Hipólito. Demian Panello

Hipólito - Demian Panello


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       Panello, Demian

       Hipólito el ametrallador de Lyon / Demian Panello. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

       Libro digital, EPUB

       Archivo Digital: online

       ISBN 978-987-87-1482-0

       1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

       CDD A863

      Editorial Autores de Argentina

      www.autoresdeargentina.com

      Mail: [email protected]

      Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

      Impreso en Argentina – Printed in Argentina

      

       La cura me hizo daño.

       Todo lo que después me ha sucedido me ha hecho daño.

       Pero cuando alguna vez encuentro la llave y desciendo a mí mismo,

       allí donde, en un oscuro espejo, dormitan las imágenes del destino,

       me basta inclinarme sobre su negra superficie acerada para ver en él

       mi propia imagen, semejante ya en un todo a él,

       a él, mi amigo y mi guía .

      —Hermann Hesse

       Agradecimientos

      A Alejandro por su entusiasta primera lectura.

      A Walter por descubrir y compartir el sitio de David Rumsey y su colección de mapas históricos tan útiles a la hora de ambientar y describir.

      A todos los lectores de Hipólito, que no son muchos —pero son los mejores —que esperaron y alentaron.

      Como diría Baudelaire: Tú conoces, lector, este monstruo delicado.

      A Romi por bancar.

      A Max Richter y Brian Eno por musicalizar las largas sesiones de escritura.

      Gracias y perdón por tan poco.

       A la memoria de Ulises

      

      I

       Limoges, 1807

      Soplaba un viento helado que, ululando entre los recovecos, ascendía por la angosta calle.

      Con la palma hacia arriba abría y cerraba la mano acompañándola con un evidente gesto de sufrimiento. Los dolores en todas sus articulaciones lo venían aquejando desde hacía un tiempo y no había podido dar con un remedio eficaz que los erradicara por completo. El frío, además, acentuaba esa tortura.

      Cerró su tapado ciñendo su cuello sin dejar de mirar esa puerta cruzando la calle. Esa mañana helaba y ya se estaba cansando de aquella consigna.

      Se adentró más en ese pequeño callejón sin transito afirmándose contra la pared mientras estrujaba su cuerpo. Miró el cielo cubierto y ensombreció su rostro cuando una mujer pasó caminando por la minúscula acera.

      La ciudad le parecía horrible, las calles estrechas y desalineadas. Las casas mal construidas y cubiertas de azulejos huecos con los techos que se proyectaban apenas entre dos y tres metros, lo que hacía, digamos, que dentro de una vivienda la noche se pusiera a mitad del día. Las mujeres groseras en sus formas y mal vestidas. Casi todos los atuendos idénticos, vestidos rústicos de un gris azulado que no se molestaban en lavar.

      Extrajo del bolsillo su reloj Catalino. Apenas pasaban las ocho, y como lo esperaba, Lambart, el sujeto, salía de su cueva. El mismo gesto repetido toda la semana: miraba a los lados, cerraba el gabán gastado y cubría su cabeza con un gorro cocido a la indumentaria antes de lanzarse calle abajo en dirección al centro de la ciudad.

      Como de costumbre, lo siguió a la distancia al ritmo que su cojera le permitía.

      Cabeza gacha y hundida en el cuello, paso ligero y las manos enterradas en los bolsillos. Así marchaba Lambart desandando las desparejas arterias de Limoges.

      Pero esa mañana, a diferencia de todas las anteriores, Lambart continuó por la nueva y monótona rue Saint-Martial hacia el norte.

      Lo vio ingresar en la iglesia de Sainte-Ursule frente a la posada de la ciudad y él mismo se deslizó con cautela unos segundos después para no llamar la atención.

      Cuando sus ojos se adecuaron a la escaza luz del interior descubrió la sencilla nave central que contrastaba con el crucero con torre linterna que hacía más pretencioso el templo.

      Ubicó a Lambart sentado en la anteúltima fila de la sección de bancos más cercana a la nave sur. Un grupo muy reducido de fieles ocupaban, dispersos, las primeras filas y no había nadie en los alrededores del joven.

      Se sentó en el extremo más lejano de los bancos que daban junto a la nave norte y de allí lo observó. Lambart permaneció unos minutos sentado con la vista fija en el altar y luego se arrodilló para rezar.

      Hacía exactamente una semana que había comenzado a seguirlo y vigilar sus movimientos. Era la primera vez que cambiaba su recorrido. Una iglesia era un lugar muy propicio para el encuentro fugaz con alguien más, pero nadie se le acercaba.

      Al cabo de unos minutos Lambart se incorporó y avanzó por el pasillo central hacia el altar, hacia las primeras filas. Pero pronto se detuvo a mitad del recorrido, se arrodilló y se persignó. Se santiguó ahí mismo en el corredor central a la altura del transepto debajo del crucero y luego giró hacia la puerta de salida.

      El hombre bajó su cabeza al verlo pasar. Una vez que sintió la puerta cerrarse, miró al resto de los feligreses de las primeras filas y estiró su cuerpo para ver a lo largo de la nave norte. Nadie más se había puesto en marcha detrás de Lambart así que volvió a ceñir su tapado al cuello y se levantó para continuar con su misión.

      Desde la acera de la iglesia vio a la distancia al joven, calle arriba, desandando el mismo recorrido.

      Lambart giró entonces hacia el oeste por Saint-Louis y cruzó la pequeña plaza posterior a la iglesia de Saint-Michel y el ayuntamiento. Ingresó como todas las mañanas, pero esta vez unos minutos más tarde por el desvío a Sainte-Ursule, a la carnicería donde prestaba sus servicios.

      Un recodo de uno de los anexos de Saint-Michel servía como refugio esas horas que tocaba vigilarlo en su trabajo. Se apoyó sobre su brazo izquierdo y extrajo del bolsillo interior del tapado unos modernos gemelos de teatro que le permitieron amplificar los movimientos del objetivo.

      Lambart se limitaba a ingresar, cruzar el vestíbulo alzando la mano y desaparecer por unos instantes para volver sobre sus pasos hacia el exterior con una escoba en la mano. Entonces barría la acera con una dedicación exagerada sin importarle las inclemencias del tiempo. Luego hacía lo propio, también extralimitándose en su consagración, con la entrada al negocio para terminar en el vestíbulo en medio de los clientes que se veían obligados a moverse cada vez que se topaban con su imperturbable escoba.

      A


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