Cuando Vips era la mejor librería de la ciudad. Alberto Olmos

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literaria. Basta una palabra: potra.

      Había —y hay— decenas de escritores latinoamericanos mucho mejores que Roberto Bolaño, o igual de medianos y sugestivos. Sin embargo, Bolaño ha aniquilado toda posibilidad de que Piglia, Aira, Vallejo, Bellatin o Fuguet consigan una recepción ni remotamente parecida a la que él goza hoy en día.

      Los fans locos de Bolaño creen que su santo autor lo hacía todo bien. Sus poemas son muy buenos, sus cuentos son excelentes y sus novelas son extraordinarias. Hasta sus apreciaciones críticas son subrayadas en los libros que las compilan como si Bolaño las hubiera sopesado por más de dos minutos.

      A mi juicio, los poemas de Bolaño son infames; sus cuentos, mediocres; y sus novelas, un amontonamiento de sus cuentos menos mediocres. Creo que Los detectives salvajes es una buena novela. Creo que 2666 es un disparate. Las cinco novelas que la componen parecen necesitadas de comparecer juntas para intimidar al lector pues, leídas sueltas, no satisfarían al menos demandante de ellos. Por otro lado, su decálogo para escribir cuentos es de las estupideces más bochornosas que yo he leído nunca dentro del género teórico.

      Bolaño dijo en los días que lo conocí que escribió Los detectives salvajes en un año. Yo le creo, porque entiendo que toda su obra está elaborada deprisa, sin mucha dubitación, a caballo de una prosa funcional y atiborrada de clichés («duerme como un ángel», «pobre como una rata») y de un gusto por narrarlo todo, particularmente qué comen los personajes y qué llevan puesto. Es difícil tomar una página al azar de Bolaño y otra a voleo de García Márquez y defender que, a su vez, juegan en la misma liga.

      También entiendo que la obra de Bolaño tiene algo de boom recalentado, sirviendo al mismo tiempo de epílogo a Borges, a Cortázar y a Vargas Llosa. Nada de lo que hay en la obra de Bolaño es propio de la literatura del siglo XXI, caracterizada por la autoficción y los juegos con la recepción, amén de por todos esos autores (Franzen) que no soportan ni la autoficción ni los juegos con la recepción y tratan de volver a Tolstói.

      Mi interpretación de la «potra» de Bolaño tiene que ver con los días marginales que vive la literatura. Desde hace años ya se habla de «novela literaria» para designar una obra que no ha sido concebida con intención de convertirse en un bestseller. La perversión en esta dualidad creada para las obras de ficción («novela literaria» frente a «novela comercial») ha llegado pronto y consiste en colar novelas claramente escritas para una fácil lectura en un catálogo editorial que se supone exigente. Creo que Bolaño, en la mayoría de sus páginas, propicia una lectura enormemente facilona (no en vano, lo que se escribe a toda prisa se lee casi siempre a toda prisa). A la gente le gusta Bolaño del mismo modo que le gusta Dan Brown, lo que pasa es que pueden mirar por encima del hombro a todos aquellos a los que solo les gusta Dan Brown.

      ¿Cómo distinguir a un genio de un payaso?

      Puede que convertirse en un genio de la literatura, y no en un escritor, fuera exactamente lo que queríamos todos en la universidad. También es posible que los que se empeñaron en ser genios de la literatura no llegaran ni siquiera a ser escritores, porque escribir un libro supone muchas concesiones a la normalidad, algo tan poco estridente como sentarse en una silla.

      En todo caso, ¿qué es un genio? La pregunta no es fácil de responder, pues la realidad del genio está llena de paradojas. Un genio, para serlo, necesita sobre todo de re­­conocimiento. Nadie es un genio si los demás no se dan cuenta de ello. Sin embargo, ¿cómo puede una inteligencia suprema quedar en manos de inteligencias inferiores, que son las que tienen que ensalzarlo? Decirle a alguien que es un genio significa reconocerle que eres más tonto que él, lo cual lleva implícito el descrédito de tu propio juicio. Esto lo saben los genios y por eso no hay nada que desprecien más que la gente que los llama genios.

      Con todo, la paradoja principal es la que se deriva de considerar que, en rigor, solo el genio se comprende a sí mismo. Por ello, únicamente él puede saberse genio y determinarse genio y darse el título de genio. Pero decir «soy un genio» es la cosa más estúpida del mundo.

      Viene todo esto al hilo de dos volúmenes de ensayos y anotaciones que le han publicado en España al escritor argentino César Aira (Coronel Pringles, 1949). Uno de ellos lleva un título como de recopilatorio de Los Planetas: Continuación de ideas diversas; el otro suena más a radiofórmula: Evasión y otros ensayos. Los he leído con sumo interés porque César Aira es considerado un genio por buena parte de los autores de mi gene­­ración.

      Yo empecé a leer a Aira por curiosidad, cuando desembarcó en nuestro país con Varamo; seguí leyéndolo porque decían que era un genio y, como no han dejado de decirlo, he seguido leyéndolo hasta verme atrapado en mi propia paradoja de lector: que ya necesito que sea un genio para que pasar tanto rato con sus libros no haya sido una equivocación.

      Por ello, he leído sus ensayos buscando la palabra genio y sus manifestaciones míticas. Enseguida, en Continuación de ideas diversas, vi legitimado este filtro de lectura: «Yo quería ser un gran escritor, un genio…» Y poco después: «… porque siendo un genio como quería ser…». La figura de Julio Cortázar (aportación argentina al álbum de cromos de los genios del siglo XX) aparece en varias ocasiones, además, y siempre impugnada. Rayuela es «patéticamente pueril»; El perseguidor es «malo al punto de lo impublicable». Aira es tan consciente de sus aspiraciones de genialidad que hasta le torturan: «¿Qué razón hay para escribir estos vanguardismos que escribo yo?».

      Fue precisamente Julio Cortázar en Rayuela el que sentenció: «El genio es elegirse genial y acertar». A mí esta afirmación me parece de lo más inteligente que se ha dicho nunca sobre ser un genio.

      Cortázar subraya (poniéndola en cursiva) la palabra acertar. Con ello quiere decir que un genio solo es una vanidad electoral, una candidatura. Necesita el refrendo en la recepción. Por eso, cuando leemos la afirmación de Truman Capote: «Soy homosexual. Soy alcohólico. Soy un genio» o la de Vladimir Nabokov: «Pienso como un genio, escribo como un autor distinguido», nos acongojamos, porque las leemos desde la conformidad de la Historia de la Literatura, que ha convenido su brillantez como escritores. Sin embargo, un tal Joaquín Grau afirmó a principios de siglo: «Estamos Shakespeare, Esquilo y yo. No hay más», declaración que nos parece una payasada justamente porque no sabemos ni qué escribió Joaquín Grau. Sería muy distinto que Tolstói hubiera dicho: «Estamos Shakespeare, Esquilo y yo. No hay más». Cuando te toca la lotería puedes decir que eres rico, pero resulta ridículo decirlo nada más comprar el boleto.

      No me ha extrañado por ello que el ensayo más brillante de Aira sea el que dedica a Salvador Dalí (en Evasión y otros ensayos). De hecho, la pregunta germinal de esta pieza no deja lugar a dudas: «¿Cómo es posible decir: soy un genio?».

      Aira describe perfectamente la operación de Dalí: «Apropiarse del consenso». Dado que hay que esperar mucho —incluso morirse— para ser considerado un genio, ¿por qué no anticipar el veredicto y ser además uno mismo su propio juez? A fin de cuentas, ¿qué sabe nadie lo que es un genio de la pintura?

      Dalí triunfó como genio por los mismos motivos por los que Albert Einstein triunfó como genio: no por pintar (esto es, no por su e = mc2), sino por engrasarse el bigote (la gente cree que Einstein es un genio por esa foto donde sale sacando la lengua, no nos engañemos). Que Einstein fuera un genio de verdad y Dalí, un payaso, carece de importancia. El farsante se cree la ficción que el genio vive, pero ambas son ficciones.

      César Aira, por tanto, merodeaba la genialidad desde el principio de su vocación y perseveró en su conquista en sus innumerables novelas breves (llenas de desvíos sobre el esquema argumental canónico) y en estos ensayos estimulantes y juguetones. Por suerte, su obsesión con el genio no le ha llevado a falsificarse la vida y en todas sus fotografías aparece como una persona normal, sin proponer esa excentricidad que el lector de paso podría asumir como genial.

      Quizá sea el cuento corto «El carrito» una forma inmejorable de acercarse a su obra; quizá podría seguirse con otro cuento, «El perro». Después, la novela El congreso de literatura pondrá a prueba definitivamente los nervios del lector.

      Con este último título


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