Zipazgo. Luis Eduardo Uribe Lopera

Zipazgo - Luis Eduardo Uribe Lopera


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gobernaba. Un tiempo reconocido por la historia como el Reinado de la Idiocia, y que para los acérrimos críticos de la democracia no termina aún. Mientras los anónimos campeadores bañaban con su sangre los campos de Zipazgo cabalgando en sueños de libertad, los notables de Tabacá entregaban al enemigo la lista de ideólogos, sabios y dirigentes que el pueblo apoyaba y los comandantes libertadores respetaban. Era el primer dolor de un aborto provocado por los arrogantes y ambiciosos oligarcas capitalinos, el frustrado parto de un monstruo que no termina de nacer pero que decidieron bautizarlo como Democracia.

      —Debemos tener mucho cuidado, General —le advirtió don Prócoro al libertador en medio de la penosa campaña contra la reconquista—. La élite está jugando el juego de poder que los reyes de la democracia mejor saben hacer: solaparse y traicionar para arrogarse el derecho a gobernar embozados con el discurso de la libertad y la paz.

      Los atemorizantes tambores de los ejércitos libertadores resonaban más cerca cada día en las periferias de Tabacá. El enemigo extranjero permanecía atrapado entre los cerros capitalinos cuyo verdor una vez admiraron y que ahora percibían plomizo como barrotes de calabozo. Los reyezuelos del invasor ya conocían el final de la historia. Meses atrás capitularon soterradamente ante los conspiradores de la élite para salvaguardar sus vidas y las de sus familias. Se cuidaban de no declarar abiertamente la rendición para no ser ejecutados como traidores por los implacables comandantes de la reconquista. El acuerdo era conveniente para ambas partes. Los notables entregarían a algunos facinerosos de alto rango para ajusticiar en plaza pública y continuarían paseándose orondos por las calles capitalinas sin ser mirados por los sanguinarios soldados imperialistas. Llegada la inapelable entrada de los libertadores a Tabacá, los principales delegados del imperio y sus familias gozarían de salvoconducto para huir dejando atrás riquezas y propiedades. Celesto y Escarlato fueron testigos de excepción del complot, y a pesar de sus escasos años lo entendían perfectamente. Un modelo para ellos. Memorizaron, como si fuera el credo de su religión, las premisas del juego de poder repetidas en las juntas de su padre con los socios en la casa: “Vender y comprar conciencias, traicionar aliados, negociar el poder y solaparse ante el enemigo para luego clavar las zarpas en el objetivo”.

      —Ya quedó finiquitado, con los factores del rey, la capitulación —anunció don José Moscoso a sus aliados—. Como saben, el ajusticiador Portillo entrará triunfal hoy a Tabacá. El despiadado comandante de la reconquista no viene a darnos palmaditas en la espalda y a cenar opíparamente. Viene a derramar sangre de revoltosos antes de que el ejército libertador regrese. La capital quedó expuesta con la partida de los revolucionarios a liberar las regiones claves que el enemigo se resiste a abandonar. Portillo sabe a qué se está enfrentando. Es un soldado curtido. Cree que, si sostiene el mando aquí, desmoralizará a las tropas independentistas, retomará el poder para sus reyes y regresará triunfante a reclamar el honor. Los funcionarios de la Corona reconocen que lo suyo es el estirón del muerto, y que los generales revolucionarios están cerrando la tenaza que podría matarlos. Prefieren renunciar a sus haciendas a cambio de sus vidas. Saben que, como buen comandante, Portillo es orgulloso y dará la pelea, así esté perdido. Ellos no están dispuestos a caer con él.

      A pesar de la honrosa capitulación de los factores del invasor, que hasta entonces fueran sus amigos de negocios y festejos sociales, los notables más veteranos no podían ocultar su desconfianza por las soterradas negociaciones de su compinche José Moscoso. Los rumores que recorrían las callejuelas de Tabacá como heraldos de la muerte advertían de la intransigencia y violencia de Portillo. Era cruel y sanguinario. Ante cualquier asomo de duda la orden era fusilar e indagar sobre los cadáveres tibios y sangrantes. Los traidores temían ser traicionados. Ellos solo conjugaban el verbo desconfiar, y no reconocían antónimos.

      —En sus rostros veo suspicacia. De ser ustedes, yo también estaría receloso —agregó don José con un dejo de arrogancia—. Sin embargo, la garantía de que nada va a pasarles es que están aquí, participando del plan. Los ausentes son los únicos incluidos en la lista de traidores al rey. Ellos tampoco harán parte de la comitiva que recibirá con flores a Portillo y su ejército. Algunos de nuestros indeseables amigos están sentenciados.

      Dicho esto, la élite se abrió paso por las calles empedradas de Tabacá en un carnaval de hipocresía que, dos siglos después, sigue vigente como patrimonio inmaterial de la democracia, y que exhibió sus mejores comparsas para la firma del acuerdo de pacificación que otorgó la gloria a Escarlato. Jubilosos, los escogidos encabezaron junto a los representantes del imperio la nutrida comitiva de capitalinos y funcionarios de la Corona, arrodillándose ante la amenaza de turno con tal de mantener su estatus. Los escasos ricos que no conspiraron eran esclavos del mejor postor o candidatos al paredón.

      La lista de conjurados leales a la causa entregada al enemigo era amplia. Le sumaron los nombres de aquellos socios conspiradores sin abolengo o poseedores de fortunas ansiadas por los insaciables señores. Estaban plenamente conscientes de que el populacho iba a exigir que los pensadores y líderes populares asumieran el mando por derecho propio. Contrariar al pueblo era una peligrosísima decisión que no iban a tomar. Nada más conveniente que verlos ejecutados por mano del pacificador Portillo, concluyeron los elegidos. En cuanto a los socios, los notables de la capital ya tenían definido que el círculo de la élite era rígido, que no cabía nadie más que ellos. Buena parte de sus colegas de conspiración eran piezas desechables que habían cumplido un propósito. Representaban una muy probable competencia por el mando futuro que debían eliminar.

      Una treintena de nombres conformaban la ominosa relación de traicionados. Una veintena eran líderes admirados por el pueblo. A Carbonaro lo condenó su origen humilde y su chisposa elocuencia. Espoleado por los solapados notables, encendió y mantuvo el fuego de la revolución el día señalado por ellos. Se educó en el mejor instituto de Tabacá a pesar de las carencias económicas de su familia. Entró en contacto con sabios e intelectuales de la Exploración Natural, una empresa que pretendía inventariar las riquezas del reino con el aparente auspicio de los notables, pero cuyo verdadero origen de financiación estaba en Tamasia. Esta expedición hacía parte de la estrategia de la élite capitalina para hacerse con el poder. El inventario de recursos era parte de la garantía que exigía el grupo financiador. Los factores del invasor, al igual que los científicos y sabios que hicieron parte de ella, fueron engañados y manipulados. Tras su participación en la Exploración Natural, Carbonaro alcanzó reconocimiento y alguna riqueza. Nunca olvidó su origen humilde. Desde su posición privilegiada se esmeraba en favorecer a los más míseros de la capital.

      —Carbonaro es una ficha del populacho. No es de los nuestros —dijo don José, pretendiendo tranquilizar a sus socios cuando lo propuso, para prender la mecha revolucionaria—. Para alcanzar nuestro propósito debemos sopórtalo por algún tiempo en nuestro círculo. Luego veré cómo lo sacamos del juego. Quizá desprestigiándolo ante su amada gleba. Y si no podemos por ese camino, será otro más drástico.

      Los patricios aceptaron a regañadientes su presencia, con la promesa de que era una herramienta que arrojarían a la basura en el mismo instante que perdiera utilidad.

      Entusiasmado, Carbonaro no solo aceptó el encargo de encender la chispa popular, sino que, además, candoroso, agradeció el honor. Era un hombre de palabra, leal a sus principios, de manera que confiaba en los notables. Tuvo éxito en su tarea, como se esperaba, y el día señalado retumbó en Tabacá el coro de la chusma exigiendo independencia y libertad. La élite conspiradora lo soportó en el primer Consejo del nuevo reino independiente de Zipazgo a pesar de adolecer de falta de abolengo. No hacerlo era echarse al pueblo encima. Por seis años intrigaron para desprestigiarlo y encarcelarlo. Su popularidad lo protegía. La primera opción, el desprestigio, no fue viable. La oportunidad para sacarlo del camino llegó con la reconquista, con la llegada de Portillo. Fue al primero que ejecutaron.

      Los fusilamientos no fueron masivos. Las ejecuciones graneadas, en un lapso de seis meses para evitar sospechas, fueron la mejor propaganda de terror. Era parte del arreglo con los agentes del invasor. A Portillo le llegaba uno o dos nombres para ajusticiar cada semana. Los interrogaba en audiencia pública para aparentar justicia, y sin importar lo que declararan acusados y defensores, los reos eran condenados a muerte. Para apaciguar los brotes del populacho, tras ajusticiar a un caudillo, los notables


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