Hipólito. Demian Panello
De pie en el pabellón alternó su vista entre el banco y los alrededores de la plaza. Fue repasando las fachadas, algo mejor cuidadas de esa zona, hasta detenerse en la enorme cruz empotrada sobre el dintel del ingreso a la catedral. Entonces, retornó su interés en el asiento y de inmediato giró su cabeza observado hacia el oeste, el inicio de la rue Saint Martial. Volvió a asentir en silencio y alzó el cuello de su tapado antes de abandonar su refugio.
En la iglesia de Sainte Ursule había algunos feligreses más que por la mañana, la mayoría de ellos sentados en las primeras filas.
Los movimientos de los monaguillos en el altar indicaban que la misa estaba pronto a comenzar.
Apenas ingresado trató de ubicar dónde se había sentado Lambart más temprano. Había sido del lado de la nave sur pero no recordaba si era en la última fila o la siguiente.
Sentado en el banco de la última hilera tanteó debajo en un amplio espacio sin encontrar nada. Lo mismo hizo con el respaldo del banco de adelante con igual fortuna.
Bufó y miró a los lados mientras por el pasillo central el sacerdote se acercaba sacudiendo el incensario. Esperó que el religioso volviera sobre sus pasos para instalarse en la anteúltima fila. Lambart no se había sentado más allá se dijo frunciendo el ceño y arrugando los labios.
Miró a lo largo del banco y fue deslizando sus manos por debajo del friso del respaldo que sirve para apoyar las manos al rezar. No tuvo que estirarse mucho cuando sintió sus dedos frenarse. De inmediato retiró su mano. Una sustancia amarillenta parecida a una resina había embadurnado las puntas de sus dedos que comenzaron a pegarse entre ellos. Tocó su nariz olfateando y un fuerte olor invadió con celeridad sus papilas gustativas llevándolo a su saliva. Pasó varias veces la lengua por el canto de su mano procurando liberarse de ese extraño sabor.
Se echó entonces para inspeccionar lo que había encontrado volviendo a tantear, ahora con la otra mano, el mismo lugar. Dos manchas viscosas separadas por unos centímetros le hicieron interpretar que algo había sido fijado allí debajo y la calidad de su textura le indicaron que no hacía mucho tiempo de ello.
Se incorporó y allí quedó mirando hacia adelante frotando sus manos por el pantalón. El idiota de Lambart se había burlado de él.
En el altar sonaron los primeros versos del Confiteor.
1 Calle
II
Pluma en mano y recostado en la silla, observaba los papeles desparramados sobre el amplio escritorio. El bullicio proveniente de la plaza no le permitía concentrarse y cada vez sus pensamientos se dispersaban más de aquello que tenía que escribir.
Unos suaves golpes en la puerta de la habitación terminaron por sacarlo del letargo vacío de sus ideas. El piso crujió a dos tiempos, al incorporarse de la silla y al dar el siguiente paso, poniendo de manifiesto un listón flojo que recorría el centro de la habitación.
Entornó lentamente la puerta y un conocido rostro dulce y delicado se dibujó ante sus ojos.
Hipólito retiró su cuerpo permitiendo el ingreso de la mujer y no bastó que transcurriera un segundo luego de cerrada la puerta para que la espalda de Alicia diera con fuerza contra la misma impulsada por el ímpetu fogoso de un largo y apasionado beso. El frenesí, sin interrupciones los fue llevando de la puerta hacia el placar, ahora de espaldas el hombre y de allí hacia la cama volteando en el trayecto el candelero y unos libros de la mesa de luz.
De un solo movimiento Alicia quedó encima de Hipólito al tiempo que desprendía los botones que ceñían su peto a la cintura. Él deslizó con suavidad sus manos por el vientre de ella hacia la espalda y de un tirón desanudó el corsé permitiendo entonces filtrar sus manos entre la camisa interior de lino y alcanzar así sus pechos.
Beso devorador a beso devorador, caricia a caricia de creciente impaciencia, sucumbieron víctimas de la intensidad pura de la cómoda intimidad de aquella habitación de alto de la Posada de los Tres Reyes.
Se quedaron tumbados en la cama mirando el techo. Alicia giró hacia Hipólito justo al escuchar algunas voces de mando provenientes de la calle.
—¿Ya has redactado la solicitud de baja?— le dijo mientras acariciaba su pecho desnudo poblado de abundante vello.
Hipólito miró hacia el escritorio.
—No. – dijo musitando. – No he podido concentrarme. – explicó girando ahora hacia su compañera.
Alicia le sonrió y acarició su rostro frotando, en el mismo movimiento, su pulgar en los labios del hombre.
—¿No estás seguro de hacerlo? ¿es eso?
Hipólito giró en la cama hasta quedar enfrentado a Alicia. La mano de ella corrió entonces hasta la nuca de él y allí quedó restregando sus cabellos.
—Cuando regresaste a Córdoba luego de todo lo que pasó aquí y entraste a la oficina del hospital, de pie en el umbral de la puerta con tu sombrero en el pecho, me miraste sin decir nada y supe todo. Aquellos días fueron los días más maravillosos que alguien pueda llegar a vivir. – dijo sin apartar su vista de él y con sus ojos centellando en el humor de la evocación.
Hipólito le sonrió y acercó los labios de la mujer a los propios besándolos con ternura.
—También fueron así de maravillosos los míos. Los únicos que he tenido. – le replicó con suavidad acariciándole la cara y el cuello. – Quiero mudarme a Córdoba contigo. Todavía quiero hacerlo. Instalarme allá, tener otro trabajo, hacer algo diferente. – dijo titubeante sin apartar sus ojos de los de la mujer, pero perdiendo la mirada en algún punto más allá del presente.
—No he hecho otra cosa más que esto desde que llegué. Es lo que soy. – añadió retornando de sus cavilaciones.
La misma conversación había tenido lugar en Córdoba apenas un mes después de la reconquista. Entre paseos a la vera del río y los apasionados encuentros en el hotel de la plaza, profirieron su amor y los planes de Hipólito de mudarse a Córdoba. Le preocupaba entonces y ahora, qué hacer de su día y a día fuera del regimiento de dragones.
—No encuentro las palabras. No se me da muy bien esto de escribir. – agregó riendo al tiempo que con un gesto volvía su atención al escritorio.
—Te puedo ayudar. Pero tienes que estar seguro de hacerlo. – le dijo Alicia poniéndose de rodillas sobre él con sus manos apoyadas en sus muslos.
Sus cabellos lacios y claros caían desordenados sobre sus hombros cubriendo sus pechos.
Cuando recién la conoció no le pareció atractiva.
Trabajando en la oficina del Hospital de Mujeres, Alicia y la directora Guitran, de rodetes tirantes y vestidos largos y vulgares ceñidos al cuello no llamaban la atención. Pero entonces fue el candor suave de su presencia lo que lo cautivó. Escucharla hablar con las personas que se acercaban hasta el mostrador, el roce ocasional de sus cuerpos al cruzarse entre los estrechos pasillos de los escritorios fue extrayendo del oficial un sentimiento que pensó que no tenía, que había sido extirpado de su ser en algún punto en aquel bosque camino a Narbona o a Montpellier, ya no sabía dónde y lo cierto que ni importaba.
Le comenzó a gustar esa joven de delicados gestos y sonrisa tierna. La hizo parte de esa ciudad que también lo había seducido con sus serenos días de sol y el lento andar de provincia en amalgama perfecta con una metrópoli grande y vibrante digna de una capital.
La contundente humildad de la desnudez le devolvió entonces la belleza física que no había sido capaz de captar. Como si aquella mujer tuviera la virtud suprema de ser, simplemente, bella.
Alicia acompañada de su amiga y jefa, Manuela Guitran, visitaba ahora Buenos Aires que las recibía con sus habituales tórridos días de verano. Hipólito se había adelantado a reservar habitaciones en la posada próxima a la plaza tanto para