Hipólito. Demian Panello

Hipólito - Demian Panello


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detallada por los gestos que hacía, pero seguía siendo impenetrable para el oficial.

      —Dice que si se apiada de él tiene información importante para revelar. – se escuchó decir en un perfecto español de entre las penumbras.

      El oficial llevó el arco de luz hacia la celda del otro prisionero. Estaba sentado en la saliente que hacía las veces de litera con sus manos apoyadas en las piernas. Era el sujeto que él había apresado en el río, el primero, antes de ir tras el fugitivo que había herido a Pimentel con el que ahora compartía habitación. Supo que era ese el hombre por su camisa blanca abierta y sus cabellos negros largos y ensortijados.

      —¿Y usted cómo se llama? —preguntó Hipólito ya junto a las rejas.

      El sujeto se incorporó y se acercó. La flama de la antorcha sacudió destellos de luz que iluminaron los rostros separados por el hierro. De piel bronceada, la sombra que proyectaban sus pronunciados arcos ciliares oscurecía más las facciones del reo.

      —¿Hipólito de Toulouse? – espetaron de imprevisto los rollizos y centellantes labios del extraño. La mano derecha del hombre rozó la izquierda del sorprendido oficial de dragones.

      —¿Quién eres? ¿de dónde me conoces? – inquirió azorado Hipólito.

      El rostro del prisionero volvió a emerger de las tinieblas con una mueca en su boca como charada.

      —¿Acaso no reconoces a tu camarada del Mariana?

       V

       Mar del Caribe, 1804

      Las velas hinchadas a más no poder de la fragata Mariana tensaban la arboladura haciendo crujir extasiada la madera. La nave avanzaba deprisa en las aguas que separaban Guadalupe de las Islas de los Santos, allí donde el Atlántico se funde plácido con el Mar del Caribe.

      En la cubierta de estribor, Miguel observaba un humeante peñón que se alzaba próximo a la costa de Basse-Terre, la isla occidental de Guadalupe.

      Un continuo y delgado hilo vaporoso ascendía difuminándose, en la altura, en ligeros cirros.

      —La vieja dama. – dijo el capitán Casanova ubicándose a su lado.

      El volado del puño de su camisa cubría a medias la pulsera de plata que jamás se quitaba y procuraba alejar de las miradas indiscretas. Provenía de un pasado lejano de Casanova, antes de ser capitán del Mariana y de un romance que no era precisamente con el mar, según había oído cuchichear entre risas en la nave desde aquel día que abandonó para siempre Argel.

      —Es un volcán joven. Como usted oficial. – agregó sonriendo mientras le palmeaba la espalda. Al girar detuvo su vista en la popa, hacia la estela espumosa que el Mariana iba dejando a toda vela.

      —Pronto dejaremos de contar con la generosidad de los vientos alisios. – dijo acomodándose el lepanto modificado que gustaba vestir. Él mismo le había cocido una visera de fieltro tornando esa gorra en una prenda única en el mundo. En realidad, un día envalentonado por el ron había confesado que copió el modelo de un pirata malayo negrero que ajustició colgándolo de la verga de su propio barco. Esa fue la única intimidad que el ron fue capaz de sacarle al capitán.

      En efecto, un cuarto de hora después el barco navegaba sereno una milla al oeste de Dominica.

      El aire de esa deliciosa zona es tan puro, que las serranías insulares, se divisan con facilidad a una distancia de treinta o cuarenta leguas, y que desde tierra se avista un navío normal a una distancia de diez leguas.

      Esa cordillera volcánica, espina dorsal de las Indias Occidentales, divide todo el archipiélago en dos marcadas geografías y con ello caracteres opuestos. Las más agitadas costas de oriente, hacia el atlántico, bendecidas por los vientos alisios eran las preferidas por los naturales de esas tierras y el litoral apacible del lado occidental, de cara al mar del caribe, elegida por los colonos europeos.

      Cuando Casanova se paseaba por cubierta, solía dirigir la palabra tan solo al contramaestre Jolimont como al oficial de cubierta Miguel y a nadie más. Era común que los marinos se echasen a un lado dando lugar al paso del capitán que marchaba yerto con los brazos en la espalda escudriñando siempre el horizonte buscando anticipar cualquier peligro.

      Fue en uno de esos recorridos cuando se escuchó una explosión seguida de un silbido. En segundos una bala pasó rozando el palo mayor. La sorpresa fue mayúscula en toda la nave. Estaban siendo atacados, pero no se veía barco alguno alrededor.

      En lo alto de la popa el capitán extendió el catalejo. Se encontraban al sureste de Martinica y la bala había venido desde el norte, pero en esa dirección solo se divisaba la isla y ninguna embarcación. El Mariana contaba con solo dieciséis piezas de artillería de doce que asomaban por las portas y un par más en cubierta que eran útiles para amedrentar a los corsarios. Casanova ordenó a Jolimont alistar los cañones cuando otra explosión fue el prólogo de un nuevo silbido y entonces la verga de sobremesana voló hecha añicos cayendo las astillas encima del capitán.

      En medio del zafarrancho de combate los marineros chocaban entre sí aturdidos por ese barco fantasma que los estaba acosando.

      —¡Izad los juanetes y las barrederas, que no haya tela en el Mariana que no esté al viento! – exclamó Casanova sobre el alcázar de popa.

      La nave se curvó con rumbo al este pretendiendo dejar a un lado el desconocido elemento que les estaba siendo hostil.

      Turbado por el misterio, el capitán afirmó su cuerpo sobre la baranda y volvió a explorar con el catalejo todo el frente marino a babor. No había más que tierra a poco más de una milla.

      Pasaban justo frente a un pequeño islote, a mitad de camino entre la costa y la posición del Mariana, cuando un resplandor capturó por un instante su atención. Bajó el dispositivo óptico para ampliar su campo de visión, pero nada había cambiado ante sus ojos. El pequeño islote deshabitado y las apacibles costas de Martinica detrás se mostraban rebosantes de vegetación con la pequeña villa de St. Thomas hacia el este.

      Dirigió entonces el catalejo hacia el islote y la imagen ampliada le devolvió la misma soledad que sus ojos desnudos habían percibido, cuando de pronto, un nuevo destello lo encandiló. Agudizó su vista potenciada por el aparato y entonces descubrió la boca de una cueva cerca de la cima del solitario promontorio de aquel islote. En ese instante el humo de otra explosión saliendo de esa misma gruta delató a su enemigo.

      —¡En el Roca Diamante! – alcanzó a gritar sin impedir que el cañonazo diera de lleno en medio del velacho, quebrando el trinquete.

      El palo quedó colgando de la arboladura arrastrando consigo las vergas y los juanetes de proa.

      Los cañones del Mariana no tardaron en contestar fuego hacia el islote Roca Diamante, pero fue nulo el daño causado al empinado peñón de piedra.

      Otro disparo desde la improvisada fortaleza marina alcanzó el bauprés llevándose con él los foques y la arboladura del trinquete que hizo caer sobre la cubierta la parte superior del palo con su verga y juanetes.

      La fragata, con su trinquete fuera de servicio, había reducido su velocidad sin haber podido salir todavía del alcance del fuego enemigo. Entonces, el capitán ordenó largar rizos y añadir bonetas, lo que implicó arriesgadas maniobras de varios hombres manipulando paños y aparejos en altura sobre el palo mayor. Así el Mariana fue llevando curso hacia el este dejando a un lado, lentamente, el maligno islote.

      Una vez fuera de peligro Casanova se puso a evaluar la necesidad de tocar puerto o tierra segura para reparar los daños. El puerto más cercano, St. Thomas frente a la Roca Diamante, quedaba descartado por razones obvias y la villa de Ste. Anne, en la península sur de la isla, estaba a tres leguas, una distancia algo lejana para la exigencia que estaba sufriendo el palo mayor.

      Indicó entonces rumbo a los Tres Ríos, un pequeño delta pasando la Bahía de Serón a poco más de una legua. Llegaron a los arrecifes de corales que precedían a la playa, más


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