Zipazgo. Luis Eduardo Uribe Lopera

Zipazgo - Luis Eduardo Uribe Lopera


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no era el momento para asumir el poder. Las negociaciones con los inversionistas foráneos apenas empezaban. Sin plata y armas, el levantamiento independentista moriría sin nacer. Pepe estaba condenado. Su caudillismo innato lo sentenció a muerte. Líderes como él eran un obstáculo para el fin mayor de la élite. Sabían que con el tiempo los caudillos del pueblo representaban la competencia, y era mejor que muriera por mano del invasor. Un mártir que, con suerte, pronto olvidaría la gleba. A partir de entonces, los líderes autóctonos que brotaban de la tierra eran devueltos al polvo por el peso de los chalecos de plomo que los agentes de Celesto y Escarlato les suministraban para su protección.

      —Pepe Caballero no aceptó el acuerdo que firmó El Colectivo. —Entregó el reporte el joven José Moscoso a las autoridades en nombre de los negociadores. Taimado y adulador, por aquel entonces apenas tenía veintiún años cuando asumió el primer gran encargo de los patriarcas notables. Era el delfín escogido por la élite.

      La casta capitalina necesitaba el ajusticiamiento del líder rebelde. Ya no era un peligro latente para los colonizadores, pero sí una oportunidad para escarmentar a todos aquellos que soñaban con sublevarse. A Caballero lo acompañaba un centenar de hombres leales a la causa del pueblo, ruinas deleznables de un esperanzador ejército que llegó a tener más de veinte mil hombres y mujeres armados de palos, piedras, machetes y hachas. Un puñado de rebeldes soñadores que resollaban los apagados estertores de la identidad como nación de Zipazgo, que moriría con ellos seis meses después en la plaza principal de Tabacá. Para los gentiles de la capital, instigadores del movimiento, Pepe representaba un riesgo que no podían correr. Necesitaban tiempo para consolidar el plan que los instalaría en el poder, y no querían que un harapiento sin alcurnia se paseara como adalid de la chusma con derecho natural para gobernar.

      —El Barbero nos traicionó. Nunca estuvo con la causa del pueblo. Un felón al servicio de los oligarcas de Tabacá —renegó apesadumbrado Pepe en el campamento del sur—. Nos alejó de la marcha contra la capital para entregarnos al enemigo. Los invasores jamás cumplirán, y los notables lo saben. Sí que lo saben. Esos perros solo querían alborotar el avispero para medir fuerzas y hacerse pasar por leales servidores del invasor. Vendrán por nosotros para ejecutarnos ejemplarmente.

      Advertido del peligro que se venía encima, Pepe huyó a las llanuras del oriente acompañado por sus leales guerreros. Estaban sentenciados, y lo sabían. Era cuestión de semanas, quizá meses, para caer en manos del ejército enemigo. No había tiempo de rehacer el movimiento, de formar un ejército y armarlo suficientemente. Ahora la prioridad era proteger a sus familias. Los invasores eran implacables con los insurrectos. Por otro lado, los bandidos al servicio de la élite instigadora seguramente tenían sus órdenes y arrasarían con las ruinas que dejaran los soldados oficialistas. Duros como el hambre, Pepe y el reducto de insurgentes pelearon contra el comando persecutor con ardiente furia. Los ayudaban campesinos, mineros, indígenas y pueblos enteros. Para cuando lo capturaron, seis meses después, ya era un mito viviente. Pepe cayó herido, pero quería morir en batalla, al igual que cada uno de sus compañeros. Sabían que los usurpadores preferían capturar a cualquiera que se sublevara contra el poder imperial para montar un espectáculo, una ejecución disuasoria y atemorizante que sirviera de escarmiento para la gleba. Pepe y sus hombres ya eran leyendas vivas, y con su muerte, con su martirio, los opresores solo conseguirían inmortalizarlos.

      La sentencia ordenaba que “el monstruo de maldad y abominación debería ser arrastrado hasta el patíbulo, colgado hasta morir, descuartizado y quemado”. Su cabeza y extremidades serían repartidas por las provincias donde más sonaban los clamores de independencia y colgados en la plaza pública como escarmiento para los aspirantes a facinerosos. Se ordenó asolar su casa y borrar su nombre y el de su familia de la memoria del reino. Todo se cumplió al pie de la letra. Pepe Caballero y sus hombres no murieron; al contrario, alcanzaron la inmortalidad a través de sus ánimas errantes renacidas en espectros que deambulan por el reino o encarnados en los zagales nacidos de la barbarie desatada contra sus mujeres. La leyenda nació en cada región por donde pasó en vida o colgaron los despojos de su humanidad. Desde entonces, un inspirador jinete cabalgaba por los agrestes montes y las vastas llanuras de Zipazgo. Sus dos hijas y su esposa fueron violadas y desterradas. Igual suerte sufrieron las familias de su hermano y sus compañeros más leales. Los frutos de este estupro, los bastardos, los sufrirán y usufructuarían más adelante los amos de la democracia. Los medios hermanos de Celesto y Escarlato resultarían bastante útiles para la clase política y la artificiosa democracia que importaron del Club.

      Cumplida la macabra orden de repartir y colgar torsos, cabezas, piernas y brazos en las plazas públicas de los puebluchos más belicosos y alcahuetas con los facciosos, a lo largo y ancho de Zipazgo quedó un pueblo amedrentado y desesperanzado por los siglos de los siglos. Los invasores y los felones capitalinos esperaban que la putrefacción se esparciera como símbolo de autoridad. Un hedor que perdura aún. Para los conquistadores era normal ejecutar dichas acciones, y hacerlo esta vez no significó nada especial para ellos. Los conspiradores de la élite central previeron un simulacro para el futuro cercano. A partir de entonces seguirían usando el miedo como arma para detentar el poder cuando llegara el momento.

      Los imberbes Celesto y Escarlato escuchaban a los notables como si la cosa no fuera con ellos, pero en medio de sus juegos inocentones tallaban en sus mentes cada palabra, cada acción y cada argucia discutida en las charlas informales de los astutos conspiradores, que en medio de humo de tabaco y licor importado soltaban la lengua para recordar cada capítulo de la macabra obra que les daría el poder absoluto sobre Zipazgo. En medio de tanta cháchara, una historia en particular impactó a los gemelos. Entre risas burlonas y nerviosas, con voces entremezcladas, donde un hablante concluía la frase que otro contertulio empezaba, se decía que el populacho en su imaginario e ignorancia juraba que las partes desmembradas de los harapientos Colectivos tomaron vida y se internaron en el monte para defender a la chusma de los tiranos. Según las leyendas populares, llenas de credulidad y superstición, el alma de Pepe Caballero vagaba como jinete sin cabeza por la manigua raptando y matando a los opresores del pueblo, especialmente a los traidores capitalinos y a los terratenientes y comerciantes que estaban a su servicio. Que, además, sus compinches se materializaban en otros espantajos como El Mohán y El Ánima Sola; y que vivirían eternamente en esas aterradoras formas o apoderándose de los cuerpos y almas de los bastardos de los delfines de la élite nacidos de las violaciones a sus mujeres.

      —¡Qué miedo! —Resonaba el coro burlón entre carcajadas.

      —Ahora no podremos visitar y explotar nuestras haciendas porque nos viola y mata el ánima del “monstruo”. ¡Nada más estúpido y útil para nuestro propósito! —bramó el papá de los gemelos.

      Por enésima ocasión, don José Moscoso se explayó en su estrategia para exprimir hasta la última gota la superchería del populacho. Que la gente del común se aferrara a salvadores etéreos, sin importar si prometían el cielo o el infierno; era mejor que aguantar cualquier líder vivito y coleando, rezongaba. Además, advertía con prepotencia, podrían achacar a esas presencias sobrenaturales los males de la humanidad entera y todos se lo creerían.

      —Nada más conveniente para nuestros propósitos y negocios que la existencia del Ánima Sola, El Mohán, La Madremonte, el Jinete sin cabeza y demás esperpentos de leyenda para ahuyentar o desaparecer a pueblerinos curiosos y autoridades provincianas ambiciosas que se entrometan o descubran los intríngulis de la trama por el poder —aseguró esponjado de orgullo el patriarca.

      Los contertulios coincidieron en que era bastante lucrativo contribuir a mitificar y eternizar esas escalofriantes presencias. Los gemelos reían divertidos y maliciosos. Cualquier otro imberbe hubiera corrido aterrado a esconderse en la enagua de la mamá después de escuchar sobre jinetes descabezados y monstruos montunos, pero Celesto y Escarlato parecían disfrutarlo. Esa era su esencia, sobrenatural y maléfica, y ellos, más que ninguno, sí que iban a sacar rédito de ese mundo de leyenda, mezcla misteriosa de lo real y fantástico que tanto azoraba a la chusma. Un mundo que, a pesar de la racionalidad y burla de los notables, nadie se atrevía a negar sin reservas.

      Seis años pasaron desde la etérea declaración de independencia. Durante


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