Zipazgo. Luis Eduardo Uribe Lopera

Zipazgo - Luis Eduardo Uribe Lopera


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ellos. Juraban ante propios y extraños que era un merecido reconocimiento a sus ancestros, pero en la intimidad de su palacete se burlaban de cualquier vestigio del pasado, del cual se sentían avergonzados. Preferían celebrar el desembarco de los invasores que arrasaron la historia ancestral y asaltaron las riquezas de Zipazgo.

      Luego de que una horda de sombras maléficas asesinara a su padre en misteriosas circunstancias, los precoces Celesto y Escarlato surgieron como los abanderados del pueblo con apenas veintitantos años. Las suspicacias que nacieron tras el crimen, según las garrulerías callejeras, contaban que los gemelos, tras asumir el liderazgo, desterraron o asesinaron a los socios y parentela de su padre, a los comandantes e ideólogos sobrevivientes de la rebelión, y que habían renegociado previamente con los acreedores foráneos. El arreglo, murmuraban en pasillos y callejuelas, consistía en entregar a perpetuidad una gran tajada de las riquezas del reino a cambio de garantizar el poder vitalicio en su favor. Un sector del populacho, adorador de los gemelos, también cree que por eso no mueren, porque recibieron el don de la inmortalidad por parte de los “dioses” del invasor con el propósito de castigar el pueblo por rebelarse contra los conquistadores. Por esa desobediencia, la gleba aceptó pagar perpetuamente la membresía a favor de los gemelos, asumiendo dócilmente las gravosas cargas impositivas y los recurrentes aumentos alcabaleros para cumplir con los compromisos financieros con el Club. Celesto y Escarlato compraron el encargo y vendieron el reino a perpetuidad.

      La ópera prima de los gemelos fue presentada después de que ejecutaron y asesinaron a los comandantes libertadores. A los que pudieron acusar de traidores, con testimonios falsos, los llevaron al paredón. A los que no, los acribillaron en emboscadas o envenenaron en sus casas. Un año después de asumir como herederos del poder independentista, gracias a sus argucias y al renombre de su padre, sus principales rivales estaban muertos. El pueblo se sintió huérfano, y con reverencias casi idolátricas les agradecieron por asumir la difícil tarea de reconstruir el reino. Nacía el oráculo de los gemelos. No todos se tragaron los asesinatos sin protestar. Algunos letrados, artesanos, comerciantes y terratenientes poderosos empezaron a cuestionar a las autoridades cómo era posible que los ejecutados fueran traidores, y por qué no se estaba investigando el asesinato de aquellos que no habían sido acusados de traición. Para los gemelos no era conveniente enemistarse con las otras familias ricas, de manera que montaron su rutina de acusarse mutuamente. Surgieron las dos lucrativas facciones. Los que reclamaban la verdad se alinearon en un bando o en otro, según la mentira que convenía creer. Acusaciones y ofensas iban y venían, pero la verdad jamás salía a flote. Desde entonces permanece oculta tras el disfraz de las paradojas. La estrategia de dilatar y dividir era parte del ADN heredado de los ocupantes. Después de doscientos años, este modus operandi no ha dejado de dar frutos.

      Los melgos se educaron en Tamasia. Al cumplir quince años su padre los envío a estudiar en las escuelas más prestigiosas y frecuentar las más altas esferas de la sociedad. Conocieron a distancia a reyes y reinas, y descubrieron las teorías, ideólogos y bondades de la cortesana democracia del Continente Uno. Se percataron de la conveniencia de este sistema, no como modelo justo para el pueblo, sino como el mejor camino para la alienación de la gleba bajo un servilismo voluntario. Se convencieron más que nunca de los beneficios de ser gemelos, pues el puntal fundamental de la democracia residía en la confrontación simulada a través del bipartidismo. Derecha e izquierda, azul y rojo. En Tamasia conocieron a quienes serían sus principales aliados y mentores para tomarse el poder perpetuamente, con la garantía de no ser tachados de sátrapas por el resto del mundo. Hasta ese momento, Celesto y Escarlato apenas eran los delfines de uno de los más reconocidos gestores de la campaña libertadora, y su padre seguramente tenía en mente un futuro de mando y poder para sus críos bajo sus condiciones y consejo. Los gemelos escondían una diabólica intención desde que se embarcaron. Si su padre hubiera sobrevivido al ataque que le costó la vida, en vez de protestar por la traición de sus astutos vástagos tendría que estar orgulloso. Al fin y al cabo, fue él quien les enseñó con su ejemplo a conspirar contra los héroes de la campaña libertadora, contra amigos y enemigos. Aunque jóvenes para asumir el poder, desde su enigmático nacimiento revelaron que eran precoces en cada etapa de sus vidas. Eran maestros en malicia indígena y en la Ley no Escrita. Dominaban a su antojo cada frase subyugante o ventajosa impuesta en el caletre de cada zipazguense. Una condición innata que, gracias a la propaganda democrática, les sirvió para establecer todo tipo de leyes civiles, comerciales y fiscales desde el principio, con la suficiente versatilidad para garantizar el mando imperecedero.

      Los majestuosos jardines de la mansión Moscoso eran el campo encantado donde los pícaros gemelos se ocultaban para escuchar a su padre y compinches ufanarse de las intrigas y traiciones a los precursores y líderes de las revueltas, algunos de ellos verdaderos héroes anónimos de la campaña libertadora. Otros, ambiciosos aliados que representaban una seria competencia para los oligarcas con mejor linaje. Mujeres y hombres que fueron utilizados como punta de lanza para satisfacer las soterradas ambiciones de la élite. La primera gran perfidia que saborearon como propia se remontaba a los tiempos precursores de la intriga independentista, cuando su padre y contertulios apenas eran unos mozalbetes arrogantes.

      Antes de la emancipación, durante el tiempo de la sangrienta confrontación y después de declarada la libertad, los notables capitalinos con ínfulas de aristócratas, siempre auspiciados por los banqueros de Tamasia, intrigaron y manipularon para apropiarse del cetro por encima de sus compinches. Trescientos años de colonialismo fueron suficientes para que los lejanos reyes invasores se empalagaran y cayeran en decadencia. Exigían más impuestos para financiar sus guerras ultramarinas, y enviaban representantes cada vez más ineptos, ambiciosos y abusivos. Los patricios de la capital, descendientes de invasores que se enriquecieron esquilmando a nombre de su rey, ahora querían sacudirse del yugo paternal y no tributar más a los usurpadores. Querían los recaudos para ellos. Decidieron que el camino más expedito era espolear el pueblo aprovechando su irritación por la inanición y abandono que sufría, y del cual ellos eran los verdaderos responsables tras bastidores. Instigaron revueltas aquí y allá, y treinta años después lograron el propósito.

      Tres décadas antes de la declaración de independencia, una de tantas refriegas fomentadas soterradamente por la élite de la capital resultó como la necesitaban. El plan comenzaba. El Colectivo, como fue llamado el espontáneo movimiento popular, estalló furioso al este de la capital. Agobiados por los impuestos y contribuciones, los famélicos pobladores exigieron en tropel y a grito herido que les alivianaran las cargas reales y eclesiales que se hacían cada vez más gravosas. La turba ciega arrasó con edificaciones imperialistas y se enrumbó hacia Tabacá, la embrollada capital del reino. Por el camino se sumaron miles de peones, labriegos y nativos oprimidos, dispuestos a dar la vida por la causa. Una amalgama de razas donde se fundían indios, negros, mulatos, zambos y mestizos por un propósito común que no sobrepasaba las fronteras de la equidad y la justicia. Una esperanzadora unión de zipazguenses que se esfumó para siempre con el ajusticiamiento de sus líderes, entregados a los implacables invasores por la élite conspiradora. Para desgracia de los Colectivos, el hombre que en principio lideró la marcha, apodado El Barbero, era un hacendado al servicio de los patricios. No más pisar los umbrales de la ciudad el falso líder capituló, no ante las autoridades colonialista, sino ante religiosos y notables capitalinos que se ofrecieron como amables componedores, aduciendo que ellos evitarían un inútil derramamiento de sangre. La verdad escondida era que, al no calcular que El Colectivo llegaría tan lejos, los prestigiosos instigadores temían que de alguna manera quedara al descubierto la intriga. El acuerdo era una charada. Semanas después, cuando los desarrapados marchantes estaban de regreso, a cientos de kilómetros de Tabacá, el arreglo fue desconocido por los usurpadores. El movimiento de los Colectivos murió según lo planeado.

      Pepe Caballero era el líder natural de El Colectivo. De extracción humilde, tenía la pasión y el carácter que la causa de los pobres demandaba. Cinco años antes, Caballero se unió, aun a costa de su vida, a un reducto de nativos que defendía el pírrico pedazo de tierra que todavía no les arrebataba el usurpador. El Barbero, sabedor de la ascendencia que Pepe tenía con la chusma desde entonces, decidió que no era conveniente que estuviera cerca cuando capitulara en Tabacá. Quería salvar su vida. Era traidor, pero apreciaba a Pepe y a su familia. Por esa razón


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