Zipazgo. Luis Eduardo Uribe Lopera

Zipazgo - Luis Eduardo Uribe Lopera


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de la letra las instrucciones y recomendaciones de los socios más veteranos de la agremiación. Con los años, y los bizarros acontecimientos, dieron rienda suelta a su maquiavélica imaginación y demostraron una versatilidad creativa que aplaudían entusiasmados, como padres orgullos, los socios fundadores del Club.

      —Este honroso galardón, que jamás busqué y pensé merecer —declaró Escarlato falsamente conmovido ante el pleno del Club—, avala la cohesión del Reino Independiente de Zipazgo. Reconoce, además, dos siglos de denodado interés y sacrificio personal de los demócratas, gobernando con el altruista deseo de alcanzar igualdad y bienestar para el pueblo. La desunión quedó atrás. Bienvenidos al nuevo reino de la paz y la prosperidad con la justicia y equidad que todos nos merecemos.

      Tiempo atrás, el Club postuló para el galardón al genocida más sanguinario de la historia moderna. Desde entonces, procuran asegurarse de que sus candidatos estén al día con la membresía, acatando las recomendaciones económicas, políticas y reglamentarias, siguiendo el libreto para cada momento, con los hilos bien atados. Los socios tienen que jurar obediencia al Club al inicio y cierre de cada periodo de gobierno. En un reino mísero como Zipazgo, debieron pasar doscientos años para que el exclusivo Club orbital otorgara a sus reyes, con el falaz rotulo de presidentes, el máximo reconocimiento a la devoción, cincelando para la historia sus logros y contribuciones al sistema político patentado por los todopoderosos señores del Continente Uno, y ahora extendido por el mundo. La democracia, un legendario sistema resucitado por los burgueses del Continente Uno, conocidos en las colonias como los blondos por el color de su cabello, ha garantizado poco más de dos siglos de dominio mundial al CDE. Una emperifollada dama que hace mucho perdió las tres primeras sílabas de este adjetivo, que fue prostituida por los ambiciosos proxenetas blondos. La mitad de los engatusados zipazguenses festejó hinchada de orgullo que la sociedad del mutuo elogio democrático por fin reconocía los méritos de su magnánimo presidente.

      Mediante la resolución número 2016, el Club anunció al pundonoroso merecedor del premio de la siguiente manera: “Por ser uno de los esmerados padres de Zipazgo, que con su inventiva ha perpetuado el poder democrático y demostrado que las estrategias recomendadas por el CDE son efectivas para retener el poder en los reinos incipientes del más nuevo de los continentes, mantener la paz con justicia y equidad, garantizar el progreso del pueblo y la transparencia administrativa”. El populacho no entendía la exposición de motivos que le reconocían a Escarlato, pero igual celebró con aguardiente y pólvora durante varios meses. Las tiendas y mercados de barrios y pueblos casi quiebran. La leche se vinagró y la comida se pudrió. Las escuelas cerraron porque adoctrinar niños más hambrientos de lo estipulado era problemático. El hambre en sus justas proporciones era democrática, pero durante el tiempo del festejo las listas del mercado solo daban para la cerveza y el aguardiente que proveían las empresas del gobierno y sus aliados. Las industrias pararon durante los carnavales y las cantinas progresaron. Esta bonanza etílica no llegó a las escuelas porque el dinero recaudado por impuesto al consumo de licor se necesitaba para pagar las exigencias del acuerdo. La resaca llegó con los bolsillos vacíos. El gobierno se apresuró a aliviar las agobiantes cargas morales financiando más aguardiente y repartiendo pan con mermelada para reponer las calorías. Los adultos volvieron al trabajo agradecidos por la dieta que Escarlato les brindó con generosidad. Los niños regresaron de la escuela sin recibir clases por falta de pago a los profesores, pero un mes después los maestros retornaron a las aulas convencidos de que esta vez su santo de devoción sí iba a cumplir sus promesas.

      Como flamante actor principal, en representación de los patricios zipazguenses en la premiación, Escarlato se esforzaba por simular una mirada periscópica de inteligencia ante la audiencia. Levitando como santo ante la primera gracia que otorgaba el laurel, dogmatizaba con fuerza redentora que el fin de toda discordia entre hermanos reconocidos y no reconocidos había finalizado, y que el prometido reinado de la paz llegaba a Zipazgo por su gracia y amor. La otra parte del elenco, los descarrilados bastardos, obviamente no fueron invitados a la ceremonia porque no cumplían los requisitos de sangre para pertenecer al Club. Cuestión de abolengo, refunfuñaban en la intimidad los representantes del bando rebelde mientras brindaban con el mejor whisky en el lobby del hotel cinco estrellas asignado tres años atrás, al inicio de las negociaciones. La condición de hermanos bastardos no bastaba por ahora para codearse con la élite mundial del Club y la excluyente casta capitalina.

      La letra menuda del acuerdo exigía a los bastardos no revelar su maculada procedencia ante el mundo, una ominosa verdad que los prestantes gemelos descubrieron décadas atrás. Camilo y Manolo, líderes de los rebeldes, eran sus hermanos de sangre. Solo los miembros fundadores del CDE y Melquiades, el reconocido Brujo Mayor de Zipazgo y señor de las intrigas, conocían esa vergonzosa pero provechosa verdad. Desde el primer instante en que los gemelos descubrieron su espurio parentesco con los facinerosos, el bochornoso producto de la tropelía juvenil de su padre, decidieron que lo más lucrativo para ellos sería dejar en manos de los bastardillos las regiones que ocupaban desde siempre, donde nacieron y crecieron. Se trataba de vastas zonas ignoradas por el gobierno democrático porque, en principio, las creyeron carentes de riquezas importantes para ellos y los financiadores del Club. Después de siglo y medio de desidia genética del populacho, algunos habitantes, espoleados por los beligerantes Camilo y Manolo, se animaron a demandar atención y recursos básicos para sus familias: educación, salud, seguridad e infraestructura para comerciar el producto de sus cultivos. Era un conato de rebelión que perjudicaba la inmaculada imagen de Celesto y Escarlato ante propios y extraños, que amenazaba con desencadenar una epidemia de insurrección por todo el reino que pondría en riesgo su gobernanza y membresía ante Club. Era el contagio que los gemelos no querían adquirir de sus vecinos, la agresiva plaga ideológica roja que competía por la supremacía del mundo con el CDE.

      Por décadas, el conveniente olvido de las lejanas periferias había pasado inadvertido para el mundo. Una lejanía amojonada no por los kilómetros que las separaban de la capital, sino por el distanciamiento que la élite demarcó al truncar premeditadamente su desarrollo para mantener alejados los parias del reino. Con los nuevos tiempos y los medios de comunicación masivos en su esplendor, lo lejano de pronto se hizo cercano y lo invisible visible. Repentinamente, a Celesto y Escarlato les urgía una excusa democrática que les permitiera disimular el abandono sistémico sufrido por el pueblo. La solución la encontraron en el problemático producto del desenfreno de su padre durante los primeros años de conspiración independentista. En buena hora aparecieron sus familiares bastardos, nacidos de la profanación y exceso de los barbilampiños y arrogantes delfines de la élite central durante los olvidados albores de la campaña libertadora.

      Visibilizar a los bastardos podría resultar costoso e incómodo en términos políticos para los notables capitalinos. La respuesta a su encrucijada la dieron los demonios cuando los obligaron a pactar la conchabanza bélica con sus montaraces hermanos sesenta años antes de obtener el galardón. Un excelente trato para las partes, pero oprobioso para el pueblo. Unos y otros sabían que las guerras eran un buen negocio, uno que no otorga premios pomposos, solo aplausos en privado y mucha plata. En los pasillos del Club calificaron de audaz y creativa la componenda. El caos y la división en Zipazgo, como en cualquier otro reino incipiente, eran imperiosos para el sistema.

      Resultó relativamente fácil acordar la rentable guerra con los espurios muchachos. Por lustros habían sometido como forajidos una vasta zona del reino, prácticamente todo el sur. A partir del beligerante arreglo, no tendrían que ocultarse en las profundidades de la selva porque el ejército oficialista tenía orden de no perseguirlos. A cambio, mantendrían en incesante conflicto las olvidadas periferias, sin límites a la violencia. Para guardar las apariencias escenificarían enfrentamientos aislados aquí y allá, con muertes de reclutas en cada bando, fichas insignificantes sin apellido en el caso de los bastardos y soldados rasos con nombres olvidables en el ejército. Estadísticas para que el Club tuviera temas a tratar en el orden del día, para alimentar el temor servil del populacho y para que la prensa vendiera su producto.

      Desde los primeros años de vida los muchachos dieron rienda suelta a sus impulsos delictivos y anárquicos con total desvergüenza. En el acuerdo de guerra de guerrillas, los bastardos instaurarían un pseudogobierno del terror, tiranizando a los habitantes y reclutando a sus hijos, con patente para contrabandear toda


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