Hipólito. Demian Panello
escritos. Eran tres, fechados ese día, Buenos Aires, enero 28 de 1807 que se dirigían al coronel José de la Quintana y continuaban con unas pocas líneas más que terminaban en garabatos indescifrables.
Hipólito, todavía recostado en la cama, la observaba apoyando su cabeza en su brazo.
—Es evidente que tu jefe es el coronel José de la Quintana. – dijo girando hacia el oficial con esa sutil mueca que arrugaba los delgados pliegues de su mentón. El oficial asintió liberando una carcajada.
—¡No puede ser tan difícil escribir la solicitud de baja del servicio! – exclamó la mujer desde su asiento. – Veamos. ¿Cómo te diriges habitualmente al coronel? – le preguntó entonces descansando sus brazos en la cintura.
—¿Qué cómo me dirijo a él diariamente en persona? – vaciló Hipólito sentándose al borde de la cama.
—Sí, eso, cómo te diriges a él en persona.
—Estemm, coronel, señor… la formalidad habitual.
Alicia asintió meciendo su cuerpo y separando sus manos.
—Lógico. – y tomó la pluma que yacía junto a un sólido portaplumas con tintero de bronce cincelado decorado con una cargada filigrana de motivos orientales. Entintó la pluma dando unos golpecitos secos al borde del tintero antes de retirarla y entonces formuló, mirando primero hacia arriba y luego al escribir:
—Mi estimado coronel, me dirijo a usted, no sin ocultar la amargura que esto me confiere, con el objeto de solicitarle la baja definitiva del regimiento… Comenzaría más o menos así, ¿no? – dijo girando hacia Hipólito buscando su aprobación.
El oficial escuchó aquel enunciado mirándola. Separada su espalda del respaldo, su blanca piel despojada de prendas llevaba las efímeras marcas del peinazo del mueble y en su rostro la insolencia feroz de un rubicundo amor.
Desde la cama Hipólito le sonrió y extendió sus brazos como muelles seguros donde amarrar tanto desparpajo.
Alicia volvió a exhibir su lacónica mueca que precedía a su sonrisa y se lanzó a ellos sin más reparos que asegurarse que la pluma no cayera sobre la hoja que había comenzado a escribir.
Luego de la reconquista se crearon varios regimientos y desde entonces el fuerte gozaba de una actividad continua de tropas. Además, la flota inglesa al mando del contraalmirante Home Riggs Popham no había abandonado el estuario del Río de la Plata y en esos días hostigaba el puerto de Montevideo.
—¡Va cayendo gente al baile! —exclamó desde su pequeña oficina el cabo Gregorio Antúnez al verlo llegar.
Hipólito sonrío y fue quitándose el sombrero al acercarse.
—¿Cómo anda inspector? – preguntó el regordete celador del fuerte apurando la caldera en el bracero.
—Sofocado por este calor. – replicó Hipólito apoyándose en el marco de la puerta.
Antúnez no tenía por costumbre salir de su diminuto recinto. Su mate era obligado tanto al entrar como al salir por la puerta de Santo Cristo. Pero había que acercarse o bien a la abertura donde sellaba permisos y autorizaciones o a la puerta de ingreso de la celaduría.
Cualquiera podría portar un salvoconducto para salir de la ciudad firmado por un coronel, el Capitán General o el mismísimo virrey, pero si no estaba sellado por el celador Gregorio Antúnez no servía de nada.
Cuando los ingleses ocuparon el fuerte, el cabo Antúnez se resistió a abandonar su puesto. Entre varios hombres tuvieron que sacarlo a los tirones de aquel recinto que para el soldado significaba su patria. Lo llevaron a uno de los calabozos del fuerte en el subsuelo y allí permaneció durante toda la ocupación hasta que fue liberado el día de la rendición.
—Bueno, vaya preparándose porque si es por sofocarse me temo que se avecinan tiempos de guerra de nuevo con los gringos y ahora va a haber fuego crudo. No nos van a agarrar con la guardia baja. —advirtió severo Antúnez que lucía su chaqueta abierta a efectos de su prominente barriga dejando expuesto, además, con la camisa desabotonada su abundante y ya blanquecino vello corporal.
El oficial de dragones asintió emitiendo un sonido mientras daba un sorbo al mate.
Antúnez se aproximó y con un suave gesto con su mano izquierda en el brazo del oficial lo acercó más al interior.
—Hoy por la mañana llegaron noticias de Montevideo. Parece que los ingleses corrieron a las tropas de Arce. – susurró confidente. Hipólito lo observó preocupado. – Pero eso no es todo. – agregó de inmediato Gregorio. – Los gringos capturaron al coronel y a Balcarce.
—¡Vaya desgracia! —exclamó el oficial. —¿Y qué se sabe del hijo del coronel de la Quintana? ¿No era acaso de la partida?
—No sé nada. El soldado que trajo la noticia apenas si le dio un par de sorbos al mate e ingresó con urgencia para ver al capitán. No pudo darme más detalles. – se disculpó consternado Antúnez como si aquello fuera una falta grave de su puesto.
Hipólito algo confuso estiró su cuello observando el interior del fuerte.
—Venía a reunirme con el coronel. ¿Estará disponible con todo este contratiempo? – preguntó un tanto desanimado.
El cabo Antúnez se encogió de hombros y de un cabezazo le indicó que ingresara y lo averiguara.
La oficina del coronel del regimiento de dragones era la más próxima a la entrada, funcionando en una pequeña barraca a dos aguas luego de traspasar la celaduría.
Se notaba agitado el fuerte. Como nunca, luego de la reconquista la ciudad se había militarizado con varios cuarteles nuevos en los alrededores que servían de base a los también nuevos regimientos.
La fácil captura de la ciudad por una pequeña expedición británica en junio pasado había llamado al Capitán General Santiago de Liniers a emitir un comunicado instando al pueblo a organizarse en cuerpos de armas para contrarrestar una nueva invasión.
Vengan, pues, los invencibles cántabros, los intrépidos catalanes, los valientes asturianos y gallegos, los temibles castellanos, andaluces y aragoneses; en una palabra, todos los que llamándose españoles se han hecho dignos de tan glorioso nombre. Vengan, y unidos al esforzado, fiel e inmortal americano, y a los demás habitadores de este suelo, desafiaremos a esas aguerridas huestes enemigas que, no contentas con causar la desolación de las ciudades y los campos del mundo antiguo, amenazan envidiosas invadir las tranquilas y apacibles costas de nuestra feliz América.
En el patio interior, una compañía de patricios formaba en dos bloques de varias columnas en tanto que, por detrás, varios jinetes iban saliendo por la puerta del Socorro que daba a las barrancas junto al río. Mirando aquella escena lo sorprendió su superior, el coronel José de la Quintana que en ese preciso instante salía de su oficina.
—¡Oficial Mondine! Justo iba a ordenar que lo fueran a buscar. Hay algo delicado que deseo encomendarle. – exclamó con sorpresa y sin ocultar alivio al verlo detrás de la puerta.
Hipólito llevó sus manos al frente de su saco ciñéndolo a su torso y con ello estrujó el papel con la solicitud de baja redactada por Alicia que guardaba en su interior.
—¡A la orden coronel! Dígame de que se trata. – exclamó solemne pero desalentado elevando los hombros.
—No no, mejor venga, sígame que tengo una reunión y me gustaría que estuviera presente. – replicó el coronel acompañando con su mano el movimiento que los dirigía hacia el sector norte del fuerte.
Transitaron en paralelo al muro que daba sobre Santo Cristo hasta la pequeña capilla bordeando las formaciones de patricios.
Frente al templo y hacia el centro del patio, se alzaba el Palacio de los Virreyes, la más lujosa edificación de Buenos Aires, de dos plantas con balcones tipo cajón. Lo rodeaba un patio cuadrado