes (1981).

      Otros logros

      Subcampeón de Liga y Copa, jugó también otras dos finales de la Copa de Europa.

      Internacional

      18 partidos.

      El bigote caracterizó la imagen de Prada durante temporadas.

      PROTAGONISTA EN SEGUNDO PLANO

      Los años 50 marcaron el nacimiento de la primera gran generación de jugadores vascos de baloncesto. El todavía incipiente juego de la canasta se practicaba aún a la intemperie y con unos fundamentos muy rudimentarios, pero sirvió ya de aliciente a toda una promoción de chavales para los que botar el balón con la mano se convirtió en la mejor oportunidad de hacer deporte. Juanma López Iturriaga y Josean Querejeta fueron, quizá, los iconos de quienes vinieron al mundo en aquella notable década, pero hubo alguien que les precedió y despejó el camino del éxito. Aunque menos mediático, llegó antes que ellos al Real Madrid y levantó primero la anhelada Copa de Europa. Era incluso más alto y ágil, y completó un palmarés a la altura solo de los más privilegiados. Su nombre: Luis María Prada.

      El baloncesto tuvo en Gipuzkoa un desarrollo inicial más lento que en los otros territorios vascos, pero encontró en el colegio capitalino de San Ignacio de Loyola un importante feudo para su expansión. Allí comenzó Prada su andadura como integrante de un equipo histórico de minibasket que se proclamó campeón de España en 1964. Al principio era solo un jugador más dentro de un equipo homogéneo que firmaba sus éxitos a base de trabajo colectivo, pero de adolescente dio un estirón que le permitió superar los dos metros de estatura y sobresalir entre sus compañeros. Año tras año, concepto a concepto, incorporó los fundamentos técnicos necesarios para triunfar en el mundo de la canasta y, aunque delgado, adquirió hechuras de tipo grande. Así fue como se convirtió en la pieza fundamental de la plantilla que seis años más tarde logró alzarse de nuevo con el título nacional, esta vez en categoría juvenil.

      La final se celebró en la capital de España y la inesperada víctima fue nada menos que el Real Madrid. Los blancos recibieron un sonado repaso y el donostiarra fue nominado como mejor jugador de la categoría, lo que le sirvió de inmejorable escaparate. Su intimidación resultó decisiva bajo tableros, ya que el éxito del Loyola se basó en una esmerada zona 2-1-2 que ahogó el juego ofensivo de sus rivales. «Llevábamos muchos años depurando ese tipo de defensa, aquel día nos salió a la perfección y ellos no tuvieron su día en los lanzamientos exteriores, que fue la única opción que les dejamos», explica Prada, quien contribuyó también al ataque de su equipo con rebotes y algunas canastas desde media distancia. Pocos baloncestistas de su edad podían hacerle sombra.

      Perder no entraba en la agenda del Real Madrid de la época. Sus derrotas siempre tenían consecuencias y Prada fue el precio que decidieron cobrarse por el fiasco de su equipo juvenil. Los ojeadores del club blanco no dejaron pasar la oportunidad de tender su red en San Sebastián y se adelantaron al Barcelona. Fue el propio Lolo Sainz quien se desplazó para plantear en persona una oferta de contratación a la nueva promesa. Sin alternativas tan suculentas en el baloncesto vasco de inicios de los 70, y «aprovechando que tenía un tío en Madrid», el canterano del Loyola no declinó la invitación y aceptó vestir la camiseta del que ya por entonces era el equipo más laureado de Europa.

      Al igual que le había ocurrido a Emiliano Rodríguez una década atrás, la incorporación de Prada al primer equipo del Real Madrid no fue directa. Requería de un período de adaptación y progreso paulatino. El donostiarra aterrizó en la capital en 1970, pero jugó como júnior blanco antes de su debut profesional en el Vallehermoso, una especie de club convenido que se había ganado el derecho a competir en la máxima categoría. El modesto equipo no pudo certificar su permanencia, pero sirvió de trampolín para un espigado baloncestista que llamaba a la puerta de una elite sedienta de centímetros. Su estreno con la primera plantilla del Real Madrid se produjo en 1973, a las órdenes de un Pedro Ferrándiz que no cesaba de sumar nuevos títulos a su inigualada vitrina como entrenador.

      El canterano del Loyola llegó al Real Madrid con apenas 20 años.

      No sospechaba Prada que había llegado al Real Madrid para quedarse. Y no resultaba fácil en un equipo para enmarcar, plagado de referentes. A los veteranos Luyk y Brabender se habían sumado talentos como Szczerbiak, Ramos o Paniagua, y nuevas figuras de la talla de Corbalán, Cabrera o Rullán. Más que competir por un puesto en la cancha, el mero hecho de compartir vestuario con ellos resultaba ya todo un logro al alcance de muy pocos privilegiados. «Aunque ya habían contado conmigo para entrenar cuando aún era júnior, pasar a formar parte de la primera plantilla fue algo muy especial y nunca imaginé que fuera a ser por mucho tiempo. Pensaba en uno o dos años, como mucho», reconoce el donostiarra.

      El éxito del interior vasco radicó, precisamente, en asumir el papel que tenía que interpretar entre semejante nómina de estrellas. Era un jugador de equipo, sacrificado. Aunque versátil, su rol se limitaba a ser un recambio de garantías para dar descanso a los titulares o cubrir sus bajas por lesión. Comprendía Prada, además, que con compañeros como los que tenía a su lado, entre los que había grandes tiradores, la responsabilidad de anotar no iba a ser suya, lo que le quitó un importante peso de encima. Meter más o menos puntos, en realidad, no le preocupaba demasiado. Su función era otra.

      Jugar en un equipo como el Real Madrid y no ser titular entrañaba el riesgo de no contar con demasiados minutos sobre la cancha, habida cuenta de que en el baloncesto de la época bastaban los dedos de una mano para enumerar los cambios entre jugadores. Las rotaciones tardarían tiempo aún en llegar. Sin embargo, vestir de blanco era sinónimo, también, de éxito en lo colectivo. Así fue como Prada fue dando forma, casi desde el anonimato que le reportaba la segunda unidad, a un palmarés de leyenda que pocos igualarían después. En el ámbito doméstico ganó seis Ligas de ocho posibles, la primera de ellas invicto, y también tres títulos de Copa. Unos éxitos que, sin embargo, se daban casi por hechos y apenas servían para compensar las inesperadas derrotas que sufrían los blancos de Pascuas a Ramos. Tendrían que pasar aún muchos años para valorar en su justa medida los logros cosechados.

      Marcaje y palmeo


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