Cuando Vips era la mejor librería de la ciudad. Alberto Olmos

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ya se le ocurrió a Dan Brown, por cierto.

      Lo de nuestro país lo deja claro Andreu Martín en el citado Cómo escribo novela policíaca: «En España surgió el boom de la novela negra como reacción contra unas formas literarias que no interesaban a nadie». Habla de los años setenta, y las formas literarias que no interesaban a nadie son, básicamente, las que cualquier persona cabal entiende como Literatura.

      Martín-Santos, Benet, el Cela de Oficio de Tinieblas 5 o Juan Goytisolo.

      «Estábamos hartos de esa literatura ensimismada que necesitaba veinte páginas para subir una escalera», subraya enseguida en el mismo ensayo Juan Madrid.

      Desde los años setenta hasta ahora se han sucedido los autores, las modas y los festivales de novela negra. Hay librerías y revistas especializadas en novela negra y premios propios y una cosa llamada «Semana Negra de Gijón», que muchos piensan que podría llamarse «Semana de la Cerveza Negra de Gijón» y nadie notaría la diferencia. Eduardo Mendoza creó el subgénero de novela negra paródica y aún hoy tiene imitadores. Javier Marías o Antonio Muñoz Molina han recurrido a este tipo de relato en novelas como El invierno en Lisboa o Los enamoramientos. Actualmente disfrutan de un considerable éxito, aparte de Dolores Redondo y del propio Mendoza, Víctor del Árbol, Lorenzo Silva o Carlos Zanón.

      Si nadie te conoce, además, siempre funciona decir que tus novelas negras son un éxito en Francia.

      La novela negra supone prácticamente el fin de la literatura. En la mayoría de los autores del género no hay ni un gramo de esa sustancia blanca que define este arte: el estilo. Todos los narradores policiales escriben igual, e igual a como escriben los narradores policiales de cualquier otro país. Traducir una novela negra se diferencia muy poco de escribirla.

      La novela negra degrada la literatura a una suerte de cine de bajo presupuesto, dado que convierte la ficción escrita en el campo de pruebas de una historia. Si esa historia funciona comercialmente, se pasará a mayores: se hará una película.

      Desde la aparición del hard boiled, además, se ha difundido el mantra de que la novela negra es en verdad narrativa comprometida, un vehículo para la denuncia social. Lo cierto es que todos los grandes escritores de novela negra eran, al mismo tiempo, grandes reaccionarios. De hecho, el más destacado escritor de novela negra de nuestros días, James Ellroy, admira a Ronald Reagan y, para escribir Seis de los grandes, fue, según desvela en A la caza de la mujer, «en todo momento el racista provocador adherido a las almas de mis asesinos derechistas».

      Esto es así porque la novela negra auténtica está escrita a partir de experiencias vividas en primera persona. O, dicho con mayor malicia, la novela negra es la novela de ese obrero que vota a la derecha.

      El viaje por los bajos fondos que ofrecen estos libros es un viaje por todo lo que sobra para que nuestro sistema capitalista sea perfecto. De ahí que sobren los delincuentes y los mafiosos, pero, a menudo, también los homosexuales, los negros, las mujeres con iniciativa y los comunistas.

      Por supuesto, hay novela negra intencionadamente izquierdista, pero siempre será de segunda división: el escritor ha tenido que documentarse y copiar a los grandes.

      «Siempre que hay poder hay discurso oficial y, mientras haya discurso oficial, habrá una novela negra para desmentirlo», dice de nuevo —ebrio de heroicidad— Juan Madrid.

      Volvamos al principio: ¿es posible que la novela negra vaya contra el discurso oficial o contra el poder cuando ocupa sitios destacados en librerías y bibliotecas públicas, recibe los principales premios comerciales del país y hay escritores de novela negra dirigiendo importantes suplementos literarios, antiguamente tan exquisitos?

      Al conservadurismo ideológico del género hay que sumar una poética rutinaria que no admite riesgo y una vocación de complacencia masiva que —ay— solo tiene un objetivo: el mercado. No hay ningún escritor de novela negra de prestigio que no venda libros; de hecho, ser un buen escritor de novela negra es vender libros. Hacer dinero.

      Me imagino en el futuro perdido dentro de una librería buscando un libro humilde, un poemario o una novela minoritaria; me imagino recurriendo al librero para localizarlo y que me diga, después de cubrir con un ademán medio establecimiento: «Todo esto es novela negra, el resto es literatura».

      De cómo la autoficción se convirtió en autopromoción

      Partamos del supuesto de que la historia de la novela es una historia de la diferencia. El arte de narrar no es otra cosa que un catálogo de formas. La novela que encuentra sitio en el canon, en las universidades o en los manuales de literatura siempre es una novela que dio inicio a una corriente estética o que la llevó hasta sus límites, incluso agotándola.

      Supongamos también que en el siglo XIX la novela alcanzó la perfección. Era así como debía hacerse una novela. Capítulos y partes, descripciones y atención a los detalles, casi siempre un narrador en tercera persona que se deja llevar por el estilo indirecto libre; planteamiento-nudo-desenlace, diálogos y un final climático. Tolstói, en suma; Flaubert. ¿Se podían escribir más novelas después de Guerra y paz? ¿Se podían narrar de forma diferente a Madame Bovary?

      La historia de la novela del siglo XX es la historia de cientos de novelistas que intentaron dinamitar la morfología narrativa de ese realismo depurado. Lo que queda del siglo XX (porque es leído, comentado, imitado o estudiado) es el modernismo, la generación perdida, el nouveau roman, Oulipo o la posmodernidad. Es decir, un legado eminentemente formal.

      Si el modernismo fue un juego (una exploración) de los elementos básicos del relato, la posmodernidad es el juego (la exploración) de la recepción. Ya poco nos quedaba por explorar aparte de la figura del lector.

      Y es ahí donde entra en escena la autoficción.

      «Why so serious?», que diría el Joker. Bueno, aquí vamos de la gravedad a la patochada: denme tiempo. Y sigamos.

      La autoficción es el legado literario de comienzos del siglo XXI. Autores como Emmanuel Carrère o Javier Cercas, entre otros muchos, quedarán como representantes de la novela que se hacía en el primer cuarto del presente siglo. También se han escrito otro tipo de novelas, evidentemente, pero lo que atesoramos como «canon», va dicho, ha de ser siempre otra cosa, una anomalía.

      La autoficción de Carrère o Cercas es algo tan sencillo como novelas en las que el protagonista tiene el mismo nombre que el autor (o exactamente la misma profesión, edad, situación familiar…, en fin, identidad). De este gesto temerario se derivan consecuencias inmediatas para el lector: ¿es verdad lo que leo?; incluso: ¿qué es la verdad?

      Si alguien escribe su autobiografía, el lector entiende que todo lo que se cuenta en ella son los hechos ciertos de una vida; si escribe una novela, el lector asume el carácter imaginario de lo narrado. Por ello no hay autobiografías donde una persona se convierta en un escarabajo o vuele. Es lo que se conoce, respectivamente, como «pacto autobiográfico» y «pacto de la ficción».

      La autoficción no respeta estas convenciones, mezcla datos reales con otros inventados, lo que lleva al lector a una situación infrecuente: duda sobre qué está leyendo exactamente. Hay incluso lectores que se enfadan (el enfrentamiento de Arcadi Espada con Javier Cercas a raíz de Soldados de Salamina va por ahí), pues entienden que no están ante malabarismos del arte literario, sino frente a una desvergonzada estafa (imaginen que yo escribo una novela sobre un Alberto Olmos que fue violado de niño. ¿Se atreverían a decirme que es mala?, y ¿cuántos premios me darían?).

      No es fácil huir de las modas, escribir sin atender a lo que tiene éxito o cosecha elogios. Por ello, numerosos escritores se han puesto a escribir autoficción, después de años haciendo novela más o menos tradicional.

      La novela de Álvaro Colomer, Aunque caminen por el valle de la muerte, es —amén de un buen libro— un ejemplo de resistencia. Lo que se nos cuenta en ella es una batalla real y el relato se sustenta en una documentación exhaustiva. Sin embargo, el autor no aparece por ningún lado.

      Lo que tendría que haber hecho Colomer para estar a la moda —quizá


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