Zipazgo. Luis Eduardo Uribe Lopera

Zipazgo - Luis Eduardo Uribe Lopera


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Zulela fue el segundo. Tras él siguieron Miguelbo, Gravia, Benigdo, Custovira, Joaco, Tadeo y otros tantos acaudalados sin abolengo, talentosos poetas y valiosos intelectuales. Fueron fusilados en plaza pública para asustar a cualquiera que se atreviera siquiera a pensar en proteger a un facineroso. Tadeo fue una gran pérdida para el pueblo. Además de erudito y noble, pregonaba ante sus pares que la educación y la investigación deberían ser las bases del progreso del Zipazgo libre. Esa ambición lo puso en la mira de la élite. Participó en la Exploración Natural y conocía de primera mano el potencial de las tierras. Su delito fue descubrir que los recursos estaban siendo negociados por los notables con inversionistas foráneos. Fue el primero que murió en Zipazgo por denunciar la verdad. A Tadeo, conocido como el Ingeniero, y al abogado Tenorio, los dejaron a propósito para el final del entramado de ajusticiamientos. Al jurisconsulto lo condenaron prácticamente desde que se unió a los notables en busca de la libertad. Aunque de familia rica, su origen provinciano lo hacía despreciable a ojos de la élite capitalina, un sentimiento que perdura aún entre el círculo de la oligarquía centralista. Los conspiradores le encomendaron la redacción y presentación de “La relación de oprobios contra el pueblo de Zipazgo”; un documento que recogía los abusos de que era víctima la gente por parte de los delegados del rey. Desde ese día quedó marcado como instigador al servicio de los rebeldes, a pesar de insistir en su escrito que reconocía la autoridad de la Corona. Solo era cuestión de tiempo para que los taimados notables lo traicionaran. Luego cayó el Ingeniero, un hombre inteligente y valioso cuyo crimen fue nacer fuera de Tabacá y ser parte de la expedición. Allí descubrió el engaño que se ocultaba tras la Exploración Natural, y desde entonces se propuso rescatar para el reino los hallazgos de esta misión. Los elitistas decidieron deshacerse de él y sus pares provincianos temiendo que disputarían por el derecho a gobernar.

      El reino nacía con un pueblo dividido y enfrentado entre regiones y clases, libre de competencia local y provinciana, tal como lo necesitaba la élite. Después de la purga sobrevivían unas cuantas amenazas. Don Prócoro, reconocido como el sembrador de ideas de libertades y derechos, encarnaba una de las más peligrosas. Los gemelos tenían once años cuando recibieron la siguiente lección conspirativa, indispensable para cualquier aspirante a rey demócrata. Desde que resonó el grito de libertad, don Prócoro se había vuelto una astilla clavada en el tafanario de los patricios, especialmente para el arrogante Jepaul, el aristócrata que fungía como juez de bolsillo. Habían pasado once años desde la declaración de independencia, y dos desde la batalla que puso fin a la intentona de reconquista. Los notables caminaban orondos por los senderos de la última etapa de su plan. El poder casi estaba en sus garras, aunque aún sobrevivían dos o tres rivales que no podían fusilar por temor a la reacción de la chusma. La hora de asesinar por mano propia había llegado.

      —Respetuoso, pero vehemente, pido a ustedes, apreciados señores, que erradiquemos de una vez por todas ese vulgar aguijón encarnado en don Prócoro. Antes, durante y ahora, no deja de atravesarse en nuestro camino —dijo en tono suplicante el juez, herido en su orgullo después de años de frustración al no lograr su cometido: encarcelar o hacer ejecutar a su enemigo, el hombre responsable de difundir los ideales de libertad para el pueblo—. Ha sido presidente por encima de ustedes, solo por intimidación del populacho. Sobrevivió a la trampa en el sur, a las prisiones del invasor y a la purga de Portillo. Prácticamente nos ha tenido en sus manos por años. Temimos que nos denunciara mientras cumplía su condena en una prisión del rey y por eso callamos. Desde su regreso nos ha costado oro y tiempo. Nos jode con su pasquín semanal cada vez que le apetece. Si no muere, en pocos meses se sabrá que nosotros negociamos con el enemigo durante la reconquista, y que entregamos a nuestros comandantes y aliados. Ustedes bien saben que es un protegido del comandante en jefe, el general Trinidad, el redentor amado por el pueblo porque batalló hasta expulsar definitivamente el ejército invasor. Si se llega a enterar de nuestras intenciones e intrigas no dudará en pasarnos por las armas.

      Los oligarcas capitalinos asintieron convencidos de la necesidad de ejecutar un plan definitivo. Para empezar, el solo regreso de don Prócoro, que purgaba condena en tierra del invasor por malversación de fondos, era una amenaza latente. Irónicamente, la cárcel, donde ellos lo enviaron a morir tras acusarlo falsamente, fue su salvación. Su nombre estaba en la lista de sublevados que querían en el paredón de la reconquista, pero al estar cumpliendo su condena quedó fuera de su alcance. Su amistad con el general Trinidad, gobernante del reino por derecho de guerra y voluntad popular, lo salvaba y condenaba a la vez. Era su consejero permanente.

      En esta reunión conspirativa, como en todas las demás de los patriarcas de la élite tabacana, Celesto y Escarlato no eran invitados oficiales. El par de jovencitos, dos protervas esponjas que absorbían por naturaleza las intrigas de maldad, asomaban como serpientes sus caletres por el recoveco más cercano al sitio de discusión para enterarse de los maquiavélicos detalles que tramaban los notables. En esta ocasión aprenderían que el asesinato era valedero y productivo para los reyes de la democracia. La orden de asesinar a don Prócoro fue dada sin remordimientos. Encomendaron el trabajo a uno de los coroneles del ejército que estaba en su nómina paralela. Era fácil comprar mandos medios del ejército. Dinero y promesas de ascenso eran sus principales debilidades y motivaciones. Hombres resentidos con los generales libertadores porque consideraban que tenían derecho a una parte del botín de guerra. Con engaños, el coronel convenció a un joven soldado raso de que don Prócoro era un traidor, un espía que entregó al enemigo la lista de conjurados que fueron fusilados años atrás. El muchacho era ignorante pero no tonto, y le contó a su papá la abominable encomienda que le ordenaron. Resultó que don Prócoro era benefactor de la familia del muchacho y otras tantas de su vecindario. A primera hora de la mañana el soldado y su padre estaban en casa de la víctima advirtiéndolo de la conjura. Al sembrador de ideas no lo sorprendió la noticia, pero sí que el coronel en cuestión fuera una ficha de los confabulados. Decidió que lo mejor era enviar al soldado y su familia al sur. Primero para protegerlos, y segundo para dejar en ascuas a los conspiradores al enterase de que su sicario desapareció sin cumplir el encargo. Era un asunto de estado que ameritaba tratar personalmente con el general Trinidad, pero el líder estaba fuera de la capital y no iba arriesgarse a mandar un correo. Para su infortunio, los tentáculos de los traidores eran largos y numerosos. Un mes después, don Prócoro cayó enfermo. Los médicos no reconocieron el mal que lo aquejaba y murió tras dos semanas de padecimientos. Fue envenenado por la hija de su cocinera. La muchacha fue persuadida, bajo amenaza contra su familia, después de que su mamá fue sorprendida robando un bulto de papas que ansiaba repartir entre sus vecinos hambrientos. Tras la muerte de don Prócoro, la familia de la asesina desapareció. Los vecinos juraban que un nubarrón se posó sobre las casuchas del barrio una prematura noche que nubló sus vistas y un sibilante ventarrón los aturdió. Al clarear, la familia ya no estaba. “Los demonios reclamaron su sacrificio”, murmuraba la chusma asustada.

      —Solo quedan el general Trinidad y dos comandantes de provincia —comunicó satisfecho don José a sus aliados.

      —¿Y el general Pablo? —preguntó el juez.

      — Ya es nuestro. Es un hombre ávido de poder —confirmó don José—. Lo convencimos de que su amigo Trinidad quiere ser dictador, que lo traicionó. Su discurso al interior del ejército nos ha sido de gran utilidad. Algunos comandantes están de acuerdo con él. Quizá no se subleven, pero el mando ya está dividido, tal como nos gusta y conviene. Permitamos que las semillas de la discordia den sus frutos, y cuando llegue el momento gobernaremos sin echarnos al populacho encima. Solo falta encargarnos del general. La purga lo dejó solo. Trinidad quedó sin apoyo desde la muerte de don Prócoro, y los disgustos con el general Pablo lo han desgastado. Es evidente que está arrepentido de ordenar el fusilamiento del general Prudencio por traición. Ahora sabe que el general Pablo lo engañó para que lo ejecutara, y que su amigo de armas jamás pensó en traicionarlo, que todo fue un montaje.

      La primera conspiración para asesinar al jefe de gobierno fracasó. El general Trinidad fue salvado por su amante la noche señalada para matarlo. Como siempre, los verdaderos autores del complot permanecieron anónimos. Esta vez fue el general Pablo quien cargó con la culpa, pero la aparente benevolencia del libertador evitó su ejecución. Ni los gemelos ni los notables creían en esa gracia otorgada al nuevo enemigo público del adalid del pueblo. Sospechaban


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