Hipólito. Demian Panello
en el cenit fulguraba en el río sin que ello significase iluminación. Tan solo teñía las aguas de un tinte blanco, como si una manta se apoyara sobre la superficie.
Siguiendo con atención ese brillo opaco y alternando su mirada hacia el cielo, vigilando el tránsito de las nubes delante de la joya más reluciente de la noche, Hipólito se fue acercando a la costa.
Ya casi tocando el agua, tornó la vista a los lados presintiendo el avance de su menuda falange. Cumplían con eficiencia lo de desplazarse en el más absoluto de los silencios. Podrían ser dicharacheros e incluso hasta infantiles durante las horas de ocio y en las largas jornadas de consigna, pero cuando la acción llamaba, los temperamentos se moderaban a las circunstancias y se podía confiar plenamente en su arrojo haciendo de cada intervención la más importante de sus vidas.
Fue esa mancha de luz tenue, que como una capa descansaba firme sobre el agua, la que pronto tembló desdibujando la lógica quietud del río a altas horas de la noche.
¿Qué animal fluvial se desplazaría con tales bríos en la oscuridad? Una nutria tal vez, huyendo desesperada de un yacaré. Quizás un pecarí que acechado por la tarde por un yaguareté terminó acorralado sobre un tronco poco firme junto a la orilla, este cedió y fue a dar al medio del río. Agotado y desesperado, todavía estaría luchando por no ahogarse. ¿Y si el caído era el depredador?
Lucubraba Hipólito en la orilla apretando cada vez con más fuerza su facón.
Ese sonido de arrastre trastocó pronto en un chapuzón y murmullos.
¡Botes! pensó el oficial buscando a sus compañeros a los lados. No los veía, pero sabía que estaban ahí oyendo lo mismo, esperando su orden.
—¿Quién anda ahí? – exclamó. —¡Identifíquese! – agregó a continuación.
Los chapuzones cesaron de inmediato. El tenso silencio trajo de nuevo el croar sinfín del estero.
Hipólito ingresó con cautela en el río. Sus botas se hundieron en el fango del lecho. Una gruesa rama caída sobre la orilla le permitió sujetarse luego de ese vacilante primer paso.
Entonces el mismo resplandor turbio que reflejaba el agua hizo un breve destello en la oscuridad acompañado ahora por nuevos chapuzones más decididos.
—¡Soldados a mí! – exclamó alarmado, pero sin dejar de moverse al encuentro de los visitantes. No tardó en ver llegar con igual brío a Esteve y Pimentel por el flanco derecho dando largas zancadas y a Bárdenas por el izquierdo.
La Luna saliendo detrás de las nubes iluminó la silueta difusa de un hombre sorprendido blandiendo una daga. Empujaba el bote con su otra mano hacia el interior del río. Otras dos personas hacían lo mismo de los lados.
—¡Alto! ¡Oficiales del fuerte! – gritó Hipólito al ver que intentaban huir como habían llegado.
Ignorando la voz de alto, Hipólito fue el primero en abalanzarse sobre el extraño más próximo a la proa de aquella embarcación. Le cayó encima golpeándolo con su antebrazo derecho y arrastrándolo hacia al agua. Se sumergieron abrazados mientras escuchaba los alaridos de ataque de su patrulla.
El extraño dejó caer su arma luego del golpe y fue dominado de rodillas por Hipólito sujetándolo de sus largos y tupidos cabellos rizados. Llevaba una camisa blanca abierta y unos pantalones holgados arremangados hasta las rodillas.
Junto a la embarcación Bárdenas y Esteve intentaban controlar a otro de los hombres. Desde la popa del bote un tercer extraño parecía haberse librado de Pimentel y al ver que no podía hacer nada por sus camaradas comenzaba a nadar río arriba.
—¡Pimentel! – exclamó atento Hipólito señalando al sujeto que huía. No tuvo respuesta alguna del cadete.
—Bárdenas, sujete a este hombre. – dijo soltando a su prisionero mientras iba tras el fugitivo.
Un par de brazadas fueron suficientes para alcanzar sus piernas y hundirlo en el río que a esa altura los cubría hasta la cintura. El reo surgió arrebatado de las profundidades para encontrarse con un sorpresivo puñetazo que lo dejó fuera de combate.
Hipólito fue arrastrando al individuo hasta dejarlo flotando junto a Esteve y Bárdenas que controlaban a los otros dos.
—¡Pimentel! – exclamó el oficial mirando más allá.
—Lo mataron. – replicó Esteve definitivo.
Hipólito rodeó el bote avanzando con dificultad en el lecho barroso. Se tropezó con las piernas colgando de Francisco y medio cuerpo en cubierta.
—¡Pimentel! – volvió a exclamar tirando de sus pantalones.
Lo tomó de la cintura y lo deslizó hasta el borde al tiempo que lo giraba. Su torso quedó entre sus brazos, como dormido.
—¡Pimentel! – repitió ya más apagado cacheteándolo. El cadete no respondía. Su camisa mojada cubría una herida en el vientre que lo desangraba rápidamente.
—Francisco. – susurró Hipólito atribulado meciendo su cuerpo.
IV
Hipólito tuvo la fugaz sensación de haber vivido ya la misma escena.
La puerta del hospital San Martin de Tours se abrió quitándole de súbito el picaporte de las manos y entonces un hombre mayor, rengueando, se estiró buscando su ayuda para dar el siguiente paso. El oficial llevó el brazo del anciano alrededor de su cuello mientras deslizó el propio por la cintura del hombre. La mano curtida y huesuda del viejo se aferró con firmeza de su hombro. Sintió sus dedos clavarse entre los intersticios de sus músculos y articulaciones.
Transitaron con lentitud el trecho que separaba el ingreso al hospital y la calle. Pasaron junto a la viejita y el cimarrón, ambos flacos, que mendigaban recostados sobre la pared del hospital. La palma al cielo impertérrita y su cabeza gacha hacia el perro descansando en su falda.
En la calle un joven acercaba apresurado un carretón haciéndole gestos. Sin soltar la brida estiraba su mano guiando, de alguna manera, a Hipólito. Solo cuando el caballo dio señales de inmovilidad se sintió confiado para acondicionar la parte posterior del carro. De un movimiento ubicaron al viejo sentado sobre un cuero y apoyado contra unos desprolijos fardos de paja.
—Gracias, mijo. – dijo el anciano palmeando al oficial.
Hipólito asintió con una sonrisa devolviéndole el agradecimiento con igual gesto.
En el amplio vestíbulo próximo al ingreso del hospital se quitó su tricornio y acomodó su camisa que conservaba las huellas de los dedos del anciano. Las ventanas estaban abiertas y el calor de la mañana estival llenaba el pasillo con el aroma a césped recién cortado proveniente del patio interior.
En la habitación había diez camas, más de la mitad estaban ocupadas. Todos hombres. Las mujeres eran alojadas en el ala que daba sobre San Martin, lindero al convento de los betlemitas.
Divisó el torso de ébano semidesnudo de Isidro cerca de la ventana. Al pasar pudo advertir, con el rabillo del ojo, como el convaleciente más cercano a la puerta lo fue observando. Era uno de los detenidos de la noche anterior, al que Bardenas o Esteve le habían roto el brazo. Un aparejo lo obligaba a mantenerlo rígido mientras el brazo sano lo sujetaba ahora a la cama con una gruesa soga. Con la cara parecía pedir clemencia.
Isidro giró al oírlo llegar y entonces el rostro encogido de Pimentel quedó al descubierto. Con la cabeza gacha lo miraba desconfiado como perro castigado por robar la taba.
Tenía el torso vendado desde el pecho, debajo de las tetillas, hasta el vientre. Su semblante era mezcla de dolor y amargura, pero bueno, vital.
—¿Cómo anda cadete? —preguntó Hipólito al pie de la cama. Isidro, sentado a un lado, le hizo un gesto cómplice.
—Bien. – replicó débil Francisco. – Fue todo muy rápido, ¿sabe? – agregó afligido.
Hipólito