Cuando Vips era la mejor librería de la ciudad. Alberto Olmos

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problemas, mi novia me echaba mucho de menos en estos viajes… Todo ello entreverado con el relato de la propia batalla.

      Es lo que hacen —un libro sobre cómo escribo el propio libro— muchos otros autores.

      Sin embargo, lo cierto es que la autoficción se encuentra ahora mismo en un momento crítico. Personalmente no puedo ya más con tanta gente hablando de sí misma. Entre novedades, manuscritos a los que tengo acceso e incluso artículos de prensa, el grado de narcisismo de los autores hace tiempo que superó la categoría de ridículo y se dirige a toda velocidad hacia el diagnóstico de demencia.

      El otro día tuve una iluminación, después de leer un texto particularmente vomitivo. La obra literaria se ha visto contaminada por las redes sociales: he ahí mi iluminación. Si los autores jóvenes y no tan jóvenes dedican diariamente varias horas a autopromocionarse en Facebook o Twitter (cualquier cosa buena que se diga de ellos es enlazada y aireada, amén de exagerada), a la hora de escribir novelas también creen que deben vendernos su éxito literario. Esto ha llevado a que abunden las novelas donde la auténtica trama es la ficción de un éxito, es decir, novelas que tratan de un autor que se nos propone como tal —justamente porque nadie lo conoce o valora, pocos lo leen, nadie lo traduce o nadie lo cita—.

      El pringoso consejo según el cual para ser un escritor de éxito primero tienes que parecer (por el modo de vestir y de comportarte) un escritor de éxito alcanza en estos minutos de la basura de la autoficción su corolario definitivo: la propia obra. Escribo para que te creas que soy escritor, para creérmelo yo mismo.

      Los rasgos de esta autoficción degradada son muchos: decir siempre que uno «solo sirve para escribir», hacer que los demás personajes te apelen como escritor, incluir algún viaje transoceánico para dar una charla en un festival donde también asistan escritores consagrados (dar sus nombres), ¡sacar a tu novia por su nombre de pila! (esto es muy importante), abusar del posesivo de primera persona («mi editor», «mi agente»…), así como transformar cualquier verbo de acción en un verbo que sugiera a los lectores que el universo gira en torno a ti (nunca «fui»: «me llamaron»; nunca «llegué»: «me recibieron»…) y, sobre todo, disponer de una potente excusa narrativa para levantar todo este tinglado egomaníaco (algo grave, por ejemplo, la muerte del padre).

      La autoficción como autopromoción, como vehículo de vanidades, no puede sino ahuyentar a los lectores. ¿Quién quiere leer un libro sobre lo mucho que el autor se gusta a sí mismo? Sin embargo, llevo dos semanas leyendo libros, manuscritos y artículos de autores que se gustan mucho a sí mismos. Sin ironía (como aquel «Yo. Yo. Yo. Yo.» con el que empezaban los Diarios de Gombrowicz); sin empatía (como la que sentimos por el Javier Cercas de Soldados de Salamina, solo, sin trabajo y deprimido); sin modestia (no conozco buena literatura cuyo único presupuesto sea la soberbia).

      Así las cosas, ¿cómo distinguir el yo mercadotécnico del auténtico yo literario? En realidad es muy fácil: con el segundo sientes que el autor habla de ti. Decenas de autores hoy en día parten de la premisa: «Lo yo cuento interesa porque trata de mí», cuando la literatura autobiográfica interesa porque, bien hecha, trata de todos nosotros. Es la diferencia entre lo doméstico y lo íntimo (que es lo universal).

      El yo del nosotros: ese es el yo que estamos perdiendo.

      Bolaño y yo: la historia jamás contada

      Dicen los ganadores que nunca ganan, pero casi, que del subcampeón no se acuerda nadie. Y yo fui subcampeón del premio Herralde que se llevó Roberto Bolaño con Los detectives salvajes. Mi obra se titulaba A bordo del naufragio. Tenía yo veintitrés años.

      Roberto Bolaño y un servidor iniciamos entonces trayectorias paralelas y, mientras él se ha convertido en un mito literario, yo tengo esta columna.

      Poder mostrar fotos con Roberto Bolaño y haber cruzado con él algunas palabras se fue volviendo con el paso de los años algo excepcionalmente referible, sobre todo a partir de su muerte, momento en el que su figura agigantada hasta el delirio se afilió a la hermandad de inmortales donde Borges, García Márquez o Vargas Llosa llevaban décadas de monótono oligopolio.

      Lo que nunca he olvidado de Roberto Bolaño es su jersey con bolitas. Yo he visto, en definitiva, a un jersey con bolitas volverse mítico. Quiero decir que Bolaño, en la Barcelona de 1998, recibiendo el premio Herralde, era un señor que lo tenía todo para fracasar, eminentemente esas bolitas fruto de un jersey resobado, amén del resto de su indumentaria, vieja y ajada, el rostro magullado por las carencias dentales y la desazón, las gafas desequilibradas y el andar raquítico.

      Todo eso, hoy en día, no hay foto que lo delate. Ves una foto de Roberto Bolaño y siempre ves a un galán de las letras; bohemia y no miseria, intención y no dejadez, estilo y no cutrerío. La fama debida a esto de la literatura vuelve apolínea toda vulgaridad.

      ¿Cómo era Roberto Bolaño antes de que Los detectives salvajes saliera a la venta, vendiera, se tradujera y resultara premiada por segunda vez (Rómulo Gallegos)? Pues era un señor que no conocía nadie. Yo había leído a bastantes autores de la editorial Anagrama, pero admití ante Jorge Herralde que no sabía junto a quién me estaba premiando. Es un autor de gran calidad, pero poco conocido, me vino a decir el editor.

      Bolaño andaba por aquellos días viendo películas de David Lynch y le daba muchas vueltas al sentido último de la trama de Carretera perdida. También —en aquellas horas primeras de conocerlo— vine a notar que practicaba con soltura el elogio desmedido y la afirmación irreversible y, así, todo era lo mejor, lo más, lo sumo o, por el contrario, lo peor, lo más bajo, lo ínfimo dentro de su especie. Recuerdo oírle decir que Jaime Bayly era el escritor en español con mejor oído para los diálogos. Luego escribió o dijo que Javier Marías era «de largo» el mejor prosista en español de nuestro tiempo o que Georges Perec era «sin duda» el mejor escritor de la segunda mitad del siglo XX. Este criterio tenía Bolaño, sin matices, sin mesura; sin mucha responsabilidad.

      Lamento informar a sus biógrafos y devotos que no recuerdo si en la cena que sigue a la entrega del premio Herralde —entonces celebrada en La Balsa— Bolaño tomó carne o pescado.

      Y de La Balsa en Barcelona, en puente aéreo costeado por la editorial Anagrama, llegamos a un día de diciembre de 1998 en Madrid, en el Bar Hispano, lugar habitual —hasta que la crisis disuadió al sello fundado por Jorge Herralde de perseverar en semejante dispendio— de la presentación de las novelas reconocidas con el premio de marras.

      «Anochece sobre Pozuelo», así empezaba el texto con el que Soledad Puértolas presentó Los detectives salvajes. Seguramente muchos de ustedes no se podrán creer que Soledad Puértolas fuera la presentadora de Roberto Bolaño. Pues fue. ¿No había nadie mejor, más ilustre, menos comercialote? Sin duda, no lo había, pues Roberto Bolaño, en 1998, reunió en la presentación de Los detectives salvajes en Madrid a no más de diez o quince personas, lo que sumado a las doce que llevé yo daba una bonita cifra de fracaso.

      Al año siguiente, con Luis Magrinyà y Pablo d’Ors como ganadores del premio, el Bar Hispano disfrutó de aforo completo: estaba, como se decía antes, «el todo Madrid».

      ¿Dónde estaban entonces, en 1998 y en Madrid, todos esos autores, críticos, lectores y editores que, apenas un año después —y no digamos siete años después— declararían que Bolaño era el mejor escritor del mundo? Supongo que esperando a que se hiciera famoso para poder confesar que lo llevaban apoyando desde el principio.

      Llevo casi veinte años tratando de que me guste Roberto Bolaño. Que Los detectives salvajes quedara por delante de mi novela debut no ha afectado a mi juicio sobre su obra completa pues, a fin de cuentas, y como dice el rapero, en 1998 Bolaño jugaba «al mismo deporte en otra liga».

      Así las cosas, lo más interesante de la figura de Roberto Bolaño es que supuso el primer caso de canonización literaria vivida en directo por todos los autores y lectores de mi generación. Nunca antes un escritor había recorrido para nosotros de forma completa el camino hacia la gloria literaria. Hay que señalar que el Quijote y Cien años de soledad, para un bachiller, son clásicos por igual, aunque a uno lo acrediten cuatro siglos


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