Cuando Vips era la mejor librería de la ciudad. Alberto Olmos

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ha sido tan atractivo para los medios como él.

      Ese mismo año, José Ángel Mañas quedó finalista del premio Nadal con Historias del Kronen, la turbia crónica de la vida loca que los niños pijos de Madrid llevaron en el verano de las olimpiadas de Barcelona. El libro supuso una conmoción social y hasta Jesús Hermida dedicó uno de sus debates televisivos a sopesar seriamente si «nuestros hijos» se drogaban tanto.

      En 1996, es decir, hace justo dos décadas, Montxo Armendáriz llevó el Kronen al cine (Mañas ganó el Goya a mejor guion adaptado) y nuevamente el premio Nadal marcó tendencia: el desconocido Pedro Maestre se hacía con el premio con su primera novela, Matando dinosaurios con tirachinas, «escrita en quince días».

      La industria editorial se volvió loca. Juventud era todo el talento que necesitaba alguien que mandara su libro a una editorial. «Traficantes de juvenalia», llamó Jorge Herralde a algunos editores.

      La lista de autores menores de treinta años que surgieron en los noventa es inagotable. Lucía Etxebarria, Juan Bonilla o Juan Manuel de Prada vieron publicados sus primeros libros y, enseguida, consiguieron algún premio importante o, en todo caso, continuaron su carrera en sellos de primera fila.

      Se rizó el rizo: Violeta Hernando publicó Muertos o algo peor con diecisiete años; Espido Freire ganó el Planeta con veinticinco. La editorial Lengua de Trapo hizo una lista de agraciados en 1998, a la que tituló Páginas amarillas.

      Yo estaba allí en aquellos años, leyendo cantidades industriales de libros inútiles. No hay escritor de los noventa del cual yo no haya leído hasta su libro menos importante. José Machado, Berta Vías Mahou, Tino Pertierra. Díganme uno.

      A pesar de que críticos como Ignacio Echevarría desprecian alegremente la literatura de aquellos años, lo cierto es que la demencia editorial de los noventa hizo un favor fundamental a la industria: acercar los libros a los jóvenes.

      Cuando uno veía a Mañas en la tele o a Maestre en los periódicos se sentía concernido: la literatura también hablaba de nosotros, de los que entonces teníamos veinte años. Es más: las editoriales estaban dispuestas a publicarte un libro. Si yo no hubiera asistido a todo este espectáculo de permeabilidad editorial, nunca se me hubiera ocurrido mandar mi primera novela a Anagrama, novela que efectivamente me publicó.

      ¿Qué tenemos hoy, sin embargo? Una literatura vieja, aburrida; un premio Nadal echado a perder y cuyos ganadores no importan a nadie. Decenas de escritores jóvenes (pueden conocer a veinte de ellos en la antología que preparé para Lengua de Trapo: Última temporada) cuyos libros son prácticamente inencontrables, pues las grandes editoriales ya no están interesadas en publicar a menores de treinta años. Y, finalmente, miles de lectores potenciales —los más jóvenes— para los cuales la literatura es ese lugar donde no se habla de ellos. Es decir: un futuro muy negro para los libros.

      Es verdad que muchas de aquellas novelas eran una auténtica mierda y que varios de los autores que lloriquean en el documental Generación Kronen no se merecen otra cosa que el olvido en el que penan, pero la propia Historias del Kronen sigue siendo un digno testimonio —¿y qué otra cosa es la literatura sino testimonio?— de la vida en Madrid en los años noventa, Ray Loriga tiene grandes libros en su haber, como Trífero o El hombre que inventó Manhattan (cuando digo grandes, digo que podrán ser leídos con placer dentro de cincuenta años) y Juan Manuel de Prada escribe novelas de una solidez y pujanza que nada tienen que envidiar a, pongamos, Gonzalo Torrente Ballester. Juan Bonilla, Belén Gopegui o Antonio Orejudo son fruto de aquellas alegrías.

      No es poca cosa, la verdad. Es, de hecho, todo lo que tenemos.

      La novela negra nos enterrará a todos

      La novela negra no tiene nada que envidiar a la peste negra, ni siquiera los muertos. Se expande por las librerías, que colocan ya este tipo de libros en un espacio particular y privilegiado; invade las bibliotecas, que absurdamente entienden también necesario pastorear a los lectores hacia los libros más comerciales; clava su estandarte en el catálogo de sellos hasta ahora estrictamente literarios con colecciones o minicolecciones llamadas a llevar el peso anual de una cuenta de resultados. Novela negra es lo que gana últimamente el premio Nadal, para sonrojo de los que aún se acuerdan de El Jarama o de Las ninfas; novela negra es lo que gana el premio Planeta, el premio Primavera… (¡hasta los premios de novela negra los ganan novelas negras!; no es que haya habido un intercambio de propósitos entre certámenes literarios, no). Y más: una escritora de novela negra dirige Babelia, el suplemento de libros más (o menos) prestigioso de España. Este fin de semana dedicaron el número entero a vendernos novela negra.

      ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Sin duda, matando a alguien.

      Dice Ricardo Piglia que Edipo fue la primera historia detectivesca de todos los tiempos, pues en ella hay un crimen y un hombre que trata de resolverlo (para concluir que él mismo es el asesino). Menos osada es la genealogía que localiza el origen de la novela negra en algunos textos de Friedrich Schiller, Anne Radcliffe o Adolf Müllner. Sin embargo, existe consenso en señalar finalmente Los crímenes de la calle Morgue, de Edgar Allan Poe, como el primer peldaño del género.

      Permítanme decir que es una de las narraciones más inverosímiles que he leído en mi vida.

      Con todo, su inverosimilitud fue, al parecer, original. Se trataba de llevar la papiroflexia al argumento, de retar al lector, fabricando un crucigrama de vidas en el que dos preguntas hacían la ola desde la primera página: ¿quién lo hizo? y ¿cómo lo hizo?

      La novela enigma (como la llama Andreu Martín en su iluminador ensayo Cómo escribo novela policíaca) alcanzó velocidad de crucero gracias a una lupa, un macferlán y un pico de heroína: Sherlock Holmes. Agatha Christie tomó el relevo (siempre británico) de Arthur Conan Doyle, acometiendo sucesivas virguerías aún hoy estimulantes: que el narrador fuera el asesino (El asesinato de Roger Ackroyd) o que todos fueran el asesino (Diez negritos).

      En las historias del género siempre se presenta la novela negra americana (o hard boiled) como una evolución o salto a la madurez de la novela enigma. Dashiell Hammet, Raymond Chandler y James M. Cain son considerados los fundadores y maestros de este nuevo arte de matar, más embarrado.

      Dijo Chandler: «Hammett alejó el asesinato del jarrón veneciano y lo llevó al callejón».

      En realidad, la novela negra o policial al estilo de Raymond Chandler (ya saben: detective problemático, sociedad corrompida, bajos fondos, crítica del sistema y final sorprendente) le debe —a mi juicio— mucho más a la novela naturalista de Zola que al macramé narrativo de Agatha Christie, del que eventualmente podría incluso prescindir. Basta con leer La bestia humana para saber por dónde voy.

      La novela negra (años cincuenta del siglo XX) evolucionó mediante la traslación de una serie de patrones de probada eficacia a nuevos ambientes (el entorno «sureño» de Jim Thompson; el Harlem de Chester Himes, etcétera), tuvo un momento de flaqueza con la irrupción de la novela de ciencia ficción en los años sesenta (Raymond Chandler, con su habitual bonhomía, afirmó tras leer algunas páginas de una novela intergaláctica: «¿Pagan por escribir esta mierda?») y se recuperó para llegar sana y pletórica hasta nuestros días a caballo de cientos de autores y de miles de novelas que, parece, nadie se ha molestado en catalogar.

      Yo diría que hoy el género se halla instalado en una etapa muy clara: el folclore policial. Ya no importa quién lo hizo, ya no importa cómo lo hizo, pues hemos leído —o visto en el cine— todos los posibles asesinos y todas las posibles formas de asesinar. Importa dónde lo hizo. Es decir, los usos y costumbres de un pueblo.

      La exitosa trilogía de Dolores Redondo, por ejemplo, no aporta otra cosa al género que un minucioso repaso de la repostería navarra con la selva de Irati de fondo; del mismo modo, Domingo Villar (salvando las enormes distancias) hace lo propio con la costa gallega. Se pone de moda la novela negra sueca, mayormente, por lo de sueca; la frontera mexicana es lo único novedoso en la obra de Don Winslow, que mata igual que se mataba hace casi cien años o un poco peor.

      Si usted quiere ser un autor de éxito de novela negra, no piense ya en


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