Hipólito. Demian Panello
la entrada del palacio se encontraron con el comandante del cuerpo que en esos momentos formaba en el patio, Cornelio Saavedra y su sargento mayor Manuel Belgrano.
—Señores. – saludó empinado el coronel de la Quintana.
—¡Coronel! – replicaron al unísono Saavedra y Belgrano cuadrándose.
Aunque en términos de escalafón el recién nombrado comandante estuviera al mismo nivel que de la Quintana, la vasta experiencia del coronel con los dragones naturalmente se distinguía y entonces hasta los superiores le guardaban respeto.
Hipólito saludó a los dos hombres inclinando solemne la cabeza. Manuel le sonrió.
No conocía a Saavedra más que de vista, sin embargo, sí eran bien conocidos con Belgrano de cuando era secretario del Consulado de Comercio. Al final de la jornada laboral solían compartir largas tardes convertidas en noche debatiendo sobre Francia y la revolución en el Café de Marco junto al grupo de los franceses. Era un buen hombre, culto y soñador principal anfitrión de esas veladas. En más de una oportunidad Pedro Marco, el dueño del café, tenía que invitarlos a retirarse ya bien entrada la madrugada.
—Entremos, el capitán nos debe estar esperando. – sugirió Saavedra adelantándose hacia el ingreso del palacio. Uno de los soldados del regimiento de dragones que se encontraba de consigna delante del marco de la puerta los acompañó al interior.
Un amplio vestíbulo, de discretas molduras de algarrobo, dividía las oficinas de la Real Audiencia, escribanías y las Reales Cajas. Los hombres, guiados por el dragón que oficiaba de auxiliar, ascendieron la sólida escalera que conducía a la planta alta.
El guardia los dejó superando el umbral del salón principal que contaba con una espaciosa mesa de reuniones en el centro rodeada de sillas, y hacia la derecha del ingreso un robusto y bien labrado escritorio. Carlos IV, abúlico y desinteresado, con su mano derecha en la cintura y la izquierda delante en puño, dispersaba su vista en el vacío del vasto ambiente. Enjaezado de rojo y dorado, el retrato de Su Católica Majestad hacia juego con el terciopelo rojo del sillón del virrey.
—¡Caballeros! – se escuchó desde el otro extremo. El Capitán General, Santiago de Liniers y Bremond, ingresaba apurando su paso desde el balcón.
Vacilante estratega, pero valeroso soldado capaz de ganar él solo una batalla con su inigualable arrojo, fue justo conquistador del trono de héroe de la reconquista. Lo que le valió además el ascenso a Capitán General del virreinato y ante la ausencia de Sobre Monte, que había permanecido en Córdoba luego de la rendición de los invasores, virtual autoridad suprema.
Era un hombre de mediana edad de elegancia única en estas tierras, de sonrisa acogedora y hermosa; sus ojos admirables sobre todo por el modo como estaban colocados en su cara y enmarcados por sus cejas. Con sus largos y platinados cabellos recogidos en una cola de caballo, toda su cara, bien acicalada y empolvada, se exhibía pétrea y esmaltada como una máscara de baile. No había impostura alguna en su mirada, nada teatral ni afectado. Aquel caballero francés de refinados modales definía la sinceridad y el arrobo, la imprudencia a niveles temerarios; un ner tamid de ferviente pasión siempre triunfante en las lides de Marte y el amor.
Liniers con un gentil movimiento de manos los invitó a hacerse un lugar en la mesa central.
Se ubicaron en el extremo opuesto a la pared donde estaba el escritorio y el retrato del monarca español. Saavedra y el coronel de la Quintana se sentaron enfrentados y lo propio hicieron Belgrano e Hipólito. Frente a todos, el Capitán General.
—Como ya estarán informados, hace unas horas llegó el cabo González con malas noticias. – el capitán hizo una breve pausa observando a sus interlocutores. —Las tropas de Arce y Balcarce fueron derrotadas en Montevideo y ambos oficiales apresados por el enemigo.
Liniers entonces posó su mirada en de la Quintana que había inclinado sutilmente su cuerpo. – Su hijo, coronel, está bien. Hilarión y muchos más pudieron retirarse a tiempo. – agregó antes que algo más se dijera en esa mesa. De la Quintana dio un largo suspiro compartido por el resto.
—No tengo precisión de la cantidad de bajas, entiendo que no fueron muchas de acuerdo con lo expresado por González. La tropa se encuentra en retirada hacia Colonia e Hilarión quedó cargo de ella en estos momentos.
El capitán volvió a hacer un intervalo como permitiendo que aquellas desafortunadas novedades tomaran forma concreta en los presentes y entonces un profundo desconsuelo se apoderó de todos ellos, a excepción del mismo Liniers.
El capitán desenrolló un mapa que hasta ese momento había permanecido cerrado junto con otros planos y papeles.
Un detallado grabado en tinta china de todo el estuario del Río de la Plata incluyendo la ciudad de Buenos Aires y la Banda Oriental con sus bastiones, accidentes geográficos, caminos y bancos de arena en el río dibujados con precisión, se extendió en la mesa frente al grupo. Orientado hacia el coronel de la Quintana e Hipólito, obligó al resto a incorporarse y ubicarse detrás de los privilegiados.
—De acuerdo con lo relatado por González, los ingleses estarían en estos momentos asediando la ciudad tratando de forzar la defensa de las tropas de Huidobro sobre las puertas de San Juan. —expuso Liniers trazando un arco con su dedo índice desde la bahía de Santa Rosa, frente a la isla de las Flores, hasta Montevideo. – Sobre Monte con alrededor de 2500 cordobeses a caballo estaría en Capilla a dos leguas al norte. – continuó dando pequeños golpes con el mismo dedo en un punto cercano al grabado del fuerte de la ciudad.
—En la retirada, Hilarión se contactó con un enviado de Sobre Monte. El virrey prometió sumar sus hombres a nuestras huestes. – agregó el capitán ahora trazando otro arco con su dedo sobre el mapa desde Colonia del Sacramento hacia Montevideo acompañado de otro que provenía del interior también hacia el núcleo capital de la Banda Oriental.
El coronel de la Quintana y Saavedra mecieron sus cabezas en silencio y al unísono sin dejar de observar el plano.
—Comandante. – dijo Liniers dirigiéndose a Saavedra. – Prepare 500 hombres de su regimiento. El capitán Michelena nos transportará junto con otros 1000 soldados más, entre húsares y de otros regimientos, a Colonia del Sacramento. Allí procuraremos coordinar con Sobre Monte para marchar sobre Montevideo y contraatacar.
José de la Quintana levantó su cabeza y miró a Liniers respaldando el plan.
—Permítame capitán. – dijo entonces el coronel del regimiento de dragones alzando su mano izquierda. —Podríamos además apostar una patrulla en el puerto de Las Conchas cubriendo, tanto sea una desafortunada retirada nuestra o eventualmente anticipar cualquier avanzada enemiga que, conociendo ya mejor la región, pretenda aprovechar una bajante del río. – expuso haciendo un círculo en la zona del delta del Paraná.
El Capitán General alzó su cuerpo colocando sus brazos en la cintura al tiempo que evaluaba la propuesta del coronel.
—He pensado en cuatro o cinco hombres al mando del oficial Mondine. – agregó de la Quintana señalando a Hipólito sentado a su derecha.
Fue entonces Liniers quien asintió y miró de soslayo a Saavedra y Belgrano que también dieron señas de aprobación.
—Me parece apropiada la idea. – dijo entonces el Capitán General. – Bien, ¡pongámonos en marcha ya! Cualquier demora juega, a partir de ahora, para los invasores.
Los hombres alzaron sus hombros con denuedo frente a la nueva empresa.
Hipólito esbozó una mueca del mismo sentimiento y luego de un largo suspiro oprimió en su pecho la nota que guardaba en el interior de su chaqueta.
III
En la oscuridad el agua golpeaba mecánicamente, como si se tratase de una influencia calibrada con esmero, abrazando las pilastras del humilde muelle. Ascendía tierra adentro ese murmullo persistente, audible solo cuando la perturbadora monotonía obligaba a disgregar los sonidos para