Hipólito. Demian Panello
fuera del alcance de su visión. Tampoco lo había visto en toda la semana intercambiar palabras con los clientes de la carnicería. Solo se los chocaba en su obsesiva labor y los gemelos devolvían apenas algún gesto de disgusto y un ademán, pero nada más que sugiriera, ni siquiera, una exigua conversación.
Pasado el mediodía cruzaba la plaza hacia la taberna donde almorzaba en soledad alternando solo dos platos en toda la semana. Un día estofado de buey y el otro una sopa de cebolla. Jamás los cambiaba y siempre los acompañaba con un vaso con agua.
Era sábado, su empleador cerraba a partir del mediodía y Lambart retornaba a su buhardilla de la rue Chaigneau para no volver a salir hasta la mañana del lunes cuando su rutina semanal volvía a comenzar.
Sumergido en el tapado se recostó contra la edificación que daba frente a la vivienda del sujeto. Sintió el frío de la pared húmeda traspasar su abrigo y alcanzar su espalda. Giró sobre sus pies despegándose de aquel contacto y fue el agua sucia y helada del empedrado la que pareció colarse por entre las costuras de sus botas calando sus medias. Tiritó y al hacerlo frunció su ceño liberando un quejido mezcla de dolor y fastidio. No iba a soportar un día más a la intemperie vigilando a este individuo. Ya no toleraría un día más en esta ciudad.
Decidido cruzó la calle y se paró frente a la puerta. Había observado a Lambart levantar su cuerpo cada vez que ingresaba a su domicilio. Jaló entonces del picaporte descargando su peso sobre este y fue su cuerpo el que se alzó para caer de inmediato rozando la madera. Un clank seco y la puerta se abrió sin producir otro ruido.
A la izquierda, pegado al ingreso, otra puerta permanecía cerrada y de frente se alzaba una empinada escalera de angostos peldaños que conducía al piso superior.
Cerró la entrada con suavidad detrás de él y todo de pronto se oscureció. Solo la débil claridad de aquella tarde nublada de invierno que apenas alcanzaba a colarse entre las hendijas de las jambas del ingreso le permitió identificar el primer escalón.
Subió con sigilo deslizando una mano por la pared del estrecho ascenso mientras la otra ayudaba a su pierna coja procurando pisar en los bordes donde la madera estaría más entera.
Estuvo delante de la puerta de la buhardilla de Lambart cuando este, de repente, la abrió. Su cuidado al subir no habría sido suficiente.
El joven, de tupidas cejas y corte de cabello tipo hongo de media melena cortada circular entre la sien y las orejas, frunció su ceño al verlo. De inmediato el hombre lo tomó del cuello de la camisa empujando el ingreso de ambos a la vivienda.
Lambart retrocedió trastabillando hasta quedar sentado en una desvencijada silla que acompañaba una pequeña mesa igual de destartalada.
El lugar era un desastre. Las paredes manchadas, el piso todo cubierto de papeles de diarios y cosas tiradas. En la mesa se apilaban unos platos sucios de comida y restos de pan enmohecido. La débil luz de una vela crepitaba en vano tratando de limitar la lúgubre oscuridad reinante.
—¿Con quién te has reunido? ¿Quién es tu contacto? – le preguntó sacudiendo su cuerpo. Lambart se recostó sobre el respaldo de la silla y su figura se sumió entonces en los dominios de la negrura del ambiente.
—¡Vamos habla! – le dijo usando ahora las dos manos para zamarrearlo. El joven tan solo emitió un quejido y un balbuceo indescifrable.
—¡Qué mierda! – masculló el hombre acercando la vela. El rostro de Lambart se iluminó resaltando al detalle todas sus cicatrices. Decenas de pocitos poblaban sus mejillas bajando desde los parpados inferiores hacia el mentón.
—¡Dime a quién has visto! – le repitió con su mano en el cuello. El joven volvió a emitir un sonido incomprensible. Le apretó ahora sus pómulos estrujándole la boca hasta abrirla. Una cavidad negra y viscosa de donde parecía salir un gruñido. La iluminó con la llama de la vela casi tocando los labios. Su rostro se ensombreció ante la turbadora visión. Lambart no tenía lengua.
Un ruido en un rincón del otro lado de la habitación lo distrajo un instante, momento en el cual Lambart tomó el tenedor que yacía sobre la mesa y se lo clavó en el hombro a la altura de la clavícula. No logró hundirlo tanto pero el dolor fue intenso haciéndole retirar su cuerpo hacia atrás. Movimiento que aprovechó, en un reflejo para el cual estaba preparado, y con la mano del mismo brazo tomó la pequeña daga enfundada entre las costuras del interior de su tapado. De un golpe seco la enterró hasta el mango en el cuello de Lambart. Chilló como un marrano en el matadero mientras lo fue abriendo desde la nuez de Adán hasta el mentón. La oscura sangre del joven fue inundando la mano derecha del hombre adentrándose por las mangas de sus prendas a medida que lo alzaba siguiendo ese impulso feroz. Fue mirando con desprecio como se apagaba la vida del sujeto y el tenedor incrustado en su hombro. Recién después de retirar el utensilio de su cuerpo extrajo entonces de un tirón la daga que había abierto el cuello de Lambart y su cuerpo cayó tumbando la silla.
Arrancó un pedazo de tela de la camisa de su víctima con la que improvisó un torniquete.
Irritado observó a su alrededor. La oscuridad reinante no permitía ver nada más allá de la mesa.
Tomó la vela y con dolor se incorporó. Descubrió la ventana que daba a la calle tapiada con decenas de hojas de diarios pegadas una encima de la otra en un engrudo colosal. Siguió tanteando esa pared hasta toparse con una vieja cómoda. Fue abriendo los cajones, algunos sin fondo y tirando al suelo las prendas, todas raídas, que fue encontrando. De nuevo un ruido llamó su atención. El mismo crujir que lo había distraído cuando Lambart lo hirió.
Acercó el tenue arco de luz de la ya vencida candela y una rata encaramada en un tacho de basura pareció mirarle mientras devoraba un pedazo de zanahoria.
Huyó presuroso de esa inmunda habitación trastabillando por las escaleras y empujando a la vieja que comenzaba a asomarse tras esa primera puerta del ingreso.
Cruzando su brazo izquierdo apretándose la herida bajó por la rue Chaigneau hasta la plaza de la Boucherie. En el cielo, todo encapotado, unas espesas nubes grises parecían colgar ya sin poder resistir más.
Alcanzó a refugiarse en el viejo y deslucido pabellón central, que los lemosines llamaban belvedere, cuando los primeros copos de nieve comenzaron a caer. Se suponía que la construcción espaciosa y abovedad ofrecía bellas vistas. No podía haber plaza más fea en el mundo dijo entre quejidos mientras se desplomaba en uno de los bancos del interior.
Sentado descubrió su hombro dejando expuesta la herida. Próximo a él, la quimera de un perro o un león, que hacía las veces de gárgola inferior de la edificación fue juntando algo de nieve. Hasta allí se estiró para tomarla y desparramarla sobre el corte. De inmediato le alivió el dolor.
Se echó entonces contra la pared relajando todo su cuerpo.
Mirando la ornamentación interior del techo del pabellón, con más figuras de indescifrable naturaleza, repasó esa última semana en Limoges.
Y fue entonces la caprichosa sucesión de imágenes de rostros transformados en quimeras la que lo adormeció.
Habrán pasado apenas unos minutos o quizás algo más cuando unos niños entrando a las corridas lo despertaron.
Hombros con hombros, reían mirando de tanto en tanto en dirección a la catedral de Saint Paul. Uno se agachó y extrajo algo debajo del asiento frente a él. Se sentaron encumbrados sobre las manos de uno ellos que sujetaba una pequeña bolsa de cuero anudada. No fue hasta ese momento que se percataron de la presencia del extraño. Se asustaron, volvieron a reír y huyeron como habían llegado.
Los siguió con la vista hasta donde pudo. Corrían felices y atropellados cruzando toda la explanada. No podría ser otro que un niño, el inocente espíritu aventurero de la primera juventud, quien desbordara alegría trotando las calles de esta ciudad chata y gris. Balanceó su cabeza asintiendo sus pensamientos mientras posaba de nuevo su atención en aquel otro banco. Inesperado cántaro de dicha para aquellos jovencitos.
Se incorporó y se acercó