Hipólito. Demian Panello

Hipólito - Demian Panello


Скачать книгу
a José de la Quintana mirando por la ventana hacia el patio interior. No había otro movimiento más que el de unos esclavos trabajando la tierra de unos pequeños canteros debajo del frente sur del Palacio de los Virreyes.

      Hipólito carraspeó para declarar su presencia ya en el interior de la oficina.

      —¡Oficial Mondine! – exclamó el coronel retornando de sus cavilaciones. – Venga, tome asiento por favor.

      Hipólito saludó solemne y se sentó frente al escritorio apoyando el sombrero sobre su falda.

      —Bueno, permítame primero felicitarlo por el resultado de las acciones en Las Conchas y hágale llegar mis más caros respetos a sus hombres, en especial al cadete … ¿cuál era su nombre? – dijo un tanto abochornado por no recordarlo.

      —El cadete Francisco Pimentel. Se encuentra convaleciente pero fuera de peligro. —replicó Hipólito.

      —Aja, Francisco Pimentel. – repitió fuerte y claro el coronel mientras anotaba su nombre en una hoja. – Bien, transmítale mis felicitaciones entonces al cadete Francisco Pimentel. – reiteró pasando ahora sus dedos por el papel. —Dígame, usted que lo conoce mejor, ¿no cree que ya es hora de hacerlo efectivo en el regimiento? – preguntó echándose sobre el respaldo de la silla.

      —Por supuesto. – dijo de inmediato Hipólito. – El cadete Pimentel en el transcurso de dos años asistiéndome ha demostrado un valor destacado, de plena disponibilidad y utilidad en la obtención de información. Para su corta edad conoce muy bien la ciudad y a todos los vecinos. – expuso el oficial. —Pero, además, demuestra una preocupación continua por los asuntos militares del virreinato. Creo que sí, ya es hora de, si me permite la insolencia, no solo efectivizarlo sino premiarlo.

      —Ya veo. – replicó de la Quintana retornando su vista al nombre que acababa de escribir. – Lo ascenderemos entonces a cabo, ¿le parece? – dijo sonriendo el coronel.

      Hipólito asintió satisfecho.

      —Hoy mismo redactaré el oficio de su incorporación y su nuevo grado. Si le parece, prefiero entonces acercarme en persona al hospital para transmitirle la buena nueva. – expuso haciendo a un lado la hoja al tiempo que estiraba sus manos a lo ancho del escritorio.

      —Y hablando de buenas nuevas, que no son buenas precisamente. Han llegado noticias de la Banda Oriental. – agregó más reservado.

      Hipólito ladeó un poco su cabeza como adivinando cuál era aquella novedad que seguro no haría más que postergar su decisión de abandonar el regimiento.

      —Hace unos días cayó Montevideo. – dijo abatido de la Quintana. – Los británicos la capturaron sin que nuestras tropas, todavía varadas en Colonia, pudieran impedirlo.

      El coronel se refería a los casi mil quinientos hombres al mando del Capitán General Santiago de Liniers y el comandante Cornelio Saavedra. Se habían trasladado a Colonia del Sacramento y desde allí esperaban coordinar con las tropas de Sobre Monte para entonces marchar hacia Montevideo sumando así más hombres a los del gobernador Huidobro que solos sostenían el baluarte.

      —Las huestes de Sobre Monte nunca llegaron a unirse a los patricios y dragones. No sabemos qué pasó, nos enteraremos cuando regresen Liniers y Saavedra. Con la ciudad tomada ya sería imprudente avanzar. Además, sabemos que el número de los invasores sobrepasan largamente los cinco mil soldados. – expuso preocupado el coronel.

      —Y no pasará mucho tiempo para que intenten invadir nuevamente Buenos Aires. – dijo Hipólito pasando su mano por la barbilla.

      —Correcto. Primero seguro irán por Colonia. Sería también insensato pretender sostener esa plaza, abierta y poco fortificada, con nuestros hombres acorralados por el río. Así que abandonaremos Colonia en estos días. Tendremos que refugiarnos aquí a esperarlos. – dijo abriendo sus manos.

      —Entonces el nuevo cabo Francisco Pimentel tendrá una oportunidad de mostrar su valor. – agregó sonriendo el coronel. – Será una batalla cruenta y espero triunfemos sobre los invasores. Aunque más de cinco mil hombres bien armados de la Royal Army, debo decir, preocupa. – agregó incorporándose de la silla.

      De la Quintana se volvió a dirigir a la ventana. Los esclavos continuaban su labor sobre los canteros repasando la tierra con las azadillas.

      —Oficial, quiero ser claro con algo. – expresó sin dejar de mirar al exterior. —Le reitero mis felicitaciones por la misión en Las Conchas. Valoro el arrojo de todos en la ejecución del deber, pero en virtud de las circunstancias necesito hacerle un pedido. – dijo volviéndose hacia el oficial de dragones.

      —Por supuesto coronel. – replicó atento Hipólito.

      —Dígame, ¿cuántos prisioneros tenemos en los calabozos del fuerte y en el Cabildo? – preguntó de la Quintana.

      Hipólito reflexionó un instante bajando la vista.

      —Aquí en el fuerte están dos de los tres hombres capturados en el río. El otro se encuentra herido en el hospital en la misma habitación donde reposa Pimentel. Y en el Cabildo creo que hay solo un jornalero conocido por armar peleas borracho en Retiro. – respondió el inspector.

      —Bien. Necesito con urgencia todos los calabozos libres. En caso de que los ingleses invadan la ciudad, como consecuencia de la contienda van a resultar muchos prisioneros. —titubeó apretando sus labios – Prisioneros propios o ajenos. – agregó retornando su vista al oficial. —Rezaré porque sean ajenos, pero de todas formas las prisiones tienen que estar vacías para recibirlos.

      Hipólito asintió con prudencia.

      —El jornalero ya pasó dos noches guardado. Lo libero de inmediato. Pero ¿qué hago con los contrabandistas?

      El coronel se acercó hasta ponerse frente al oficial y apoyó su mano izquierda en el escritorio. Hipólito lo miró interrogativo.

      —Libérelos también. Aunque si realmente quiere conocer mi opinión le diría que los fusile. Al fin de cuentas si los libera seguro retornarán a la actividad. No vamos a terminar con el contrabando, pero ¡vamos!, es un incordio andar arriesgando hombres, ¡soldados! por estos trúhanes.

      Hipólito descolgó la antorcha del ingreso que conducía a los calabozos del subsuelo del fuerte. Una veintena de celdas de apenas cuatro metros por lado que se ubicaban a lo largo del recodo que formaba la calle Cabildo y pasando el cruce con el tramo sur de Santo Cristo hasta las barrancas.

      El arco de luz fue descubriendo el estrecho pasillo que separaba la hilera de celdas. Las mazmorras no tenían ventanas, las únicas fuentes de aire y luz provenían de dos pequeñas claraboyas emplazadas en los intervalos que dividían en grupos de cinco las celdas que daban al patio interior del fuerte.

      Los dos únicos detenidos del complejo habían sido alojados en los recintos linderos con los cimientos de la fortificación dejando una celda vacía por medio para que no tuvieran ninguna clase de contacto.

      El prisionero cubrió mecánicamente sus ojos con la mano cuando Hipólito lo iluminó. De pie en el medio de la celda lo miró asustado.

      Apurados por la herida de Pimentel los hombres apresados en el río fueron inmovilizados y dejados a cargo del cabo Esteve en la pulpería de Magañez. Hipólito y Bardenas transportaron a Buenos Aires esa misma madrugada, a toda velocidad, a Francisco.

      Por la mañana, una partida de dragones comandada por otro oficial se encargó de recoger a Esteve y los prisioneros.

      No había tenido oportunidad de interrogarlos y ahora se encontraba con la disyuntiva de liberarlos o ejecutarlos satisfaciendo así las confesas intensiones del coronel.

      —¿Cuál es su nombre? – preguntó Hipólito.

      El reo se acercó a los barrotes de su celda y, atribulado, dio una larga declaración.

       —¿No habla español? – preguntó el oficial incapaz de comprender lo que el hombre le decía. Ciertamente,


Скачать книгу