Cuando Vips era la mejor librería de la ciudad. Alberto Olmos

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en Twitter, la prensa miente: no existen crisis humanitarias. Nunca en la historia de la humanidad ha habido una crisis humanitaria. Tampoco una emergencia humanitaria o un desastre humanitario. Dense cuenta de que a las crisis humanitarias enviamos ayuda humanitaria, y quizá debido a esta redundancia no acabamos de ayudar a nadie. Y es que hay mucha confusión sobre qué resulta más humanitario, matar a la gente o salvarla.

      Humanitario tiene tres acepciones en el diccionario: una, sinónimo de benigno; otra, referido al bien del género humano; la tercera, alivio de los estragos de la guerra. Así, la «crisis humanitaria» esa que dicen debe de ser o una «crisis benigna» (¿cómo va a ser benigna una crisis?) o una crisis de bondad (la gente es cada vez más mala, entendemos) o una crisis en nuestra empatía hacia los damnificados durante un conflicto bélico, a los que, de pronto (crisis) no ayudamos.

      Así está el patio. Pero no tiene ninguna importancia: es tan poco lo que tenemos que decir que nos entendemos incluso expresándolo mal.

      Por ello, me ha sorprendido ver en pocos meses dos noticias acerca de las pruebas ortográficas a las que deben enfrentarse aquellos que aspiran a ocupar determinados empleos públicos en nuestro país. En concreto, los bomberos de Burgos y los policías de Madrid.

      En Burgos, el 60% de los aspirantes a bombero fue eliminado de la oposición tras no superar un dictado. O sea, por poner uve en lugar de be o comerse una hache aquí y una tilde allá. ¿Se imaginan que empieza a arder su casa y viene a socorrerles un bombero con una manguera en la mano? Cualquiera, en semejante trance, daría por perdida su vivienda y todos sus objetos personales. ¡Un bombero que no trae diccionario qué fuego va a apagar, por Dios santo!

      En Madrid, los opositores a Policía Nacional tuvieron la suerte de que un test léxico quedara invalidado después de que las autoridades competentes se dieran cuenta de que iba a tener que patrullar la ciudad un gilipollas premio Nobel de Literatura si se empeñaban en mantenerlo.

      Yo he hecho este último test dos veces. Primero obtuve un 62 y luego un 68. No solo el test no tiene nada que ver con ser policía; apenas tiene que ver con saber escribir. ¿Quién está al corriente de si la Real Academia Española de la Lengua admite o no «almóndiga»?

      Es fascinante que a una sociedad tan desinteresada por la ortografía y la gramática como la nuestra se le ocurra pedir a un hombre o a una mujer que solo quiere apagar fuegos o atrapar yihadistas saber que se escribe «bienfortunado» y no «bienafortunado». En mi infinita suspicacia y mal pensar he llegado a temerme que todo esto no sea otra cosa que una estratagema para amañar las oposiciones y que solo las pasen el sobrino de un teniente y la hija de un concejal.

      Con todo, en Burgos deben de estar encantados con el espectáculo de ver arder cosas mientras sus bomberos se ponen hojas de laurel unos a otros en el casco.

      ¿En tu casa no había libros?

      El otro día oí una frase tan llamativa como inquietante: «Los libros son una especie de basura». Lo de llamativa no me lo negarán. Lo de inquietante tiene una explicación: la frase la formulé yo mismo.

      Andaba oyéndome pensar y, por esas cosas que tiene perderse en las barriadas menos recomendables del cerebro, me topé con esas siete palabras. A veces uno se lanza ideas de un hemisferio al otro, ideas que no piensa exactamente, sino que afloran por su cuenta, como herrumbre neuronal.

      El caso es que me seguí el juego y me repliqué alegremente: «Entonces acumular libros en casa es una suerte de síndrome de Diógenes…».

      Me hice tanta gracia que he escrito este artículo.

      Estarán hartos de oír, de boca de escritores llorones, esta otra afirmación: «En mi casa no había libros». Bueno, pues en mi casa no había libros. No digo 2.000 libros; digo dos, digo uno.

      Hay un gilipollas en Twitter que, cada vez que me nombra, me llama «el señorito Olmos». Seguro que cree que me crie en lo alto de una biblioteca familiar inabarcable, dado que puedo llamarle gilipollas. No fue así y, ahora que veo libros por mi casa, lo cierto es que no ameritan el calificativo de biblioteca, pues apenas llegarán a los 200. Además, la mayoría está dentro de un armario, sin ordenar siquiera.

      Odio tener libros y, sin embargo, cuando veo a otros escritores fotografiarse junto a sus bibliotecas privadas y declarar ufanos la cifra milenaria de ejemplares que las componen, me dan mucha envidia. ¡Qué casa tan grande debes de tener si te caben 20.000 volúmenes!

      La gente, así en general, gusta de tener libros. Quizá para demostrar que les sobra casa. O quizá en virtud de esta fórmula social que acabo de inventarme: la superficie en metros cuadrados de todos tus libros juntos —vistos de canto— debe ser superior a la superficie de la pantalla de tu televisor. Entonces eres un ciudadano con criterio propio y conciencia social.

      Pero ¿qué hacen los libros en la casa?, ¿quién los lee?, ¿cuánto lleva ese premio Planeta sin salir de su apretura?, ¿y el Quijote ilustrado?

      Cuando uno compra yogures o pomadas y los consume, los envases y botes que contenían esos mejunjes acaban en el cubo de la basura. Sin embargo, cuando uno compra un libro y lo lee, luego lo pone en un mueble, como un fumador que fuera dejando cajetillas de Marlboro vacías en unas baldas clavadas en el pasillo y les dijera a las visitas: «Mirad todo lo que he fumado».

      Casi nadie lee un libro dos veces, pues ya es admirable que se lean una sola vez, de modo que darles cobijo en casa es exactamente igual que dar cobijo a un libro en blanco o a esos libros falsos que hay en el Ikea. O, en fin, a la basura.

      Supongo que algo así quería decirme yo con la frase que origina estas letras.

      Yo creo que vamos camino de que tener libros en casa sea considerado una tontería. Cuando uno escribe viene bien tener a mano un Faulkner o un Umbral —o libros de autores que nos inspiren— para abrirlos a voleo en busca de auxilio, un tono que imitar, un ritmo, cierta confianza que da leer a un maestro y tratar luego de acompasar la propia voz a la suya… Aquellos que leen, pero no escriben, sin embargo, ¿para qué tienen los libros?

      Algo hay de herencia en vida para los hijos. Se puede decir que los niños, viendo libros por todos lados, acabarán leyendo. Se puede decir también que, cuando les sea necesario leer tal o cual clásico, ahí lo tendrán, inmediatamente a mano.

      Pero lo cierto es que los niños no acaban leyendo porque estén rodeados de libros —seguramente solo leen si ven a sus padres leer— y que casi ninguna biblioteca familiar está compuesta ni exclusivamente de clásicos ni forzosamente de libros que las nuevas generaciones necesiten conocer. He visto muchos Vizcaíno Casas en esta vida de husmear bibliotecas ajenas, amigos.

      El único motivo de la existencia de las bibliotecas privadas es que son, justamente, propiedad privada, algo que costó dinero y que obviamente uno se resiste a tirar. O, por usar las palabras de Thorstein Veblen, sirven para la «comparación odiosa», esto es, «la prepotencia de quien posee esos bienes y está por encima de otros individuos dentro de la comunidad», amén de que el ciudadano «debe encontrar algún medio de demostrar su entrega a la ociosidad durante el tiempo en que no está a la vista de sus espectadores», pues «para que el gasto sea prestigioso ha de ser derrochador. No se deriva mérito alguno del consumo de las cosas necesarias para vivir» (Teoría de la clase ociosa, 1899).

      Y esa es toda la razón, a mi juicio, de que entendamos como prueba de bienestar y bonanza social el que haya libros en una casa, rémora del honor personal que arrastramos desde el siglo XIX y que las nuevas tecnologías, la no lectura y, sobre todo, este artículo mío acabarán por eliminar del sistema de valores de Occidente.

      Así, para el año 2078, «en mi casa no había libros» será una frase misteriosa, como «en mi casa no había cartón».

      De defender la cultura libre a venerar la televisión de pago

      Niños, si queréis conocer el grado de progreso de la sociedad en la que vivís, no busquéis sus logros, no contéis infraestructuras ni derechos, no os perdáis en números per cápita ni en rentas de trabajo. Fijaos solamente en qué discusiones monopolizan


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