Cuando Vips era la mejor librería de la ciudad. Alberto Olmos

Cuando Vips era la mejor librería de la ciudad - Alberto Olmos


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personas comiendo sándwiches tan tranquilos sin saber que a lo mejor se les suben a la cabeza y acaban comprando todas las Sonatas de Valle-Inclán, no una ni dos!

      Y lo más increíble: Tratado del socorro de los pobres, de Juan Luis Vives, edición facsimilar, 9 euros.

      ¿Cómo no te vas a comprar el Tratado del socorro de los pobres, obra escrita en latín en el siglo XVI, traducción al castellano del siglo XVIII, en un Vips?

      ¿Quieres que te firme mi libro con sangre?

      Solo hace dos años me enteré de verdad de qué iba eso de firmar en la Feria del Libro de Madrid.

      Yo acababa de publicar mi novela Alabanza en Random House y me pasaron un estadillo con los números de las casetas y los horarios correspondientes. Los autores firman de doce a dos y de siete a nueve, los sábados y los domingos. Cuando uno solo tiene que firmar en una caseta —normalmente la del pequeño sello que le publicó su novela— puede solventar el compromiso tirando de cuatro amigos y cuatro familiares, de un despistado que le confunde con otro autor y de una exnovia que ha oído su nombre por megafonía.

      Sin embargo, cuando uno tiene que firmar en ocho, diez o doce casetas —es decir, velar las armas de sus libros durante dieciséis horas o más— los amigos nunca son suficientes, los familiares se gastan a la primera ocasión y tampoco es cierto que acabáramos tan bien con tantas novias. Hay escritores que se libraron de la mili y ha tenido que ser la Feria del Libro la que les enseñe el frío que hace en una garita.

      A pesar de que la prensa vende este trapicheo de firmas como un «encuentro con los lectores», lo cierto es que en la feria la mayoría de los escritores solo se encuentra consigo mismo. Casi nadie cuenta con sesenta personas que no solo lean con gusto sus libros, sino que además practiquen la pasión por el autógrafo y le llenen esa guardia de dos horas en la caseta. Sesenta personas por la mañana, sesenta por la tarde, y lo mismo al día siguiente y el fin de semana que viene. Sería lo necesario para que el escritor se librara de encarar la sutil tortura de verse solo con sus libros a unos cuarenta grados de temperatura durante horas interminables y con el piadoso librero dándole conversación. Y alguna excusa: es que ya no se vende como antes, ay.

      Una vez coincidí con Julia Navarro en una sala de espera de la Cadena SER. Acababa de venir de firmar en la feria y, según dijo, le dolía la muñeca, pues había firmado, en una sola tarde, 435 ejemplares. 435 ejemplares es lo que venderán de su libro muchos autores desde el día que lo publicaron hasta que llegue el fin del universo conocido.

      Arturo Pérez-Reverte o Lorenzo Silva también venden bien, firman de lo lindo. El año del que hablo el que estampó garabatos hasta desangrarse fue El Rubius. Cocineros, gentes de la tele y autoras de novela gráfica completan el catálogo de estrellas que consiguen escocer a todos los demás con sus largas colas de fetichistas de la firma.

      Cuando te toca justo al lado de una estrella, te atiborras de paciencia y buenos sentimientos, pues todo lo que firma el vecino es, a fin de cuentas, por el bien de la industria. Además, la cola del vecino popular suele ser tan larga y desordenada que tapa tu propia firma, por lo que nadie puede ver que estás ahí solo haciendo el canelo. Sin embargo, esta loable majestad en la derrota se ve desbaratada cuando —y sucede a menudo y reiteradamente— los lectores del otro escritor se acercan a ti… (te vienes arriba durante un segundo) y te preguntan si el libro de tu vecino lo tienen que pagar antes de que lo firme. Te han confundido con un dependiente.

      Es entonces cuando ni el más duro de carácter puede evitar salir de la caseta por la parte de atrás con la excusa de ir a fumar y hacer una llamada a su madre.

      ¿A quién se le ocurre ir de firmas a la feria y pensar que los lectores vendrán solos? A mí, de hecho.

      Pero no a Juan Carlos Monedero. El memorable año de aprendizaje que aquí gloso también me tocó firmar al lado de Juan Carlos Monedero. Su libro no era de ripios, por mucho que se titulara Curso urgente de política para gente decente. El fundador de Podemos llegó media hora tarde y enseguida se puso a vender libros como quien acaba de recibir marisco fresco. Gritos, voces, risotadas y aspavientos hacían imperdonable que alguien que pasara frente a nosotros no se fijara en ese hombre en chaleco que quería hacer un poco más rico al Grupo Planeta. «Acérquense, que no muerdo», decía el buen hombre.

      Ese mismo día, por la tarde, firmé —es un decir— con otro autor/emprendedor. Era un elegante anciano que estuvo las dos horas de pie, que daba consejos para llegar a su limítrofe edad (agua y andar, en resumen) y que hablaba de su propia novela más o menos como un panadero hablaría del pan que sale de su horno: que es, hombre por Dios, el mejor del mundo.

      «Engancha desde el principio», les decía a los visitantes de la feria a nada que conseguía, con pasmosa habilidad, que se le acercaran. Casi todos se iban con un ejemplar de su novela bajo el brazo. Qué hombre tan encantador, debían de pensar.

      He visto a los mejores cerebros de mi generación pudrirse de aburrimiento en una caseta. He visto a autores consagrados tan solos con sus libros que no me acerqué a saludarlos únicamente porque no supieran que yo sabía que estaban tan solos, mirando su pequeña faja de segunda edición. He visto a escritores irse de la feria tras dos horas en una caseta donde firmaron cero (0) libros. ¿Tanto les cuesta ponerse el traje de tendero y vender sus libros como si fueran melones en un cruce de semáforos?

      Son los monjes, los dignos, escritores que no engañan a nadie, que escribieron su libro con toda la pasión que tenían y ahora se sienten incapaces de contemplar su obra a tanto el kilo.

      Estos autores firmarían con sangre su propio libro. Si en la feria se firmara con sangre del autor, a lo mejor eran los que más vendían.

      A favor de las faltas de ortografía (si está ardiendo mi casa)

      Fue en la época dorada de las redes de blogs cuando me di cuenta de que saber escribir no tenía ningún valor en nuestra sociedad. ¿Qué es saber escribir? Bueno, poner un punto y coma de vez en cuando, usar el subjuntivo y, básicamente, utilizar las palabras según el sentido y la grafía que vienen fijados por el diccionario. Una chorrada, vamos.

      En la época de la que les hablo muchos pensaban que podían hundir al grupo PRISA inventándose ocho blogs temáticos (cultura, decoración, tecnología, cocina…) y consiguiendo que sus contenidos tuvieran un posicionamiento óptimo en Google. El modelo era Weblogs SL. La clave del asunto estaba en que los contenidos eran despreciables. La gente pinchaba en el link y eso era todo. Si leían o no un post entero daba igual, porque ya contaban para enseñarle a los anunciantes cuánta gente visitaba la página.

      Por ello, había redes de blogs que ofrecían a sus redactores un euro (1 euro) por cada post. Los más generosos daban nueve. Licenciados en Periodismo y en otras carreras demenciales acababan escribiendo textos por cantidades que podían conseguir, mucho más fácilmente, agitando una lata vacía en la puerta del Zara.

      Ser analfabeto no impide triunfar en este mundo nuestro. Eso es lo que tenemos que enseñarles a nuestros hijos. No hay ningún tuitstar o youtuber de éxito que sea capaz de escribir una sola frase sin faltas de ortografía. Son ricos. Los futbolistas, los cantantes y los presentadores de televisión, que también son ricos, necesitan dos videotutoriales para las tildes: uno, para ponerlas; y otro, para no ponerlas. No pocos columnistas de renombre serían incapaces de reconocer sus propios artículos si se los dieran a leer sin firma, de tanto que se los corrige el redactor raso de turno. «Se vestía mientras tomaba un café con leche y dejaba una nota para su marido», leemos en la novela de éxito El guardián invisible, de Dolores Redondo. ¿Cómo puede uno vestirse al mismo tiempo que toma café y escribe sobre un papel? Olé. «Normalmente ya como algo mejor», nos dicen en un anuncio de yogures. Yo normalmente


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