Zipazgo. Luis Eduardo Uribe Lopera

Zipazgo - Luis Eduardo Uribe Lopera


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como legítima y distinguida concubina de la democracia. Fue entronizada dos siglos atrás por los avariciosos instigadores que firmaron el Acta de Independencia. La embozaron con el ropaje de la desterrada y moribunda verdad para ocultar a ojos del pueblo la equidad, la justicia y la paz, para que fueran irreconocibles por siempre. El iluso pueblo festeja cada año una fraudulenta libertad proclamada tras padecer tres centurias de saqueos, masacres y borrón cultural perpetrados por los mezquinos invasores que “desembocaron por el sendero del sol naciente que cruza el mar”. Así lo describieron, quinientos años atrás, los asombrados nativos que contemplaron el descenso de los dioses barbudos ataviados con chispeantes y deíficas armaduras que marinaban en tres portentosas montañas flotantes. Con la emancipación, una artificiosa democracia surgió en las colonias para ser gobernada por reyes electos por el pueblo. Reyes ocultos tras el eufemístico rótulo de presidentes. Un contrasentido fraguado desde el Club de la Democracia del Continente Uno, auspiciador soterrado y codicioso de la campaña libertadora desde su simiente. El sórdido Club jamás se ha opuesto a esta imperecedera incongruencia, siempre y cuando los elegidos acaten las directrices de la agremiación. Celesto y Escarlato: los gemelos que han gobernado por más de dos siglos este paradójico guiñol nacieron el mismísimo día de la firma del Acta. Así empezó esta singular monarquía democrática, oculta tras la ilusoria escenificación teatral cuyo nombre elegido para publicitar y vender la bufa no es necesario citar. En este relato están los actores reales con sus nombres verdaderos, no los personajes novelescos que el Club decidió imprimir en la historia como un siniestro reflejo especular de Zipazgo.

      El orden natural de la civilización nativa se frustró con el desembarco de los fulgurantes buitres que timoneaban las tres carabelas el día doce del mes décimo; una fecha enmohecida por más de trescientos años de hipocresías colonialistas, y doscientos de falacias democráticas. Así lo denuncian algunos eruditos de la Historia que sueñan con rescatar los orígenes del reino para que vuelva a ser una verdadera nación. La fecha exacta ha sido muy celebrada durante el último siglo por propios y extraños a pesar de las nefastas consecuencias. Un festejo con tintes racistas que paradójicamente titularon pomposamente: Día de la Raza, como parte de uno de los actos supremos de la comedia creada por el Club para alelar a la plebe. Han pasado más de quinientos años, pero el efecto devastador de la invasión parece imperecedero. La psicología social cambió dramáticamente durante los tres siglos de conquista y colonia, y el caos premeditado ha sido instituido cómodamente por los reyes de la democracia durante dos siglos. Zipazgo padeció más de tres centurias de arrasamiento, y con la independencia el servilismo imperial le dio paso al psicológico. Algunos sociólogos e historiadores coinciden en que los trescientos años de vasallaje y despotismo inocularon en el ADN de la población, como herencia maldita, tres genes corruptores y atrofiantes. Dos son opuestos, y discriminan entre rangos, estratos sociales, clanes y regiones. De una parte, están los herederos de la corruptela, el despilfarro, la perorata y los agravios mutuos, la exclusiva casta gobernante. De otro lado encontramos al populacho, legatario de la indiferencia, la abnegación, la resignación, la apatía y el conformismo. El tercer conjunto de genes, que no distingue estatus alguno, es responsable de la fatuidad, la malicia indígena, la viveza y el oportunismo. Los hechos parecen darle la razón a los estudiosos que argumentan esta tesis.

      De los posesores autóctonos del reino poco o nada quedó. Todo fue asolado por los invasores, hasta los mismísimos genes originarios. Como cualquier civilización conquistada por bárbaros de lejanas tierras, las ulteriores generaciones se multiplicaron fatuas y adoctrinadas bajo el yugo de dogmas intrusos y cortapisas subyugantes que se han transmitido de padre a hijo por medio de frases convertidas en leyes no escritas pero de obligatorio cumplimiento en la tiránica e implacable interacción social: “el vivo vive del bobo”; “no de papaya, pero si se la dan aproveche”; “lo malo de la rosca es no estar en ella”; “dele gracias a Dios porque al menos tiene trabajito”; ”Dios proveerá”; y otras más que vindican abusos, corrupción, manipulaciones, explotación, vagancia, violencia, despilfarro y venalidad. Todos parecen complacidos con el código de la Ley no Escrita, y quien no la aplica es insensiblemente juzgado.

      Decididos a honrar la reputación de las conquistas, los ávidos invasores extirparon a sangre y fuego todo vestigio de lengua, religión, cultura, política y estructura social autóctonas de Zipazgo para eclipsar la identidad del pueblo y facilitar su sometimiento voluntario. El fragante aroma de la fronda endémica fue ahogado por la hediondez corpórea y etérea de los bárbaros navegantes. La primitiva cultura, con sus rituales salvajes y pecaminosa desnudez, justificó el arrasamiento. Disfrazaron a Dios para imponer su tiranía, y eliminaron todo rastro de nación y etnicidad que pudiera despertar remordimientos contrarios al propósito colonialista. Con el miedo como arma universal, implantaron sus creencias en los caletres vírgenes de los nativos y sus descendientes, decretaron leyes alcabaleras y apocadoras, gobernaron como déspotas y saquearon cada riqueza que alcanzaron sus zarpas. Las nacientes generaciones crecieron convencidas de que tener muchos hijos era un deber patriótico y moral, casi una deuda con los invasores que los rescataron del obsceno salvajismo. La chusma indómita fue adoctrinada para creer que tras el raudal de necesidades sin resolver que enfrentaba cada día, la solución era una alegre y santa explosión demográfica. “Cada hijo trae el pan bajo el brazo”, era la frase de la Ley no Escrita que obedecían. “La planificación familiar es pecado”, era la otra. Ideas sembradas para beneficio de reyes y clérigos. Una enmohecida herencia de los invasores que escondía una verdad avarienta: les urgía reclutar contribuyentes, soldados y esclavos que acrecentaran sus arcas para sostener su estilo explotador, megalómano, suntuoso y competitivo. Un estilo que pervivió con los gemelos.

      —Debemos sacar el máximo provecho al caos y arrasamiento que implantaron los invasores —propuso Celesto a su hermano tras su regreso de Tamasia en el año 20, cuando apenas daban los primeros pasos en su andadura como fantoches oficiosos del Club—. No olvidemos dos de las máximas premisas del directorio “países sí, naciones no” y “sumar fronteras para que el Club crezca”. Mientras más fraccionado el continente, mejor para el directorio.

      —Sin duda —respondió Escarlato, hinchado de satisfacción—. También podemos usufructuar el disfraz con que vistieron a Dios para imponer su tiranía y erradicar la cohesiva identidad como nación. Un turbulento torrente social que canalizaremos para nuestro beneficio. Este pueblo ignorante arrastra consigo una herencia maldita que jamás podrá exorcizar. La perniciosa usurpación de la fe que importaron los conquistadores para doblegar a los nativos y matar a sus dioses será muy útil para nuestros propósitos.

      Durante su fructífero periplo por Tamasia, los gemelos aprendieron de sus mentores que la religión instalada por los invasores estaba claramente afectada por una distorsión del mensaje original con el oscuro propósito de subyugar a los nativos. Celesto y Escarlato celebraron que esta desfiguración parasitaria estaba instalada en los caletres de los zipazguenses, incoando una hipocresía moral cargada de intolerancia y soberbia, bastante productiva para entronizar la embaucadora democracia ofrecida por el Club. Aprovecharían la conveniente institucionalización de la fe como medio para mistificar su poder, tal como lo hicieron los usurpadores.

      Tras la emancipación, Zipazgo adhirió al llamado “Orden social” establecido por el Club. Un modelo dirigido a fomentar familias disfuncionales, endeudas y atrofiadas para facilitar la gobernanza de los reinos del Nuevo Continente. Enmascarada tras la campaña de liberación, una estructurada confusión se impuso como conveniente forma de gobierno al servicio de quienes traicionaron a los adalides de la empresa libertadora. Los habitantes del reino se dividieron y tomaron rumbos diversos en su propia parcela, impelidos por una fe con tufillo a hipocresía y un patriotismo pernicioso fomentado por la élite capitalina. Aprovecharon la promiscuidad social cargada de fatuidad, credulidad e ignorancia que quedó como rescoldo en la hornaza de la colonización. El estancamiento social y económico estaba garantizado por siglos a pesar de los falsos armisticios prometidos y la perenne retórica democrática.

      Desde el mismísimo día en que la vocinglería que reclamaba independencia retumbaba por las calles pestilentes y fangosas de la capital, la pertinaz confrontación fratricida ha sido azuzada y alimentada con maulería por la ponzoñosa casta gobernante. Solo cuando hay de por medio un beneficio mutuo, casi siempre soterrado, se concreta algún acuerdo cargado de falsa fraternidad.


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