Hipólito. Demian Panello
esos lapsos azarosos de claridad en los que los rostros volvían a ser reconocibles.
Todos amuchados debajo del sauce a la vera del río, separado varios metros del caserío y puerto de Las Conchas, susurraban frases indescifrables hilvanando conversaciones mal logradas con el solo pretexto de no ceder ante la fatiga de largas horas de guardia.
Francisco sabía, aunque no lo viera, que a su derecha se hallaba sentado en un tronco, Hipólito. Sereno, pero alerta, el oficial de dragones estaría con su mano apoyada en el mango de la pistola enfundada en la cintura moviendo la cabeza de un lado a otro escudriñando las tinieblas. Que, a su izquierda, también sentado, se encontraba el cabo Tomás Esteve y frente a él, quizás de cuclillas, el soldado Basilio Bárdenas.
De esa dispersión voluntaria de sonidos el joven cadete solo atendía uno en particular aquella noche de verano en el monte. Uno que en la densa y sofocante atmósfera se le pronunciaba maligno.
Con eficaz destreza era capaz de anticiparlo en la frontera de la capacidad auditiva humana. Un imperceptible silbido que trepidando iba tornándose cada vez más grave hasta transformarse en ese zumbido enloquecedor que sentía ingresar por sus oídos a su cabeza atormentándolo. Entonces estrellaba un sonoro cachetazo que lo sacudía.
—¡Malditos mosquitos! – exclamó ofuscado mientras volvía a propinarse un nuevo castigo debajo de la otra oreja.
—Shhh, hay que mantener silencio. – susurró Hipólito sujetándolo del brazo.
—¿Cómo puedo mantenerme callado cuando estas bestias me están devorando? – inquirió fastidioso.
—Tienes que ponerte algo para ahuyentarlos. – formuló Bárdenas emergiendo de la oscuridad.
—Ya me he untado aceite de eucalipto por todo el cuerpo. – replicó Pimentel. – ¿Quién fue el sabio que dijo que el eucalipto los repele si aquí viven rodeados de eucaliptos? – agregó moviendo sus manos enseñando el lugar.
—El aceite de eucalipto es bueno, no sé cómo lo habrás preparado, pero es eficaz. – se le oyó decir a Esteve.
Hipólito giraba en torno al grueso tronco del sauce exponiendo su perfil, y así el oído derecho, cada vez que la suave brisa se presentaba acarreando el sonido del agua del río rompiendo en la orilla. Inclinaba con suavidad la cabeza y fruncía el ceño agudizando su sentido más alerta aquella noche.
—Que, ¿cómo lo preparé? – preguntó disgustado. – Herví las hojas en agua. – replicó separando las manos como si explicara algo que no guardaba más misterio.
—Toma prueba con esto. – dijo ahora Bárdenas mientras deslizaba una pequeña botellita entre las piernas extendidas de Francisco.
Pimentel tomó el recipiente y lo olfateó.
—Huele a clavo de olor.
—Es clavo de olor. – afirmó Bárdenas. – Treinta unidades hervidas en un litro de agua, colada y mezclada con jabón fundido. – desarrolló sereno. – Frótatelo en los brazos y el cuello. Ya verás que no te molestarán más.
El recipiente de cristal había sido alguna vez el tapón de una licorera. Cortada hábilmente la bocha que lo adornaba, dejaba expuesto un hueco de pocos centímetros útil para almacenar pequeñas cantidades de líquido y aceite portable sin mayores inconvenientes en el interior de una prenda. Un bien tallado corcho sellaba con efectividad la improvisada botellita.
—¡Humedécete un poco la palma nada más! – alertó Basilio volviendo a emerger de las penumbras. – Como si fuera un fino perfume. – murmuró estirando su tupido bigote con una sonrisa.
Francisco lo miró mosqueado y quitó, no sin dificultad, la tapa. Siguiendo el consejo de Bárdenas apoyó la boca del frasco en la palma de su mano izquierda el tiempo necesario hasta sentir el aceite impregnarse en su piel, entonces frotó su brazo derecho. Repitió el mismo ritual para untar su otro brazo y el cuello. A continuación, la volvió a sellar y la arrojó hacia adelante.
Se recostó sobre el tronco del árbol extendiendo sus brazos y cerrando sus ojos.
—Tengo pensado unirme de fusilero al tercio de montañeses. – anunció Esteve mientras juntaba unas piedritas en el hueco de sus piernas.
—Tú no eres gallego. – dijo Francisco sin abrir los ojos y girando un poco la cabeza en la dirección donde se oía la voz de su compañero.
—No es el batallón de gallegos, es el de cantábricos. – precisó entonces Tomás arqueando una ramita sobre el suelo.
—Bueno, pero tampoco eres español al fin de cuentas. – replicó Pimentel ahora permaneciendo quieto.
—Mis padres son de Torrelavega. La solicitud de voluntariado se extiende para la descendencia de nacidos en La Montaña.
—¿Por qué dejarías los dragones de su majestad por ese batallón de viejos remendones y almaceneros? —preguntó Pimentel sonriendo al tiempo que, de soslayo, buscaba en vano la mirada cómplice de Hipólito.
—Me convenció mi cuñado en la cena de nochebuena. – dijo Esteve en el preciso momento en el que con su frágil catapulta lanzaba una tanda de piedritas hacia adelante. – En el tercio de montañeses hay más posibilidades de ascenso. Él ingresó en la primera convocatoria de septiembre y ya es cabo. A diciembre pagaban doce pesos de base.
Pimentel arqueó sus cejas y ladeó un poco su cabeza desconfiado mientras la andanada de proyectiles de Esteve impactaba en su brazo.
—¡La porquería esa con olor a puchero tampoco sirve contra estos demonios! – exclamó disgustado asestándose un cachetazo en el antebrazo. Esteve cubrió su boca para no liberar una carcajada.
—¿Doce pesos de mensualidad? – preguntó incrédulo Francisco acomodándose. – Ni Hipólito gana eso. – expresó divertido volviendo a dirigir su vista hacia la oscuridad de su derecha.
El oficial se había alejado hasta el árbol próximo donde, de pie, apoyado sobre el tronco e inclinado hacia adelante escuchaba atento el río.
El perpetuo croar de un sinfín de ranas apoyado en el firme chillar de las cigarras constituían las primeras voces de la noche en el delta del Paraná. A esto se le sumaba el canto de los grillos solapándose en términos discretos como tejiendo la melodía sobre ese orfeón estival que parecía no pausar jamás su ejecución.
Hipólito creía percibir otro sonido, antítesis del marco natural, que surgía a voluntad con la brisa entrante desde el río.
—Señores por favor, hagan silencio. – ordenó susurrando y alzando su brazo derecho. Pimentel bajó su cabeza echando miradas hacia los costados.
El oficial, apoyado en el grueso tronco del árbol, estiraba su cuerpo como buscando altura y así escapar de la distracción reinante de aquel sauce.
Y entonces, de entre los sonidos naturales de la noche, emergía ese otro de arrastre, de influjo marino por decir si se tratase del mar.
Giró hacia el grupo, descubrió que sería en vano hacer señas, no le verían y entonces se acercó.
Se asomó severo entre las tinieblas agarrando de la camisa a Francisco y a Bárdenas, éste espontáneamente hizo lo propio con Esteve.
—Con el más discreto silencio bajaremos a la costa. – dijo Hipólito mirando los rostros descubiertos pero alertas de sus compañeros.
—Voy a bajar por aquí derecho hasta el río. Esteve y Pimentel diríjanse hacia el muelle y de allí vayan acercándose con cautela por la costa a mi posición. Bárdenas, rodee los eucaliptos, baje también a la playa y entonces haga lo mismo. Se va acercando a mi posición. – indicó mientras dibujaba con su mano en el aire los movimientos.
—¿Qué escuchó Hipólito? – preguntó Francisco intrigado.
—No estoy seguro todavía. Pero, repito, desplácense con el más absoluto silencio atendiendo