Zipazgo. Luis Eduardo Uribe Lopera

Zipazgo - Luis Eduardo Uribe Lopera


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en cuenta que para los poderosos del mundo cualquier reino incipiente no es tan importante como para merecer ese dudoso honor orbital.

      El exiguo mundo de Zipazgo, con ínfulas de grandeza global a partir de su liberación, goza de una geografía rica y exuberante, con generosas fuentes de agua, flora y fauna de maravillosa diversidad, tierras aptas para cultivo y pastoreo, con una codiciada riqueza mineral. Allí crecieron y se dispersaron los despojados herederos del reino, legítimos y espurios, hasta alcanzar una treintena de regiones disímiles. Unas más ricas que otras, donde, paradójicamente, la fecundidad de cada pedazo no necesariamente determina la de sus abotargados habitantes. Cada uno fundó su clan donde pudo, no donde soñó. Unos pocos acaudalados y poderosos, y la escandalosa mayoría desposeída del acervo que un día perteneció por igual a los terrígenos. Es tentador concluir que estas luchas fratricidas se deben exclusivamente a que los más ambiciosos obraron inescrupulosamente, a que no dudaron en explotar la posición privilegiada que se arrogaron tras las campañas de liberación. Pero también hay que considerar el otro extremo, la gleba apática que aceptó sumisa el despojo y consecuente abandono, el vulgo heredero de los genes de la indiferencia y la resignación. Es en este punto cuando los románticos de la Historia retroceden quinientos años para encontrar respuestas al desastre, y concluyen que la razón primigenia desembarcó en esas tres naos siniestras que arribaron cargadas con semillas de avaricia, hipocresía y división.

      Salvo algunos bichos raros, los eruditos invisibles, en el reino de Zipazgo nadie parece preocuparse por rescatar sus orígenes culturales. Por más que estos quijotes intenten recuperar y transmitir el honroso origen primitivo a las nuevas generaciones, prácticamente a ninguna persona le resulta valioso. Y quienes amagan interesarse en resucitar la identidad del reino, sucumben rápidamente a la propaganda del Club. “La gente está cómoda con la miseria —escriben en sus ensayos los eruditos invisibles que sueñan con la paradoja de la máquina del tiempo para que el pasado destructor sea revertido—. El pueblo no quiere rescatar la identidad y retomar la senda del desarrollo. Estas generaciones cargan el lastre de quinientos años de influencias morales subyugantes que les cuesta sacudir por su fatuidad. El populacho aún adolece de temor servil y reverencial. Influencias que acrecientan la sensación de crisis de identidad y que hunden el reino en un pozo de excrecencias sociales, religiosas y políticas. Poco o nada está libre de esta infinita contaminación: educación, economía, fe, convivencia, superstición. Un vertedero que devora cualquier esperanza de unión, que nunca se sacia, que crece cada día con su voraz apetito”, declaran los estudiosos. Es un panorama pesimista avalado por dos siglos de desunión, peleas, agresividad, engaños, abusos y abandono. Es evidente que el inventario de esperanzas es perecedero para los zipazguenses. La situación se oscurece con las argucias de Celesto y Escarlato, que acogen como verdad para su uso aquella sentencia que reza: “un reino divido contra sí mismo no prevalecerá”. Ilusos, algunos piden con urgencia un milagro de unidad y cohesión social invocando a los impostores dioses de la demagogia siniestra.

      La independencia desató una cascada de eventos extraordinarios en el reino, haciéndolo particular, pero no especial, así sus orondos habitantes crean la falacia de que son la cereza del postre orbital. Que los ciudadanos estén orgullosos y felices con su mediocre condición es un logro magistral de la propaganda democrática, un opiáceo adicional reglamentado por el Club para retroalimentar el sistema.

      Los clanes liderados por Celesto y Escarlato han alcanzado vidas centenarias, cercanas a la inmortalidad, una leyenda que iguala la aciaga presencia de los misteriosos seres surgidos durante el tiempo del ruido. Y aunque en apariencia los espectros comparten y compiten con los gemelos por la posesión del reino y suelen ser responsables de todo mal, algunos sospechan que estas enigmáticas criaturas son un elaborado engaño de los poderosos gemelos, uno de tantos artificios para acrecentar su endiosamiento. Pero el pueblo en general cree que son los espíritus errantes de los sacerdotes autóctonos inmolados por los conquistadores. Incluso se dice que podrían ser los dioses derribados por los invasores, o que son demontre liberados tras su destrucción. Quizá todos tienen razón. Estas criaturas, dioses, demonios o espíritus se manifiestan de diversas y aterradoras formas en las treinta y tantas regiones. Según sea su incidencia o intervención, Celesto y Escarlato se las arreglan para sacarle el mejor provecho a esta extraña combinación entre superstición y fe que sugestiona y somete voluntariamente al pueblo.

      Tras borrarse de la memoria colectiva los nombres originales de dioses, sacerdotes y demontres nativos, los pobladores los rebautizaron según su manifestación o apariencia física: El Mohán, La Patasola, La Llorona, El Ánima Sola, La Madremonte, El Sombrerón, entre otros. No todos se aparecen o se manifiestan a lo largo y ancho del reino, y la línea que separa el imaginario popular de la existencia real es abrumadoramente delgada. Nadie es dueño de la auténtica verdad. Quizá sea uno, o sean dos o tres, tal vez muchos más, y los habitantes los bautizan y retratan según su alienada creencia. No está claro qué y cómo son, si es que son. Lo que sí parece evidente para una parte del pueblo es que, Manolo y Camilo, los hermanos bastardos de los gemelos son sus protegidos, y que al parecer recibieron el don de renacer una y otra vez.

      A pesar de los siglos, de los progresos de la razón humana y de los avances modernos, una buena parte de los zipazguenses aún cree que los demonios son los responsables de su tragedia, que los gemelos, los bastardos y los aucitas, la estirpe que traerá la mercancía de la desgracia, y los otros actores secundarios de la elaborada farsa son simples instrumentos de esos demontres. Muchos aceptan con resignación su desgracia como expiación por haber traicionado a los dioses. Para bien o para mal, los demonios fueron reconocidos como habitantes del reino que intervienen en la vida diaria de ricos y pobres, en el campo y en la ciudad. Unos creen por temor, y otros por conveniencia, según el bien o mal que se pretenda justificar.

      Una semana después de recibir el prestigioso galardón de paz que otorga el Club de la Democracia, Celesto y Escarlato, desternillados de risa y excitados por vapores etílicos y vegetales en los jardines de la casa de gobierno, se sintieron tentados a cambiar por sexta ocasión el nombre del reino con motivo del reconocimiento a la obediencia. Era su costumbre jugar a ese tipo de frivolidades. Orgullosos de que, entre sus fronteras, lo lógico era la paradoja, ironizaron con proponer al Consejo como nuevo nombre: El Paradójico Reino Independiente de Zipazgo. Cuando pactaron la confrontación con los legendarios espurios, cinco décadas atrás, no imaginaron que sus juegos de guerra fratricida serían condecorados con el premio que solo la fraudulenta retórica de la democracia alcanza.

      —¡Esta es nuestra magnum opus! —aseguró Celesto mientras sorbía un finísimo trago de licor importado. Aunque incómodo por la actitud arrogante de su hermano, aún confiaba en que el fruto de la obra sería para ambos.

      —¡También merezco el premio a mejor actor! —respondió Escarlato con sorna—. Olvidemos lo del nuevo nombre y sobredimensionemos el galardón hasta la repleción. Es nuestro mejor momento.

      —El tuyo, querrás decir —acotó con un dejo de resquemor y celos Celesto—. Que no se te suba a la cabeza el embaucador laurel. Recuerda que es un sofisma más del Club.

      El día en que se presentó ante el mundo para recibir el ambicionado premio que otorga anualmente el Club de la Democracia, el reconocido CDE, o simplemente el Club, Escarlato hizo gala de la ponderada impostura de demócrata avezado. Un orgullo para sus mentores. Un laurel que fue otorgado gracias al pacto firmado con los bastardos, y que suponía el fin de dos siglos de combates fratricidas al interior del reino, fundamentalmente el publicitado conflicto de las últimas cinco décadas. Para los actores de la teatralizada oposición que toda democracia respetable exige, el acuerdo era una farsa montada para ganar honores ante los miembros del CDE y réditos políticos ante la gleba. Celesto encabezaba públicamente la oposición al acuerdo y lo celebraba en privado. Los melgos han guardado una aparente rivalidad desde que empezaron su andadura en la paradójica democracia de reyes, después de comprar la membresía del Club con las riquezas naturales de Zipazgo.

      La membresía les concedía el derecho a reinar directamente, delegar, alquilar y compartir el poder con quien consideraran necesario para consolidar la hegemonía del Club, sin importar que los presidentes de turno gobernaran bajo el deshonroso título de dictador enmascarado


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