Zipazgo. Luis Eduardo Uribe Lopera

Zipazgo - Luis Eduardo Uribe Lopera


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que por fin se mostraba como sus detractores políticos juraban que era.

      —Otro atentado no es viable —advirtió don José a la élite conspiradora—; desprestigio y veneno, ese es el camino, señores.

      Aprobado el deletéreo plan, don José Moscoso y sus aliados arreciaron las intrigas que pretendían desprestigiar a Trinidad para ambientar el magnicidio. No era prudente una dosis mortal de veneno de la noche a la mañana. Una muerte súbita alertaría al populacho y a los pocos aliados que le quedaban. Infiltraron entre sus sirvientes a la hija de un comerciante ejecutado después de la expulsión de los invasores. Fue uno de los aliados de la élite entregado por los notables a Portillo. Hábilmente, los señores de Zipazgo se encargaban por un tiempo de viudas y huérfanos de los socios caídos para ganar sus favores. La joven odiaba a Trinidad, convencida de que era el asesino de su padre. Cada día echaba un tris de arsénico en la jarra de agua que el general mantenía junto a su cama para mitigar la gastritis durante sus largas noches de insomnio.

      Mientras la mujer ejecutaba complacida su papel de verdugo, la élite ordenó asesinar a los dos únicos generales leales a Trinidad que podrían frustrar los planes. En el sur, una cuadrilla de soldados traicionó a su comandante Rusec y lo acribilló en la soledad de las montañas. En el oeste, un mercenario del Continente Uno asesinó al general Concepción. Estos dos golpes minaron la moral de Trinidad. Decidió alejarse del poder, sabiendo que los enemigos de la libertad y la paz siempre estuvieron entre los supuestos amigos y auspiciadores de la campaña libertadora, tal como se lo advirtió años atrás su leal amigo don Prócoro. El clamor del pueblo que reclamaba el retorno de su amado liberador fue la orden para que la asesina finiquitara su tarea. Con la muerte del libertador nació la tiranía democrática de Celesto y Escarlato.

      Veinte años habían pasado desde que retumbó el grito de libertad, y los notables estaban a punto de dar el golpe final. Seis años atrás, don José Moscoso había despachado a sus vástagos para Tamasia. Eran apenas unos quinceañeros destinados a seguir el libreto familiar. Su padre soñaba con ejercer el poder como titiritero de sus hijos. No imaginaba que sus muchachos eran unos predestinados que tenían otros planes. Expectantes, los gemelos escuchaban las noticias de Zipazgo en medio de su aprendizaje en las neblinosas tierras del Club. Su regreso era inminente. Estaban listos para recoger los frutos del campo de traiciones que sembraron los viejos cuervos conspiradores.

      Corría el cuarto año de su estadía en Tamasia cuando Celesto y Escarlato recibieron la visita de su padre. Don José viajó para reunirse con los acreedores que financiaron la campaña independentista, banqueros y empresarios que aprovecharon el momento para arrebatarle una buena rebanada de la torta del Nuevo Continente a sus rivales. De paso aprovechó para presentar formalmente a sus hijos con los inversores. Decidió que era el momento para instruirlos y delegar en ellos el manejo de las renegociaciones. Don José tenía la mira puesta en los pingües beneficios futuros, convencido de que introducir tempranamente a sus jóvenes vástagos en las intrigas de poder le serviría para sacar ventaja en la disputa con sus pares de Zipazgo. No dudaba a la hora de traicionar a los notables que lo acompañaron en el engaño al pueblo. La felonía que les confesó ese día fue una cátedra magistral que los gemelos no dudaron en aplicar contra su maestro y padre.

      Fue un pacto con el diablo que nació cuatro décadas atrás con la financiación de la Real Exploración Natural. Un maligno acuerdo que se manifestó a los ciudadanos de Tabacá con un aterrador rugido de la tierra que retumbó en cada rancho, casona y callejuela de la capital, acompañado de un denso aire azufrado que amenazaba con acabar hasta con las invencibles cucarachas. Atemorizado, el populacho evocó las leyendas de los abuelos surgidas siglo y medio atrás durante el tiempo del ruido. Orantes y flagelados pedían clemencia y exculpación. Mitos confirmados por testigos que juraban haber visto los diabólicos espantajos, o que conocían algún desgraciado tragado por una de las criaturas que merodeaban por las selvas y bosques. Los relatos aseguraban que los dioses y espíritus de los sacerdotes autóctonos, arrasados por el usurpador, surgieron de las entrañas de la tierra como seres abominables que rondaban por el reino vengándose del pueblo por permitir que los usurpadores los destruyeran. Que, seguramente, las almas de los Colectivos ajusticiados y desmembrados fueron poseídas por los demontres para vengarse contra quienes pactaron con los extranjeros.

      Veintiséis años antes del grito de emancipación, el joven José Moscoso se encontraba en Tamasia terminando sus estudios de abogacía y escondiéndose mientras la furia del populacho se desvanecía como humo después de la traición a los Colectivos y de los estupros cometidos por los abyectos delfines de la élite. El abuelo de Celesto y Escarlato despachó a su hijo con la misión de contactar inversionistas para la empresa independentista que lo encumbraría en el poder. Un plan diseñado no para los viejos de la élite naciente, sino para sus hijos, una heredad para su mezquina estirpe. Al morir su padre repentinamente, el joven José se vio obligado a regresar a Zipazgo para encargarse de los negocios de la familia. Ahora, con documentos en mano y la perorata propia de un rey de la democracia, don José, ufanándose de su astucia, les revelaba a sus vástagos cómo inició el camino al cetro que heredarían en unos años.

      La apuesta consistía en negociar sobre la base de una garantía real representada en el potencial de recursos naturales de Zipazgo aún no explotados. Como era apenas obvio, los inversionistas exigieron un inventario de los bienes a pignorar. Por tres siglos, los conquistadores se limitaron a esquilmar todo cuanto tenían a mano, sin invertir en exploración alguna. Cada año resultaba más difícil surtir sus arcas, destinadas a atender la enconada lucha por el dominio global con Tamasia. A los notables se les ocurrió aprovechar la apremiante necesidad de recursos que tenían los invasores, y astutamente propusieron financiar una expedición científica para favorecer los recursos del rey. Los ocupantes cayeron en la trampa, más por ambiciosos que por tontos, sin sospechar que su poderoso enemigo insular era quien financiaría la expedición. Bajo el pomposo rotulo de Real Exploración Natural, los notables de Tabacá iniciaron el camino de la campaña independentista al debe: deudas personales avaladas con recursos del pueblo. Así daba comienzo el imperecedero imperio de los acreedores. Con la Exploración Natural no solo engañaron a los invasores, sino a sabios, científicos y pensadores que vieron en esta misión un fin altruista. Años después, esos mismos eruditos pagaron con su vida haber descubierto el mezquino

      propósito de la correría. Fueron cerca de quince años de arduo trabajo que terminó en manos de los oligarcas capitalinos, que a su vez hipotecaron a favor de los banqueros de Tamasia. Lo que empezó como una modesta empresa por la libertad terminó como eterna deuda endosada a las futuras generaciones de Zipazgo. Una deuda aplastante, impagable a todas luces para una nación que apenas sabía producir lo necesario para satisfacer a sus señores y engañar el hambre con las sobras.

      Don José Moscoso quiso anticiparse a sus compinches de la élite en la pugna por el poder. Por eso corrió a Tamasia para entrenar a sus precoces críos en las tácticas de entrampamiento con intenciones crematísticas. Se debían enfocar en dos objetivos primordiales. Uno, asegurarse de que su familia fungiría como garante inamovible de los acreedores; y dos, garantizar que los flujos financieros para sostener esta posición estarían siempre disponibles, como una fuente inagotable, con las debidas pignoraciones. El gobierno interminable de Celesto y Escarlato nacía, y el pueblo agradecido pagaría en medio de carnavales electorales para sostenerlo. Dos años después, los acreedores prácticamente se adueñaron de las riquezas inventariadas durante la Exploración Natural a cambio de garantizar el gobierno perenne de los aventajados melgos.

      Las mujeres de los Colectivos fueron desterradas al sur después de soportar violaciones y abusos aberrantes. Allí tuvieron que lidiar con reductos de nativos que, por lejanía y aislamiento, conservaban no solo la moribunda lengua y la cultura autóctona, sino también su orgullo aborigen. Llegaron como proscritas indeseables que se abrieron paso guerreando por un pedazo de tierra y comida para los críos que cargaban en sus barrigas como fruto del estupro. Ellas no fueron las únicas que migraron a poblar aquellas tierras olvidadas tanto por los invasores como por la élite capitalina. Rebeldes frustrados, menesterosos buscando sobrevivir y delincuentes huyendo de las autoridades o


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