Cuando Vips era la mejor librería de la ciudad. Alberto Olmos

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      Una noche con Sabrina Love fue el debut de Pedro Mairal hace veinte años y aquí la propuso sin mucho éxito Anagrama poco después. Ahora Libros del Asteroide ha vuelto a publicar la novela tras el éxito de La uruguaya.

      El libro lo protagoniza un muchacho que hace autoestop desde el pueblo donde ya trabaja y se pudre hasta Buenos Aires, donde le espera una noche de sexo gracias a un estrambótico sorteo. En su periplo, el joven socializa con decenas de personas, entre ellas camioneros, soldados, vendedores ambulantes y taxistas; ha dejado atrás a un hermano en paro y muchos amigos sin más ambición que beber hasta morir. Todos ellos son la gente. Yo creo que nunca había leído una novela argentina donde apareciera la gente.

      Y la gente es igual en todas partes: creo que a eso voy con este artículo.

      La implacable sencillez, redondeada de puntuales accesos líricos, que emplea Mairal en este debut deslumbrante traza un retrato conmovedor de las personas sin historia, sin ego, sin libros a su nombre. Desde el pueblo y toda la región entrerriana que vemos en la primera mitad del libro hasta ese Buenos Aires asfixiante y superviviente que impacta al muchacho cuando llega a su destino, Una noche con Sabrina Love es casi un himno a la Argentina que no merece la pena exportar ni por supuesto contar, porque es demasiado cutre. Gente que no tiene para tomar un autobús, gente que come bocadillos, gente que se mancha las manos cuando trabaja. Y un chico que quiere perder la virginidad con una estrella del porno, diva intocable y perfumada que, a la postre, no es más que una señora sórdida.

      Contra el cordón del islote de cemento el viento acumulaba una arenisca sucia con pequeños vidrios de parabrisas y faros rotos, bolsas de polietileno, pedazos de plástico de tazas de neumáticos y de paragolpes, latas aplanadas, cartones. Todo formando una misma resaca dejada por la marea del tráfico, una arena hecha, no de piedra, sino de autos; el sedimento depositado por los accidentes.

      La Argentina de Una noche con Sabrina Love es, de hecho, muy española; es decir, bastante coreana; es decir, universal.

      De censor y delator a provocador

      Anoten por favor que soy el único crítico de España que visita o habla siquiera de las bibliotecas públicas. En una andaba recorriendo la signatura FER. la larguísima signatura FER, porque yo soy un usuario de biblioteca pública como Dios manda: hay que mirar los libros directamente en las estanterías, y así te llevas el que no habías ido a buscar, y eso es la Cultura.

      FER. Anda que no hay escritores y muertos apellidados Fernández. Iba leyendo títulos vanos y fracasos sin cuenta, todos a cargo de Fernández y más Fernández, cuando di con uno que me interesó: Lola, espejo oscuro, de Darío Fernández Flórez. Había encontrado lectura; había encontrado, de hecho, hasta escritura.

      Yo no sé qué tiene el verano que siempre me lleva a leer a fachillas. El fachilla es un escritor olvidado que además era de Franco. Darío Fernández Flórez fue censor, ganadero y escritor. No dejó un palo sin tocar.

      Cuenta en un artículo Ernesto Escapa que Darío Fernández Flórez fue quién denunció a Julián Marías, como revivía su propio hijo Javier en Tu rostro mañana, pero sin dar el nombre. DFF, por tanto, lo tiene todo para que nadie lo lea, para que su obra sea sepultada, para que su nombre reducido a las siglas ocupe una peana muy pequeña en el museo provincial del polvo. Que es un museo que yo visito con frecuencia.

      Me gusta leer a los antiguos y olvidados porque todos escriben mejor que yo, que tú, que cualquiera. Ha caído el tiempo sobre su prosa y es un gusto pasearse por ella, ver que tal mote o insulto o vocativo se decía ya hace sesenta o setenta años, comprobar qué expresiones se han perdido, qué semántica se ofrecía a miles de lectores ahora muertos.

      «Morirse a chorros», dice dos veces Darío Fernández Flórez en este libro.

      Mi ejemplar de biblioteca es de 1973 y de Círculo de Lectores. La editorial avisaba entonces de que se trataba de una edición «no abreviada». ¿Qué era lo que había que abreviar?

      Lola, espejo oscuro son las memorias de una prostituta de lujo. «Ante todo, debo advertir que soy una chica muy mona. Muy mona y muy cara». Durante 300 páginas Lola nos cuenta su dedicación al oficio, desde su Andalucía natal hasta el promisorio Madrid, pero sin entrar nunca en carnalidades. Lo único erótico del libro es ver a Lola sacarle todo el dinero que puede a los hombres ricos.

      Adscrita a la nueva picaresca que se puso de moda en la posguerra, Lola, espejo oscuro es una lectura magnífica. A la verosimilitud de todos esos lances que hoy nos parecen increíbles se une una prosa vivaz, risueña y hasta poética. «Seguía teniendo, claro está, mis catorce años y me vi negra para no perderlos y llegar a Cádiz tan entera como salí de Ronda, aunque bien es verdad que algo más sobada porque pasé malos ratos por los puertos y la bahía, y hube de apagar un tanto los fuegos de mi fiereza». Si uno se lee las 300 páginas de una novela de la que no va a poder hablar con nadie, indudablemente es que esa novela está muy bien.

      Luego están las lecturas transversales, esnobs, concienzudas. Vean la ironía, incluso la acrobacia, de ser censor y delator y escribir luego una novela que es capaz —siendo su asunto exclusivamente el intercambio de sexo por dinero— de burlar la censura. Aquí Freud y Elia Kazan tendrían mucho que comentar.

      Además está Lola, obligada por la solemne pobreza en la que nace a malvivir y penar, pero que utiliza su cuerpo para enriquecerse y, mayormente, hacer sufrir a todos los hombres que se cruzan en su camino. Esta «mala mujer» encontraría en nuestro tiempo comprensión y hasta aplauso, pues su caso puede razonarse desde el feminismo al punto de acabar convertido en heroico.

      ¿#MeToo? Vean el cine español de los años cuarenta: «Hube de someterme a sus deseos para seguir caminando los rumbos del cine, porque, como dice Juan, muchas de nuestras películas se hacen en la cama, y así salen ellas». Y más: «Seguí, pues, pagando portazgos con un director, un jefe de producción, un guionista, un galán nada galante […] y hasta con un gerente de la casa Balbin Films; tan solo, entre las altas jerarquías de aquel tinglado, escapé del operador, porque era extranjero y no le interesaban las mujeres».

      Cabe preguntarse también cómo se leería esta frase en la España de 1950: «Por eso los hombres dicen que soy muy mala y en el fondo me odian como se odia al amo que nos tiraniza».

      Por si fuera poco, el libro desemboca en un epílogo donde un escritor llamado Darío manifiesta su desaliento ante el género de la novela y, como ya registraba Manuel Alberca en La máscara o la vida, considera que los españoles «somos anticonfesionales y todas nuestras confidencias resultan absolutamente falsas».

      Autoficción franquista, lo que nos faltaba.

      La literatura de verdad va en autobús hacia Usera

      En el momento en que Ida Vitale fue galardonada con el premio Cervantes de las Letras yo andaba leyendo extasiado a Rachel Cusk, una autora canadiense que se crio en Estados Unidos y que ahora vive en Inglaterra, meneo geográfico que a lo mejor hace difícil que algún día le caiga algún premio. Los canadienses no la considerarán canadiense, los estadounidenses no la considerarán compatriota y los ingleses la mirarán aún como a una intrusa. Para esto de los premios hay que estarse muy quieto y sujetar el palo de una única bandera.

      Ida Vitale la tengo leída y mis notas sobre sus poemas dicen cosas horribles. Abrí esas notas cuando ganó el premio y me asusté. Parece que no me gustó nada, en su día. Tanto da. El caso es que Ida Vitale había ganado seis premios gordos en los últimos diez años y darle el Cervantes era fácil, la simple obesidad del éxito. Rachel Cusk, por su parte, luce en su entrada en la Wikipedia un encantador rosario de fracasos: en los últimos veinte años ha quedado finalista (shorlist o longlist, por sus humillaciones en inglés) de diez premios, de modo que, según la oficialidad, siempre ha habido alguien mejor que ella.

      Por otro lado, me resulta simpático pensar en el jurado del premio Cervantes de este año. Se supone que es gente que se junta para dar un reconocimiento a aquel autor o autora que, entre todos, entiendan que ha completado una obra singularmente digna de publicidad, fama y dinero. Sin embargo, hay una ley tácita (dicen),


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