Leyendas del baloncesto vasco. Unai Morán

Leyendas del baloncesto vasco - Unai Morán


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consideración para los ojeadores de la capital, en cuyo bagaje baloncestístico figuraban ya como éxitos rotundos los fichajes de Emiliano Rodríguez y Luis María Prada. El tiempo no tardaría en aportarles nuevos argumentos en forma de jóvenes jugadores con los que ampliar el historial.

      Lejos de Madrid, el baloncesto vasco se desarrollaba en la década de los 70, lento pero seguro, al abrigo todavía de los grandes colegios de las capitales. Hasta que la excepción de la regla tuvo lugar en Lazkao, un pequeño pueblo de la Gipuzkoa rural. Quizá en el sitio más insospechado por su falta de tradición, un talludo adolescente emergió para romper moldes y dar lustre al deporte de la canasta como alternativa al fútbol o los frontones. El nombre de Josean Querejeta no tardó en llamar la atención… hasta el punto de que pronto se le quedaron pequeños el pueblo, la comarca e, incluso, el territorio. Tras un paso fugaz por las filas de equipos con solera como La Salle Beasain y Atlético San Sebastián, el joven guipuzcoano recaló en el Baskonia para dar rienda suelta a sus sueños de aros y tableros.

      Querejeta llegó a Vitoria con apenas 17 años junto a otros dos destacados paisanos: Manu Moreno y Kepa Segurola. Era un alero grande para su época, con dos metros de estatura y cuerpo de sobra para postear, aunque no muy musculoso y algo pesado de piernas. Nadie podía siquiera imaginar que acabaría convirtiéndose en santo y seña de la ciudad con el paso del tiempo. Su descubridor para el mundo de la canasta no fue otro que el mítico entrenador Pepe Laso, quien ya por entonces sumaba siete temporadas al frente del equipo baskonista. Él fue quien primero se percató del talento y la inteligencia que aquel portentoso joven exhibía como rasgos de identidad, así que no dudó en ficharlo pese a su escasa experiencia.

      Pepe Laso vio pronto las cualidades del alero (El Correo).

      El salto fue grande para Querejeta, si bien aquel baloncesto de elite que comenzaba a saborear no era todavía del todo profesional y el Baskonia distaba mucho aún de las glorias que estaban por llegar. Según sus propios recuerdos, la mayoría de los jugadores trabajaban por la mañana y el entrenamiento del equipo, como tal, era por las tardes. A modo de compensación por su esfuerzo, el de Lazkao apenas recibía del club una pequeña cantidad de dinero para hacer frente al pago de la pensión en la que residía y otros gastos. Suficiente para echar raíces en Vitoria y seguir progresando como jugador.

      La adaptación del alero fue rápida. Tanto, que cuatro temporadas le bastaron para confirmar su proyección y convertirse en uno de los mejores jóvenes del momento. A su preciada envergadura sumaba un carácter competitivo digno de la más alta consideración y una capacidad de sacrificio sin par. Trabajaba hasta cuando tocaba descanso, así que no tardó en asomar como aparente presa fácil en la agenda de equipos con más pedigrí que el Baskonia. El horizonte deportivo de Querejeta apuntaba hacia cotas mayores y tierras lejanas. Desde el club lo supieron entender y no pusieron impedimento a la marcha de su promesa.

      El Real Madrid fue el más hábil a la hora de hacerse con los servicios del guipuzcoano. La oferta era poco menos que irrechazable. En términos económicos y también deportivos, por lo que suponía aspirar a todos los títulos junto a una plantilla conformada por algunos de los mejores jugadores de Europa. Al de Lazkao no le quedó más remedio que abandonar aquella Vitoria en la que tan arraigado se sentía ya y preparar de nuevo las maletas para dar otro gran salto, esta vez hacia el baloncesto profesional de verdad. Corría el año 1978.

      El estirón de las nuevas generaciones tras la posguerra y la creciente competitividad en el básquet español permitían a las distintas plantillas ganar centímetros año tras año, si bien el porte de Querejeta seguía siendo excepcional para su época. Gracias a él se hizo hueco en un Real Madrid sin apenas espacios, en el que compartió plantilla con figuras de la talla de Corbalán, Llorente, Romay, Szczerbiak o el incombustible Brabender, amén del guipuzcoano Luis María Prada y el vizcaíno Juanma López Iturriaga, con quienes llegó a pugnar por un sitio en la cancha. Aquel fue «el mejor vestuario» que conoció el guipuzcoano en su vida deportiva, según ha reconocido siempre, y con él ganó al Barcelona las dos Ligas consecutivas que disputó y también la Copa de Europa de 1980 en Berlín, tras una trepidante final ante el Maccabi de Tel Aviv (89-85) en la que aportó dos puntos desde el banquillo.

      El de Lazkao logró con el Real Madrid la Copa de Europa de 1980.

      Esfuerzo y espíritu de superación fueron los extras que el de Lazkao aportó a su bagaje innato de aptitudes para competir con sus compañeros de equipo y ganarse la confianza del técnico blanco, el tan alabado como exigente Lolo Sainz. Lo consiguió, como casi todo lo que se propuso en su carrera deportiva, pero ello no fue óbice para abandonar la capital antes de tiempo. Había firmado un contrato de tres temporadas con el Real Madrid, pero desertó al finalizar la segunda porque, en el fondo, lo que realmente quería eran más minutos en pista. Su marcado carácter competitivo no le permitía observar desde el banquillo la consecución de nuevos entorchados. Quería ganarlos, sí, pero como protagonista.

      En efecto, el baloncesto de la época era tan hierático en sus formas y estrategias que destinaba un rol casi testimonial a todo jugador que no figurase en el quinteto inicial, y formar parte del mismo parecía poco menos que una quimera en un conjunto plagado de estrellas. Al alero le corría el básquet por las venas, así que, tras una profunda reflexión sobre pros y contras de renunciar a todo un Real Madrid, decidió apostar por la cancha en detrimento de los trofeos y se decantó por volver a su anhelada Vitoria.

      Lo cierto es que la otrora promesa de Lazkao, internacional de éxito incluso con la selección española en categorías inferiores, se había transformado en una sólida figura con el paso de los años. Su nombre se había convertido en todo un referente entre técnicos y directivos, lo que le facilitó encontrar acomodo otra vez lejos de casa. Primero se enroló en las filas de un eterno aspirante como el Joventut. Se comprometió por seis temporadas, pero Querejeta siempre tuvo olfato para percibir dónde estaba su lugar en cada momento y no encontró en Badalona lo que esperaba, así que optó por rescindir al concluir la primera.

      No le fallaba el instinto. El club verdinegro se hallaba inmerso en una grave crisis institucional y firmó hasta tres cartas de libertad al de Lazkao, que se reubicó en otro club histórico como el Zaragoza. Antes de iniciarse la temporada, sin embargo, la nueva directiva del Joventut invalidó las gestiones de su predecesora y reclamó los derechos sobre Querejeta, lo que obligó a intervenir a la mismísima Federación Española de Baloncesto (FEB). Aunque esta se decantó finalmente por los maños, el conflicto descolocó mentalmente al alero, que no rindió como de él se esperaba y, harto de desventuras, llegó incluso a sopesar su retirada. Por de pronto, renunció a continuar en la capital aragonesa y regresó a Vitoria, donde se refugió en un modesto Corazonistas que competía en la tercera categoría nacional. El baloncesto parecía pasar a un segundo plano de su vida personal, pero nada más lejos de la realidad. Fue solo un paso atrás para coger impulso.

      No hay dos sin tres

      La Vitoria de mediados de los 80 era una ciudad que apuraba su gran expansión urbanística. Había triplicado su población


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