Zipazgo. Luis Eduardo Uribe Lopera

Zipazgo - Luis Eduardo Uribe Lopera


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Tabacá, año 151

       Sur de Zipazgo, año 151

       Tabacá, año 151

       Eliminando la competencia, año 154

       Tabacá, año 156

       Tabacá, año 160

       Los Mellizos, año 164

       Tabacá, año 164

       Los mellizos, año 168

       Los bastardos, año 169

       Tabacá, año 170

       Los mellizos, año 173

       Los bastardos, año 173

       Los mellizos, año 176

       Tabacá, año 179

       Sexta parte

       El nuevo juego, año 183

       Zipazgo, años 183-192

       Tabacá, años 190-200

       Tabacá, año 206

       Tabacá, año 208

       Zipazgo, año 211

       Zipazgo, año 214

       Línea del tiempo

       Reseña del autor

       Colofón

       Contracarátula

      Prólogo

      Zipazgo: 200 años de posverdad surgió como un cuento metafórico sobre el interminable caos que sufre Colombia, ralentizador de su crecimiento económico y social. En principio lo construí contando las desafortunadas vivencias de una familia de 32 hijos, en la que dos hermanos gemelos abusan de su posición de primogénitos para apoderarse de las mejores tierras de la hacienda familiar y arrogarse el derecho de administrar la fortuna en detrimento del patrimonio de sus hermanos, a quienes desprecian por su condición de bastardos.

      A medida que escarbaba más en la historia colombiana y escuchaba las noticias diarias veía que se enredaba más la madeja, pero al mismo tiempo sentía que se revelaba un intrincado caos dirigido tras bambalinas. Alcanzada la independencia, la casta dominante fundó los partidos Conservador y Liberal, y dio inicio así al truculento juego de la confrontación bipartidista por la cual se aferró al poder atizando divisiones y rencores regionalistas que extirparon cualquier vestigio de identidad nacional del pueblo colombiano. Al instituir una democracia a la carta, corrompieron un sistema honorable con el fin de mantener el poder sin asumir responsabilidades de ningún tipo.

      Colombia padece males cuyas causas y consecuencias se confunden y los distintos actores se imbrican en terrenos de legalidad e ilegalidad, con el pervertidor dinero del narcotráfico como protagonista durante las últimas cinco décadas. Pero extrañamente, sin importar en que lado de la ley esté, ninguno de esos actores es responsable de nada. Al contario, corren a formarse en la fila de las víctimas, jurando que todo es culpa de fuerzas oscuras e invisibles, seres inmateriales semejantes a los personajes más reconocidos de nuestros mitos y leyendas. Generación tras generación, los males se perpetuán en sagas políticas y delincuenciales que arrastran a Colombia al peor de los escenarios que las divisiones y odios internos ofrecen.

      Salvo excepciones que sirvieron para construir la novela, los hechos y protagonistas representados aquí están basados en los principales acontecimientos y actores de la historia colombiana, y están expuestos respetando el orden cronológico. En la línea de tiempo anexa se puede verificar la correspondencia de sucesos.

      Luis E. Uribe L.

      Agosto de 2020, Envigado, Colombia.

      Primera parte

      Las entrañas de la tierra zipazguense tronaron intimidantes anunciando que los demonios resurgirían para castigar la sumisión del pueblo a dioses extranjeros. Lengua, cultura, dioses y sacerdotes originarios, más que estar en el sótano del olvido de los nativos, fueron borradas de la memoria colectiva. Los usurpadores hispalianos provenientes del Continente Uno sumaban dos siglos arrasando la civilización autóctona, implantando su deformada cultura y su manipulada fe sobre los amansados habitantes de Zipazgo. Ocho generaciones se necesitaron para desaparecer miles de años de historia de una nación incontaminada. Nunca se sabrá de qué se perdió el mundo con el bárbaro exterminio y saqueo. Ya sea por temor, inocencia, ignorancia o debilidad militar, los nativos poco o nada hicieron por defender sus raíces. Ante sus dioses se reconocían culpables por omisión, al no sacrificar sus vidas por ellos. Un pueblo apóstata que pagaría con sangre y miseria su traición. Anatemas que suplicarán morir por no inmolarse cuando debían. Los demonios fueron soltados en Zipazgo 123 años antes del grito de independencia.

      Tabacá, capital del reino, fue el lugar elegido para anunciarle al populacho que los demontres fueron liberados. Los dioses y sus sacerdotes ya no estaban para protegerlos. Fue el tiempo del ruido, un fenómeno apabullante que llenó de temor servil a los pobladores capitalinos y a los pueblos aledaños. Un tóxico aire azufrado intensificaba la sensación de indefensión y pavor. La tradición popular, las leyendas transmitidas por los abuelos, lo advirtió desde el primer día de la llegada de los extraños de piel brillante. Pero ya casi nadie creía en cuentos de octogenarios muecos. El tiempo y la cultura impuesta por los invasores avalaban la incredulidad. Escépticos o no, la sobrenatural manifestación por sí sola era perturbadora. La noticia se esparció como mal presagio. De pronto la capital se vio invadida de curiosos, estudiosos, religiosos y testigos de extrañas apariciones en las agrestes selvas y los traicioneros montes a lo largo y ancho de Zipazgo. Para mayor terror, chamanes y brujos, oportunistas de turno, auguraban terremotos y desastres que asolarían el reino. Algunas premoniciones se cumplieron. Otros vaticinaban que vendrían años más aciagos que los padecidos entre la conquista y la colonia: el tiempo de la república. Que la estirpe heredera de los colonizadores y delincuentes fletados por el invasor ejercería con malicia el poder en el futuro; una generación auspiciada por Tamasia, el ambicioso imperio insular del Continente Uno que, en aquellas calendas, discutía por el poder global. Demontres más perversos surgirían y el tiempo del ruido se repetiría como recordatorio amansador para el pueblo. La gente debía grabar en su memoria la traición cometida contra los dioses autóctonos y aceptar las consecuencias, entre ellas las guerras intestinas interminables y fratricidas, las divisiones y rencores regionales, y el fruto putrefacto de la mala semilla sembrada por los malhechores del invasor, progenie que gobernaría sempiternamente con doblez y avaricia tras la pantomima de la democracia.

      Igual que sucede con los dioses, nadie ha demostrado la presencia de los demonios. Después del terrorífico evento, la mayoría de los habitantes de Zipazgo ha creído en su existencia. Seres mitológicos de extravagante y aterradora apariencia que recorren la manigua robando almas, desapareciendo las riquezas naturales, estafando a incautos y produciendo dolor y muerte con desastres, hambruna y posesos asesinos. Como con los dioses, cada estrato social y cada persona especula de manera particular, a veces contraria, respecto a la verdadera intención de los demonios. El amañado caleidoscopio de la fe se había instalado en Zipazgo con la llegada de los invasores. Bastaba un conocido o parroquiano que jurara haber visto algún espectro diabólico para que la comunidad en pleno lo asegurara también. Con cada versión, la alharaca del populacho se multiplicaba en una espiral infinita de incalculable alcance y magnificencia. El sentimiento del pueblo


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