Cuando Vips era la mejor librería de la ciudad. Alberto Olmos

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Bueno, es fácil de explicar en la pizarra, aunque fuera de clase no haya manera de entenderse. Imaginad que todas las películas, todos los libros y todas las canciones —por no extenderme— estuvieran a disposición de todo el mundo de forma inmediata y gratuita. Puedes leer cualquier novela sin pedirle dinero a tu padre para comprarla, puedes ver cualquier película, aunque su producción haya superado los cien millones de euros y esa canción que alguien ha grabado en cualquier lugar del mundo tú tienes derecho a escucharla, porque te forma y te enriquece culturalmente.

      Calma, calma, no os revolucionéis, que ahora hay que salir de la pizarra. Había una gente ahí fuera muy antigua que se oponía a esta arcadia del saber: los autores. Los muy idiotas confundían cultura libre con cultura gratis. Tuvimos que decirles: «No, hombre, no. No es lo mismo libre que gratis, aunque la única diferencia sea que tú nos haces el favor —poniendo un sellito en tus obras que lo explicite— de renunciar al usufructo de tus creaciones, pues te basta con el aplauso del pueblo».

      Era el año 2010 y no teníamos otra cosa mejor de la que hablar ni por la que pelearnos.

      ¿Que cómo se le ocurrió a tanta gente defender de pronto la cultura libre? Bien, esto es lo que podemos llamar «política de hechos consumados»: la cultura ya era libre, porque la pirateábamos. ¡La de música que me bajé yo gratis e ilegalmente en esos años! (No se lo digáis al director, por favor; ni a vuestros padres). ¡La de películas de estreno que me vi sin pagar entrada, majos! Era tan maravilloso apretar tres botones y conseguir la canción de moda que, la verdad, no entendíamos por qué no era el mundo así todo el tiempo, dado que ya era, de facto, así. Fue la tecnología —básicamente la digitalización de contenidos y su distribución incontrolada en la red— la que nos puso la miel en los labios. Solo faltaba que los autores se avinieran a poner el sellito (Creative Commons, se llamaba), porque, en rigor, lo único que queríamos era dejar de ser delincuentes, que se legalizara nuestro expolio, similar a cuando un huracán pone patas arriba una ciudad y todo el mundo se lleva lo que quiere de las tiendas. Nosotros estábamos a favor del huracán permanente, el huracán del bien común.

      ¿Por qué se defendía con ardor que los autores de canciones regalaran su trabajo al mundo y a nadie se le ocurrió pedir que el iPod fuera gratis?, pregunta con voz muy bajita vuestro compañero repetidor del fondo. Hombre, internet desmaterializó la cultura, mientras que el iPod llevaba un montón de titanio o de no sé qué (preguntad al de Ciencias). Además, ¿tú sabes el placer que daba pagar por un iPod o un iPhone, sabiendo que no todos podían tenerlo? Queríamos que fuera gratis lo que todo el mundo podía pagar y muy caro lo que solo nosotros podíamos comprar.

      La cosa iba a mayores, niños, estábamos al borde de la debacle. La gran pancarta de los defensores más radicales de la cultura libre decía: «¡Que den conciertos!». Es decir, si no puedes vivir de tu canción pegadiza porque todo el mundo se la descarga gratis, siempre puedes dar un concierto, muchos conciertos, arrastrar ese estribillo hasta el final de tus días por todos los antros de España. Era una manera elegante de decir: «¡Que se jodan!». ¿No habían desaparecido los aguadores, los fabricantes de abanicos o el mismo Messenger? Así es la vida (y la solidaridad en Occidente). Pensad en esa vieja profesión hoy residual llamada taxista; a ellos también se les dedicó un claro «¡que se jodan!».

      ¿Y las bibliotecas?, pregunta otra vez con voz muy bajita vuestro impenitente compañero de ahí atrás. Ah, las bibliotecas, miles de libros gratis, miles de cedés… Hombre, ¿no ves que ese material no estaba de moda? ¿No ves que la cultura libre solo demandaba poder acceder a la película, la novela y el disco del que todo el mundo estaba hablando? Un ejemplo: cuando Pa negre ganó el Goya a la mejor película de ese mismo año 2010 era imposible verla online porque nadie se había molestado en piratearla. Solo se pirateaba lo popular, es decir, aquello en lo que alguien había gastado millones de euros en publicidad para que fuera popular. La cultura libre era, en definitiva (primera ironía de esta clase), una validación del mercado.

      Niños, íbamos sobrados, pero en 2008 empezó una crisis económica que llevó la tasa de paro de nuestro amado país al 25%. Era el año 2012 y todos los pijos que defendían la cultura libre dejaron de hacerlo porque, claro, resultaba de muy mal gusto. Imaginaos a cuarenta niñatos gritando: «¡El pueblo quiere Harry Potter gratis!» mientras seis millones de personas no tienen trabajo. Un poco de decoro social acabó con la polémica.

      Mientras, Apple seguía vendiendo a espuertas sus teléfonos y tabletas, auténticos juguetes sexuales de nuestro siglo. Los mismos que en 2010 defendían el Kindle de Amazon, estos cacharros de Apple o cualquier otro gadget molón (lo defendían comprándolo mientras pedían que los contenidos de estos aparatos fueran gratis, digo), acabaron venerando, promocionando e imponiendo ¡la cultura de pago!

      Calma, calma, desenclavad los lápices de las mesas, por favor.

      Sí, exactamente los mismos nombres que en 2010 pedían cultura libre firmaban en 2017, y exactamente en los mismos diarios digitales de entonces, artículos como «La serie que tienes que ver», «La serie que no te puedes perder», «Qué series debes ver este verano» y «Qué maravillosa es esta serie». Un ejemplo sintomático fue Juego de Tronos.

      Todo el mundo hablaba de Juego de Tronos, hasta Pablo Iglesias, líder del partido más a la izquierda en el arco parlamentario. ¿Qué era Juego de Tronos? ¿La ponían en la 1, en La Sexta? ¿La daba gratis un enano en la Puerta del Sol? No, majos, la daba de pago una cosa llamada HBO. ¿Por qué no decían nunca estos artículos que la serie no era como el Un, dos, tres o la Vuelta a España, que sí podía ver todo el mundo? ¿Por qué parecía que el país entero estaba en disposición de ver esta serie cuando solo podían verla legalmente aquellos que pagaran a HBO o a otra cosa llamada Movistar Plus? ¿Por qué debíamos, teníamos y no nos podíamos perder esta serie?

      8 euros al mes costaba HBO. 8 euros al mes costaba Netflix, que también emitía sin parar series que tenías que ver. 16 euros al mes (192 euros al año) te conminaban a pagar los antiguos defensores de la cultura libre para no ser un paria intelectual de tu tiempo.

      Daos cuenta, queridos niños, de que, según el ministerio competente, en 2015 cada español se gastó 260 euros en cultura; en toda la cultura.

      Titulad esta lección «Cómo los adalides de la cultura libre pasaron de defender “un derecho del pueblo” a defender a HBO».

      Podéis ir saliendo, niños. Y recordad siempre que el pasado es todo lo que no tenéis.

      Cuando ser escritor era una juerga

      2,95 euros cuesta contemplar el enternecedor y, a veces, lamentable ocaso de los sueños literarios.

      Luis Mancha entrevista en Generación Kronen a los escritores José Ángel Mañas, Ray Loriga o Luis Magrinyà, y a los editores Chavi Azpeitia, Pote Huerta y Constantino Bértolo. El documental incluye una incomprensible sección dedicada al cine de los noventa (por suerte, muy breve), pero deja algunos momentos simpáticos, como cuando Juan Manuel de Prada pregunta al realizador si Mañas sigue escribiendo o cuando el propio Mañas afirma no ser «nada» en la literatura de hoy. También da a conocer algunos datos impresionantes: Juana Salavert reconoce que era normal en aquellos años recibir unos 25.000 euros por novela y Pedro Maestre asegura haber vendido 80.000 ejemplares de Matando dinosaurios con tirachinas, cifras completamente quiméricas a día de hoy para casi cualquier escritor.

      La pieza es bastante irregular y parece haberse montado con prisas y sin exprimir del todo el testimonio que los propios entrevistados deseaban dar. Con todo, capta muy bien la esencia de aquellos años y la resaca en la que viven ahora varios de los escritores que conocieron —y es mucho conocer— el sabor auténtico de la gloria.

      Todo empezó en 1992, cuando Constantino Bértolo publicó Lo peor de todo, de Ray Loriga. Ya el nombre del autor dejaba claro que no nos iba a hablar ni de la Guerra Civil ni de entrañables veranos en Cadaqués. Loriga traía la modernidad a la literatura española, influido por autores norteamericanos y, sobre todo, por la música y el cine. Prácticamente hizo veinte años antes todo lo que luego creyó estar haciendo la Generación Nocilla.

      Héroes se publicó en 1994, con la foto del


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